3.18.2007

BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-16

LA LAGUNA

- Y de la Laguna ¿qué sabes?
- Yo no sé si te habrá dicho alguien que de los bañistas que venían, en una ocasión se presentó un nadador muy famoso. Y dice: “Voy a atravesar las aguas de la Laguna”. Esto lo contaba mi padre. No sé quién, le dijo: “No se atreva usted a atravesar el ojo de la Laguna, que una vez a una vaca le picó la mosca, salió corriendo, se tiró y no se ha vuelto a ver. Eso le tenemos miedo nosotros. No se atreva usted”. “Pues sí me voy a atrever”. “Pues si se lanza usted, por lo menos deje que lo atemos”.

Lo ataron a una soga larga, bien fuerte y le dijeron: “No se suelte por nada del mundo”. Y menos mal que hizo caso. Cuando iba por en medio de la Laguna empezó a sacar los brazos, indicando que tiraran de él. Tiraron. Salió asustado. Dice: “Que quede esto en la memoria de tos, que nunca se atreva nadie a cruzar la Laguna. Porque al llegar al centro, hay como un remolino hacia abajo, que chupa. Eso no hay quien lo atraviese”. Ya nunca más intentó nadie meterse en las aguas de la Laguna.

EL PICACHO DE MONTE AGUDO

- ¿Qué era lo del picacho de Monte Agudo?
- Es un gran monte que se ve desde toda la Vega y desde Hornos. El nombre suyo es Monte Agudo pero en mi tierra, siempre se le ha llamado “Picacho de Monte Agudo”. Decían que en esa cumbre había enterrado un tesoro. El Maestro Parras se iba de su casa, se le perdía a la familia y se iba y se liaba a excavar. No sé cuanto trabajaría el pobre hombre. En cuanto lo echaban de menos, ya sabían dónde estaba. “Onde está Padre”. Ya sabía dónde tenían que ir a buscarlo. En el picacho de Monte Agudo, sacó de piedras y de escombros, él sabrá, pobretico, las galerías que hizo por el monte buscando el tesoro. Se le metió en la cabeza de que en el cerro había un tesoro enterrado y ya se quedó aquello de, “El tesoro del Maestro Parras, en el Picacho de Monte Agudo”.

Cuando se terminó la guerra, una vez subí yo a Monte Agudo. Toda la vecindad nuestra organizamos como una romería pero de acción de gracias al Señor porque se había terminado la guerra. Desde la puerta de mi Soto, subimos a pie rezando, hasta lo alto de Monte Agudo. Nos sentamos encima de la cumbre, estuvimos descansando, comiendo nuestros bocadillos y ¡ay lo que rezaron aquellas mujeres...! Pero es que las chiquillas teníamos que estar rezando también. Cuando nos hartábamos, nos escurríamos por un lado y nos poníamos a bailar. Y las mujeres mayores, reza que te reza. Dando gracias a Dios porque se había terminado la guerra.

LAS PALOMAS Y EL BAÑISTA

- ¿Y las palomas de tu hermano?
- ¡Ay las palomas! Mi hermano el mayor tenía un capricho muy grande por las palomas. Le gustaban mucho. Le pidió permiso a mi padre. “Padre, deme usted un apartaico en la cámara para tener yo mi palomar”. Y mi padre se lo dio. Poco a poco, yendo reservando las crías, que él tenía cuidado de que no se le perdieran, pues que formó un palomar pero bastante grande. ¡Una bandá de palomas que cruzaba el cielo de la Vega! Ya sabía todo el mundo que aquellas eran las palomas de Cesáreo.

Nadie tenía escopetas ni de plomo ni de caza. Ni una escopeta en toda la Vega. Pues las palomas eran una delicia. Una banda que iba para riba y para bajo surcando la llanura y ala, al anochecer, al Soto. Y vinieron a los baños de la Laguna, digo yo vinieron como si estuviera todavía en el Soto, fueron unas familias de Villanueva. Unos milicianos, que entonces se les llamaban así. Aquellos sí llevaban escopetas. Y una tarde, empezaron a pegarle tiros a las palomas de mi hermano. ¡Le hicieron una matanza en las palomas...! Empezaron a llegar palomas heridas a mi casa y volando se caían muertas antes de alcanzar la tabla que tenían en la entrada al palomar. Aquello daba pena. Otras se cayeron en el camino. No pudieron llegar a mi casa.

Mi padre y mi madre cuando vieron la matanza, se morían de tristeza. Se habían oído tiros. “¿Quién da tiros aquí? Si aquí no estamos acostumbraos a oír tiros de nadie”. Se preguntaba mi padre. Cuando empezaron a llegar palomas heridas, mi padre y mi madre: “¿Quién ha hecho esto a las palomas?” Y ya de pronto cayeron en la cuenta: “¡Los tiros que se han oído! ¿Pero quién pega tiros aquí?” Y ya sacaron la conclusión: “Los bañistas. Los que hay en los baños”.

Cogió mi padre las palomas muertas. Subió a los baños. Y había allí uno que le decían “El Nisio”, no sé si era su nombre o su apodo. “¿Quién ha hecho esto con las palomas?” Preguntó mi padre. “Ha sido el Nisio”. Le dijo José León, que era el hijo de Estanislá, la dueña de los baños. “El Nisio es el que le ha estado tirando a las palomas”. “¿Dónde está el Nisio?” Preguntó mi padre. “Aquí dentro estoy”. Contestó él. “Pues sal con la escopeta, valiente. Lo mismo que le has tirao a las palomas, tírame a mí, hombre. Mira, yo no traigo escopeta ni traigo arma ninguna.

Pero en vez de dar los tiros a palomas inocentes, ved a exponer tú el pecho como lo está exponiendo mi hijo en una guerra, en la que va a perder la vida, sin ganar nada. Ve tú allí a exponer la vida. Y no dediques los tiros a matar palomas que no te han hecho nada”. A estas palabras, el Nisio no contestó. Mi padre empezó a tirar palomas por sus pies. “Ves, aquí las tienes. ¿Estás ya contento?” No le replicó ni una palabra. Ya no pegó más tiros. Pero le hizo una matanza de palomas a mi hermano, que valgame Dios.

Mi padre y mi madre cada día esmerándose en las palomas para que no les pasara nada para cuando volviera mi hermano de la guerra. Me metía yo en el palomar. Cogía los pichones. Le daba de comer con mi boca. Se me subían a la cabeza, a los hombros, a todos lados. Cuando salía a la calle, con perdón pero siempre estaba llena de excrementos de las palomas. ¡Qué lástima! ¡Qué recuerdos, de verdad!

Continuará…
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