3.12.2007

BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-2

LOS SOLDADOS Y LAS CARTAS

Por la puerta del cortijo pasaba el camino real y por él, el correo, que se llamaba Eusebio. Bajaba en una mula a llevar las cartas a Bujaraiza. Cuando llegó la guerra, de todos los cortijos se fueron Soldados al frente, que se los llevaron y a mi hermano se lo llevaron también junto con el hijo de mi tío Ramón. De aquí salieron dos soldados. Uno mi hermano y otro mi primo. Mi hermano volvió. Mi primo no volvió nunca. Pues mi madre estaba en comunicación con las mujeres de la Fuente de la Higuera, con las de La Canalica, con las de La Laguna. Pasaba Eusebio el correo, “María Josefa, toma, las cartas de tal sitio”. Mi madre sabía escribir y mi abuela. Yo muy poquito pero para entenderme con los soldados, sabía.

En mi casa se juntaban las mujeres de Fuente de la Higuera, las de La Canalica, que tenían cuatro hijos en la guerra, Concepción la de La Laguna, que tenía también otros tres hijos en la guerra. Todas allí. “María Josefa, escríbeme las cartas”. “Anda, si no puedes tú que me las escriba tu niña Mary”. Y yo, que era chiquitilla y escribía mal pero me entendían la letra, me ponía y a escribir cartas a los soldados.

Yo entonces no me daba cuenta pero ahora recuerdo que en aquel trozo de sierra, había mucho analfabetismo. En el Carrascal hubo escuela, en Cañá Morales, también pero en la Vega de Hornos, aquello estaba abandonado. No había nadie capaz de escribir y de leer una letra. El problema grave surgió entonces: cuando se fueron los soldados a la guerra. Nadie sabía leer una carta ni contestarla. Las madres llorando con las cartas en las manos. Ahora me doy cuenta que mi madre y mi abuela realizaron una gran tarea en este terreno. Porque ellas eran las que escribían y leían todas las cartas. Mi madre les decía: “No apuraros, que las cartas se leen y se contestan. No “apuraros”. Pero sí os digo, que esto sirva de ejemplo para que veáis lo interesante que es aprender a leer y escribir”.

Tampoco por aquellos días yo me daba cuenta que cada vez que nosotros escribíamos una carta a un soldado, nos comunicábamos con muchos más. Los muchachos de aquella Vega mía casi ninguno, por no decir ninguno, sabía escribir. Por eso a ellos le escribían sus compañeros. A la Vega llegaban cartas, algunas con letras muy bonicas, que se notaban que eran de muchachos que sabían escribir bien. Pero llegaban otras cartas con letras como la mía. Letras pobreticas que también costaban mucho trabajo leerlas. A mí me decía siempre mi madre: “Haz la letra grandecica para que la puedan leer bien”.

Escribíamos no con bolígrafos, que entonces no existían, sino con tintero y pluma. Eran unas plumas metálicas que se engastaban en un palillero de madera y mojábamos en tinteros con tintas y así escribíamos las cartas. Yo que no escribía muy bien y, además, echaba muchos borrones, te puedes imaginar cómo eran las cartas que salían de mis manos. Algunos chiquitillos, y eso que tenía mucho cuidado pero otros sí eran grandes de verdad. Y un día, se me volcó el tintero y se me manchó todo el papel. ¡Vaya borrón que salió en la carta! Aquello más que borrón parecía un mapa.

Estaba aquel día allí Eusebio el correo esperando a que terminara de escribir para llevarse la carta. Y yo al ver lo que me pasó, rompí a llorar. Me dio mucha pena ver que había manchado la carta. Era de la mujer del Maestro Parras, Francisca, la mujer que no sabía rezar el rosario y decía: “que no les pase nada, que no les pase nada”. Una mujer bondadosísima. Al ver que lloraba por la carta me abrazó, me besaba y me decía: “No llores, si la carta está así más bonica”. ¡Ay que ver la bondad de la mujer que en vez de regañarme lo que hizo fue darme ánimo!

Entonces mi madre, para que Eusebio el correo no se entretuviera más, escribió una nota aparte diciendo: “Que perdones a la niña que es que se le ha volcado el tintero y no hemos podido escribir la carta de nuevo porque el correo está esperando. Pero es que es una niña que no tiene todavía siete años. Perdónala”. Y cuando vino la contestación, decía: “Un beso muy grande para la niña de los borrones. Que siga escribiendo ella que le entendemos muy bien. Que no se apure por los borrones”. Esa fue la contestación que venía. Y ahora me acuerdo yo y digo: “¡Cómo se hacían ellos cargo de que era una criaturica la que escribía las cartas”.

Pero de aquel incidente del borrón en la carta salió algo bueno. A otro día, Eusebio me trajo una pluma nueva. No sé si la compraría en el estanco de Félix Hoyo o en la tienda de Pedro de la Gregoria que es donde vendían estas cosas. Pero aquel hombre tuvo el detalle de llevarme una pluma nueva y al dármela me dijo: “Toma hija mía, para que escribas las cartas a los soldados y te salgan sin borrones”. Mira qué recuerdos tan bonitos me quedan de aquello.

Mi madre era muy previsora y llegó a pensar que con la escasez que se estaba produciendo de algunas cosas por causa de la guerra, era preciso prevenirse y se preocupó de que en la Vega nunca faltara papel, tinta y sellos para escribir a los soldados. Y algunas madres, cuando les escribían a sus hijos, dentro de la carta, metían sellos para que ellos pudieran contestar sin problemas. Esto lo hacían porque pensaban que podrían tener dificultades en encontrar este material.

Cantinuará…

http://es.geocities.com/cas_orla/

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