3.23.2007

BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-43

PARROCOS DE HORNOS

A mis hermanos y a mí, mis padres nos contaban muchas cosas que pasaban en el pueblo. Ya sabes que en mi casa se hablaba mucho en familia, sentados siempre junto al fuego de la chimenea mientras la noche avanzaba y fuera caía la lluvia, cantaban los ruiseñores, balaban los corderos o simplemente se oía el rumor del río cruzando la Vega. Mi madre algunas veces leía historias sagradas porque a mi padre les gustaba mucho. Otras veces nos contaban cosas del pasado. También sabes tú como los recuerdos de las personas se quedan grabados en sus vidas y lo mucho que, pasado el tiempo, gusta hablar de estos recuerdos.

De entre todos aquellos relatos recuerdo cuando nos hablaban de un cura que hubo en el pueblo que se llamaba Idelfonso. En la época en que este cura estuvo allí, mis padres eran jovencillos. Según le oía a ellos este hombre era un cura estupendo, bueno como el mejor y alegre como el aire y las mariposas que revoloteaban por las llanuras de mi Vega. Tocaba la guitarra primorosamente y entre nota y nota siempre estaba diciendo que era bueno vivir el Evangelio con alegría, que era bueno alegrarse con el Señor para así darle gracias por tantas maravillas presentes en aquella tierra nuestra y en las personas que allí vivían.

Aprendió el juego de los bolos y jugando tanto con los mayores como con los muchachos se hizo amigo de todos ellos. En aquel pueblo mío este cura fundó lo que ahora llamamos un coro o coral. Entonces allí aquello se llamaba hermandad. Como los tiempos eran otros los instrumentos que tenían y tocaban eran todos hechos por ellos mismos: flautas de caña, sonajeros, panderetas, almireces que sonaban muy bien, un cántaro vacío que golpeaban con una alpargate y con dos tapaderas de cocina, que eran de hojalata, hacían las veces de platillos. Los guitarrillos eran especie de guitarras pequeñas que construían con tablas y cuatro cosas más. También tenían un trozo de teja rota que se la ponían entre el dedo pulgar y el índice y otro entre el índice y el dedo del corazón y con un arte primoroso lo hacían sonar a modo de castañuelas.

En Navidad, a todos estos instrumentos, se le añadía el sonido de las zambombas y siempre el cura con su guitarro dirigiendo aquel original coro que resultaba ser una delicia para todo el que podía oírlo. Aquel cura era muy listo porque todas estas reuniones musicales él las aprovechaba para hablar siempre del Evangelio, señal clara que el hombre nunca descuidaba su labor pastoral. Al caer la noche y después del trabajo reunía a la gente para ensayar. Primero hacían un poquito de oración, después se dedicaban a sus ensayos y cantos y al final del todo de nuevo daban gracias a Dios. Al despedirlos siempre les hacía caer en la cuenta que era hermoso aquello de haber dedicado el día al trabajo, la tarde a rezar y a cantar y el final de la jornada, a dar gracias.

Los muchachos y muchachas de aquel coro no se daban cuenta entonces pero pasado el tiempo descubrieron que aquellas reuniones les unía a todos ellos en sana amistad y gozo. El cura, con mucha habilidad, se enteraba de los problemas de unos y otros y así entró profundamente en sus vidas y en las cosas de las vidas de aquellos muchachos. Se ganó el cariño y respeto de todos ellos y también del pueblo entero. Unos y otros decían que fue padre y maestro de aquellos jóvenes. Les enseño muchas canciones y sobre todo, villancicos. Mientras aquel cura estuvo en mi pueblo de Hornos, las misas del Gallo fueron famosas en todos aquellos contornos.

También aquel hombre sabía estar con los que sufrían y cuando moría alguien del pueblo, el coro se reunía y después de asistir al entierro, iban con don Idelfonso durante muchos días a rezar y estar un ratico con la familia del difunto. Les ayudaban en lo que necesitaran y así fue como se quedó en Hornos la costumbre de reunirse los vecinos cuando alguien fallecía para rezar nueve días seguidos el rosario. No sé si todavía en mi pueblo se seguirá practicando estas costumbres.

Aquellas buena acciones dieron origen a que la hermandad formada por aquel coro fuera conocida en muchos sitios como la “Hermandad de Animas”. A lo largo de mucho tiempo fue la delicia del pueblo cantando por las calles. Cuando llegaban a una casa siempre preguntaban: “¿Se canta o se reza?” Si la familia estaba triste decía: “Se reza”. Y rezaban. Si estaba alegre decían: “Se canta”. Y a cantar se ha dicho dirigidos por el cura. Cuando pasado el tiempo lo trasladaron a otro pueblo se despidió de todos encargándoles que no se olvidaran nunca de aquellas buenas cosas que habían aprendido. Todo el pueblo entero salió hasta la Puerta Nueva a despedirlo al tiempo que cantaban mientras otros lloraban. Unos y otros decían: “Has sido una buena persona entre nosotros porque has repartido mucha felicidad por entre las casas de este pueblo”.

Otro párroco de Hornos fue don Isaac Tenedor natural de Siles. Este hombre fue el sacerdote que bendijo la unión en matrimonio de mis padres. Me parece recordar que mis padres decían que él fue también el que nos bautizó a mis hermanos y a mí. Hizo muchos favores en el pueblo pero todos con mucha discreción como quien tal cosa no hace. Visitaba a los enfermos y si eran pobres los socorría procurando siempre no humillarlos. Y entre otras muchas cosas se tomó gran interés en restaurar los archivos del registro parroquial que por aquellos fechas estaban muy estropeados.

Por aquellos días había en mi pueblo de Hornos un monaguillo que valía un Potosí. Se llamaba Cesáreo Muñoz Manzanares. Con su preciosa caligrafía y una extraordinaria habilidad puso en orden todos los datos de los documentos que se habían estropeado. Todo ello fue dirigido y supervisado por don Isaac Tenedor. El sacristán que había entonces se llamaba Eduardo y fue el padre del sacristán que yo llegué a conocer que también se llamaba Eduardo. Ya te he dicho antes que entonces yo era chiquitilla pero recuerdo que aquel hombre era muy buena persona.

Tuvo por esposa a otra también excelente persona: una gran mujer que se llamaba Blanca, Blanco Marín. Eduardo pertenecía a una familia excelente pero yo a quien más recuerdo es a su hermana Catalina, muy amiga de mi madre. Era una mujer extraordinaria y por eso puedo decir que fue una flor de Hornos que se trasladó a la Vega. Era esposa de Restituto, hombre honrado y cabal que vivía en La Laguna con sus hijos e hijas y que también fueron “despropiados”, lo que les causó gran dolor como a todos.

Don Pedro Morales, que fue el cura que asistió durante muchos años las iglesias de Segura de la Sierra y Hornos de Segura, tenía un hermano gemelo que era idéntico a él. Se llamaba don Miguel. Dos gemelos exactamente iguales y daba la coincidencia de que don Miguel también era cura. Don Pedro dicen que tenía mucho sentido del humor. Tal vez a don Miguel le sucediera igual.

Y en una barbería del pueblo de Úbeda, don Miguel es que estuvo de párroco, no sé en qué parroquia pero aquí en Úbeda, le gastaron una bonita broma al barbero. Entró primero don Pedro, lo afeitó, le cortó el pelo y se salió. Y puestos de acuerdo los dos hermanos, al rato entró don Miguel y diciéndole al barbero: “¡Pero hombre de Dios! ¿qué me ha echado usted en la cara que hace dos minutos que me he afeitado y mire la barba que traigo y el pelo, mire cómo me ha crecido? ¿Pero qué me ha echado usted?”

Y el pobre barbero con las manos en la cabeza: “¡Ay don Pedro, que yo no le he echado nada en la cara! No me explico cómo le ha crecido tanto la barba y en tan poco tiempo”. Y don Pedro estaba en la puerta de la calle oyéndolo. Y don Miguel como se ponía tan serio para decirle: “Pues vamos a ver qué es lo que ha pasado aquí ¿Por qué tengo yo tanta barba si hace un rato que me he afeitado? Mire usted qué pelo y mire qué barba”.

Y cuando don Pedro se harto de oír al barbero discutir con el hermano, entró y entonces le dieron la explicación: “Mire usted, es que hemos querido gastarle una broma para convencernos de verdad si somos tan idénticos como nos dicen que somos. Yo soy don Pedro, que es el que usted a afeitado hace un rato y este es mi hermano don Miguel. Que somos gemelos y da la casualidad que él también es cura y le hemos gastado esta broma”. Y entonces ya se echaron a reír los tres pero allí comprobaron los dos hermanos hasta qué punto eran tan parecidos. Hasta el mismo barbero los confundió.

De este cura, don Pedro Morales, hay muchas más cosas que decir. Te voy a contar algunas de las poquitas que yo sé. Era de una estatura no muy alta, más bien pequeño pero era un cura grande. Además del sentido del humor, tenía una gran responsabilidad como sacerdote. Parecía que era un cura bonachón, como un poco niño grande pero en realidad este hombre tenía mucha inteligencia y sabía vivir muy bien el evangelio. Como hay que vivirlo y a su manera, que no es cosa fácil. Sabía identificarse con las personas que trataba.

Este señor pedía prestado, y de esto doy testimonio porque lo vi. Fue después de la guerra. La guerra terminó en abril y nosotros nos fuimos del Soto hacia Orcera en el mes de enero. Todo este tiempo estuvimos todavía en el Soto y después que íbamos y veníamos. Y como te decía, este señor pedía prestado lo que lee dieran: un mulo, un burro, un caballo. Lo que le dieran. Se montaba en su burro o lo que le dieran y se recorría todo el término de Hornos. Por los cortijos, por las aldeas, por los campos y ofreciendo siempre sus servicios. Visitando enfermos, consolando a personas y hablando con unos y otros.

Y yo lo vi pasar por la puerta de mi cortijo del Soto, por el camino real, a Bujaraiza. Se paraba en el Soto y como sabía que mi madre estaba enterada de si había enfermos o pasaba algo en la Vega, preguntaba: “María Josefa, ¿pasa algo? ¿Hay algún enfermo por aquí?” si mi madre le decía: “Hoy, don Pedro, gracias a Dios, los cortijos de la Vega y su gente, se encuentran bien”. Y él: “Bueno, voy a Bujaraiza. Cuando vuelva, ya llegaré”.

Pero hasta que llegaba a Bujaraiza todos los cortijos, a derecha e izquierda, los iba recorriendo. Otro día cambiaba de ruta y se iba a Cañá Morales o a la Platera o para el barranco de la Garganta por los cortijos aquellos y las aldeas de Capellanía y la Garganta. A todos sitios fue don Pedro Morales siempre buscando enfermos, buscando por si quedaban niños sin bautizar, buscando desavenencias entre las personas para ayudarles. Siempre ejerciendo su ministerio, poniendo paz por todos sitios y por esto te decía que fue un gran cura.

En mi pueblo de Hornos se quedó la anécdota de que un día pasó por una calle y había un burro atao en la ventana comiendo allí paja en una espuerta. Al verlo le dijo al dueño: “¿Cuándo me vas a prestar tu burro?” y el hombre contestó: “Ay don Pedro, ya lo he pesando yo muchas veces pero es que mi burro es tan chico que me da vergüenza”. Y don Pedro: “¿Pero por qué te da vergüenza si estos son los que me gustan a mí? Y lo digo porque de burro chico no hay porrazo grande”. Y ya se quedó aquello de decir: “Anda que tú dices como don Pedro, que de un burro chico no hay porrazo grande”.

Un día pasó por el Soto y dio la casualidad que estábamos de matanza. Nos habían matado los cerdos el hermano Isidro, del Soto de Abajo, el que le decían de apodo Viborica. Cuando él pasaba ya estaban los marranos pelaos y todo. Y como tenía ese sentido del humor, se paró, se quedó mirándonos y con una voz fuerte dijo: “¿Quién ha matado los cerdos?” Con una terrible voz que asustaba. Salió el hermano Isidro todo consternado creyendo que le iba a regañar y dice: “Un servidor”. Y entonces don Pedro echó mano al bolsillo y dicen: “Pues toma, un caramelo para que endulces la vida”. Aquello fue de risa de verdad.

Y en cuanto le decía mi madre: “Mire usted, don Pedro, en tal sitio pasa esto, está fulano malo, tiene... “ allí que iba don Pedro con su burro, mulo o lo que llevase a consolar a las personas y ayudarles en lo que fuera necesario.

Un día se le cayeron las alforjas y llevabas muchos caramelos dentro. Porque él siempre iba repartiendo caramelos a los chiquillos. A mí me dio también. Cuando se le cayó la alforja al suelo vimos que de comida sólo llevaba un trozo de pan y una granada liado en una servilleta. Y entonces mi madre, le dijo: “Don Pedro, una sobrina mía tiene un nene con un bulto en el cuello. Échele usted un vistazo a ver qué le parece eso”. Mientras él fue allí, a ver el chiquillo, mi madre cogió dos tajadas de lomo, otro trozo grande de pan y se lo metió en la servilleta suya sin que él se diera cuenta. Se le colgaron otra vez las alforjas y al poco se fue.

Cuando don Pedro echara mano nunca supo quién le había metido aquella comida en su servilleta. Fue mi madre porque tanto ella como los que estábamos allí nos quedamos sorprendidos viendo lo poco que aquel hombre llevaba para comer. Pues esta prima mía que tenía el niño con un bulto en el cuello era Adolfina. El niño se llamaba Hilario. Don Pedro lo estuvo viendo y le dijo: “Mira hija mía, tienes que llevarlo a Hornos para que lo vea el médico”.

El siempre estaba en contacto con el médico para avisarle de los enfermos que iban y si alguno estaba grave. Así era don Pedro Morales por aquella Vega mía de Hornos y luego cuando se iba a Segura, también practicaba esta bondad y cariño con las personas pobres de la tierra que tanto quería. Por eso te decía que fue un gran cura.

De otros curas de mi pueblo de Hornos y ya más recientes y que conocí hace pocos días, tengo que decir dos palabras y darle gracias a Dios. Estuvo, hace unos días, en mi casa y por casualidad me enteré que era de Hornos. Se llama Antonio Castillo y es Jesuita, cosa que me alegra en el alma porque, aunque no lo quería decir, ya lo digo: yo a los Jesuitas le debo mucho. Con ellos se han educado mis hijos y con ellos se están educando ahora algunos de mis nietos.

Por esto quería decirte que es para mí una gran satisfacción que también de Hornos de Segura, haya un Jesuita. El rato que estuvo en mi casa fue delicioso por la cantidad de personas, nombre y lugares como la Alcoba Vieja, las Celaillas y costumbres de nuestra tierra, que recordamos. Todos ellos para mí son inolvidables y por eso me dejó un recuerdo tan grato que doy gracias a Dios de que si faltaba algo en mi pueblo de Hornos, hay también un Jesuita y bendito sea Dios por ello.

- Pero del cura Raspa ¿qué era lo que antes querías decirme?
- Del Cura Raspa, Hermano José, varias veces he querido hablarte pero siempre me he dicho que no.
- ¿Qué es lo que pasa?
- No me siento capacitada para hablar de un hecho tan importante.
- Pero tú, María la pequeña gran niña de Hornos de Segura, perseguidora de mariposas azules por la Vega del Soto y coleccionadora de cantos de ruiseñores junto a las corrientes limpias de aquellos arroyos, conoces bien el Evangelio.
- Lo conozco y por eso también otras muchas veces me he dicho que nuestro Señor casi siempre escogió a hombres ignorantes y humildes para que fueran los primeros en dar testimonio de las más grandes verdades. Más de una vez este pensamiento me ha dado ánimo y a continuación me acobardaba.

- Hasta que, según me dices, llegó el día de la Inmaculada. ¿Qué pasó ese día?
- Estaba yo muy atenta escuchando la misa de la Televisión y seguía con interés la homilía del sacerdote que la oficiaba. De pronto oigo que dice: “Los planes del Señor son imprevisibles y se manifiestan por caminos que nunca esperamos”. Y al retumbarme estas palabras en lo más hondo de mi ser tuve la sensación de que estaban dirigidas a mí. Que tal vez su voluntad era que una campesina humilde, hija del gran pueblo de Hornos, fuera quien sacara a la luz esta historia de un cura santo que no nació en Hornos pero sí me consta que estuvo allí desarrollando su ministerio sacerdotal. ¿Seguimos adelante?
- Seguimos porque yo creo, como tú, que se deben conocer los hechos de este otro trocito de la historia de tu tierra. ¿Quién fue y qué pasó con el Cura Raspa?

- Don Francisco López Navarrete nació en Villanueva del Arzobispo, de una familia de clase media y muy buenas personas. Honrada y piadosamente vivían ellos trabajando en una tienda de comestibles que era de su propiedad y también eran labradores. Desde muy pequeño dio muestra de una gran bondad, preocupándose siempre por los pobres a los que socorría como podía, dándoles comida con mucho amor. Siempre andaba diciendo que quería ser cura y tan pronto como tuvo la edad, conscientemente entró en el seminario de Jaén y fue en todo momento un seminarista ejemplar. Tenía ya sus estudios casi terminados aunque le faltaban todavía algunas cosas que yo, como no entiendo, no sé decirte qué era. El caso es que como no había terminado, aún no podía ordenarse sacerdote. Y por aquellos días cayó enfermo.

Entonces, puesto de acuerdo el obispo con la familia, el que más tarde sería el Cura Raspa, se vino a su casa para reponerse de esta enfermedad. Pasado unos meses el obispo vino a Villanueva del Arzobispo, a la casa del joven para visitarlo e interesarse por él personalmente. Al verlo, el muchacho le dijo: “Tengo el presentimiento que moriré joven y por eso quiero celebrar pronto mi primera misa. Presiento que no podré celebrar muchas”. El obispo le contestó: “Paco, ponte bueno. Tan pronto como te recuperes podrás celebrar tu primera misa”.

Y así se cumplió. Don Francisco López celebró su primera misa muy joven, antes de lo previsto y las personas que estuvieron presentes comentaron que su cara manifestaba una alegría grande. Quiero aclarar que muy pocas personas conocían su apellido, pues era conocido como don Francisco Raspa y más aún cuando alguien hacía mención de él que era sólo diciendo: “El Cura Raspa”. Esto de raspa era un apodo antiguo de la familia y se lo adjudicaron a él.

Cuando aquel muchacho comenzó, después de su primera misa, su ministerio sacerdotal, no sé dónde estuvo destinado. Lo que sí te puedo asegurar es que en mi querido pueblo de Hornos estuvo un tiempo. Puede que todavía allá allí alguna familia o algún documento en el archivo donde se pueda comprobar que lo que estoy diciendo es verdad. Mi hermano Angel decía muchas veces lleno de orgullo que él hizo su primera comunión con el Cura Raspa. Después de Hornos estuvo en Orcera y allí, como en los otros sitios, fue un sacerdote bueno. Buscaba a los pobres para socorrerlos, mediaba entre las personas que se peleaban antes que tuviera que intervenir la Guardia Civil, vivía en la más sencilla pobreza porque todo lo repartía: su comida, sus ropas, y cuantas cosas caía en sus manos, eran para los pobres.

Y te digo que esto que ahora mismo estoy narrando no tiene nada que ver con las otras cosas buenas, que de las personas de Orcera, de este hombre yo he oído contar. Cuando apareció en España la tragedia del 1.936, la gente de Orcera aconsejaron a este cura que no se fuera del pueblo. “Nosotros no te haremos daño pero ya sabes lo que en estos días está ocurriendo en todos los rincones de este país nuestro”.

El comprendió aquellas palabras y entonces les contestó: “Si no puedo ejercer mi ministerio como cura en este pueblo al que tanto quiero, me iré al pueblo donde vive mi familia. Tal vez ellos me necesiten y también algunas personas de aquella Villanueva mía querida”. Y así fue como otra vez volvió a su pueblo y con su familia.

Esto fue lo que hizo aquel cura llamado, por la gente sencilla de la tierra, Raspa. Se vino a Villanueva del Arzobispo y por lo que a mí me contaron creo que no estuvo muchos días con su familia. Pero estando allí en la casa de su familia, una noche, llamaron a la puerta. Fue el cura el que se asomó y al ver aquel grupo de hombres y mujeres les preguntó: “¿Qué queréis, a quién buscáis?” Ellos dijeron: “Buscamos a un cura que se llama Raspa”. El les contestó: “Yo soy”. Ellos dijeron: “Salga usted aquí con nosotros”. Y el cura salió. “Aquí me tenéis ¿en qué puedo serviros?” “Tiene usted que venirse con nosotros”. Y él preguntó: “¿Adónde vamos a ir?” Ellos le contestaron: “No tenemos por qué dar explicaciones y menos a un cura. Véngase con nosotros por la buenas o le llevamos arrastrando”.

Fue en este momento cuando el Cura Raspa comprendió a lo que habían ido allí aquellas personas. Les habló de nuevo y les dijo: “Ahora mismo me iré con vosotros pero si puede ser os pido un favor”. “De qué favor se trata”. “Que dejéis en paz a mi familia y que me dejéis entrar a despedirme de ellos”. Se miraron entre ellos y desconfiando dijeron: “¿Y si lo que vas es a buscar algún arma para defenderte?” El los tranquilizó diciendo: “Os prometo que no voy a hacer nada de eso. Jesús no se defendió y yo, que estoy intentando seguirle, tampoco lo haré”. Antes estas palabras lo dejaron entrar para que se despidiera de su familia.

Entró, los abrazó, se fue a su cuarto y delante de la imagen del Señor se arrodilló para rezar. Esto sé que fue así porque su familia fue la que después lo dijo. Cuando salió enseguida ellos le registraron para asegurarse de que no traía ningún arma. Lo cogieron, le ataron las manos y mientras esto hacía él les volvió preguntar: “¿Por qué me hacéis esto?” Ellos les respondieron: “Porque eres cura”. Y sin más se lo llevaron y al lado de la carretera que va de Villanueva hacia Beas, se pusieron a tirarle piedras. El hombre levantó los brazos y a Dios le pedía ayuda mientras sin rechistar se dejaba romper el cuerpo con los golpes de aquellas piedras.

Cuando ya se cansaron de tirarle tantas piedras y de insultarlo, le dijeron: “Si reniegas de tu fe no te mataremos”. El les contestó: “Mi Dios me ha dado la vida y ha llenado el mundo de cosas bellas mientras que vosotros me la estáis quitando al tiempo que llenáis el mundo de obras malas. ¿Por qué voy a renegar de Él para complaceros a vosotros?” Al oír ellos estas palabras comenzaron a dispararle. Nadie supo nunca cuántos disparos le dieron pero sí dijeron que los disparos los hacían en aquellas partes del cuerpo no vitales para así no matarlo pronto y que sufriera más. Hicieron una cruz con dos palitroques y se la dieron diciendo: “Si escupes esta cruz, te dejamos en paz y no te quitamos la vida” pero él lo que hizo fue besarla y abrazarse a ella amorosamente.

Y lo que voy a decir a continuación puede que muchas personas no me lo crean pero yo estoy tranquila porque sé que estoy diciendo la verdad. Este hombre, un buen cura que podría ser santo según dijeron muchas de las personas que lo conocían, estando todavía consciente, fue rociado con gasolina y prendido fuego para que ardiera vivo. La gasolina ardió pero él se quedó intacto e incluso ni siquiera la sotana se quemó. Al verlos ellos se llenaron de miedo y ya enloquecidos y no sabiendo qué hacer para acabar con la vida de aquel hombre e infringirle más sufrimiento, cogieron herramientas y se pusieron a machacarlo. A fuerza de porrazos y corte de hacha lo terminaron de matar. Ellos lo único que oían salir de la boca de aquel hombre bueno eran palabras de súplicas a Dios y perdón para los que tan mal lo trataban.

Así murió el Cura Raspa, por Cristo el viernes 28 de agosto de 1936, a las tres de la tarde. La gente decía luego que su cadáver quedó allí abandonado en aquella tierra áspera y al día siguiente los mismos que lo habían matado, por el pueblo fueron contando los detalles de cómo había pasado todo aquello. Más de uno decía: “Ese cura estaba loco”. Y a estas palabras otros respondían: “Ese cura era un hombre bueno y hasta el último momento fue valiente”. El tiempo que el cadáver estuvo tendido y solo en aquella tierra, no lo sé pero sí me dijeron a mí que cuando ya pasaron los días fueron a recogerlo para darle sepultura y siendo como era en verano, esperaban encontrar aquel cuerpo ya descompuesto y despidiendo olores. Pero las cosas no fueron así: aquel cuerpo todavía estaba incorrupto y chorreando sangre fresca como si las heridas se las hubieran hecho en aquel mismo instante. Ni siquiera los insectos le había tocado.

Doy fe de que cuanto acabo de contar es tan verdad como que ahora mismo estoy viva. Lo que no sé es su fecha de nacimiento. Sin embargo, quiero dejar aquí también claro que tengo una amiga en Úbeda, que es familia del Cura Raspa y que se llama Rosario López Fernández y la madre de Rosario se llama Fuensanta Fernández Angulo, prima segunda del Cura Raspa, con la cual estuve hablando el otro día y aunque ya me ha dado mucha información, me ha prometido averiguar más datos de este hombre así como también la fecha de nacimiento. Me dijo que si puede, me buscará alguna fotografía para que se pueda saber y conocer un poco más de este cura santo. Y digo lo de santo porque esto mismo fue lo que dijeron los hombres y mujeres de aquel pueblo, cuando al día siguiente supieron la muerte del Cura Raspa. “¿Pero cómo han podido hacer ese crimen al Cura Raspa si era todo un santo?”

Lo mismo pasó en el pueblo de Orcera cuando a los pocos días llegó la noticia. Unos y otros por todos sitios lo lamentaban y no dejaban de exclamar: “¡Si el Cura Raspa era un santo!” Y ya para concluir, como me supongo que aquellas personas que un día puedan leer esta historia, pueden preguntarse que cómo yo estoy enterada de todas estas cosas, lo voy a decir ahora: en mi casa dormían los pobres que pasaban por los caminos que hoy cubren las aguas del Pantano del Tranco. Cuando por allí iban ellos y eran muchos y de todos los pueblos de la loma, al llegar la noche, siempre acudían a mi casa donde también siempre encontraban un trozo de pan y un rincón donde acurrucarse. Muchos, la mayoría de estas personas eran de Torafe y de Villanueva. A ellos y luego a mis padres, yo les oía contar tanto esta historia como otras parecidas.

Y recuerdo que a mi Soto llegó una vez un hombre que trabajaba en lo que allí decíamos “albardonero”. Por aquí por Úbeda le dicen “talabartero” pero nosotros y por la tierra de la Vega, le decíamos albardonero. En aquella tierra mía aunque todas las cosas de los aperos de labor las hacían los hombres, mi padre y mis hermanos, siempre había trabajos más delicados que requerían las manos de un buen profesional. Porque también los utensilios de los animales y de la labranza, tenían que estar bien hechos.

Aquel hombre iba por los cortijos, por lo menos en aquella época, que fue por la guerra, y donde tenían las albardas deterioradas se paraba y cuando había trabajo, se lo daban y trabajan. Y mi padre le dio trabajo unos días para que arreglara las albardas e hiciera jalmas nuevas. Las jalmas son algo así como un aparejo pero más pequeño y ligero que servía para trabajos menos pesados y para ir montados en los mulos cómodamente pero no para echarle grandes pesos ni nada de eso. Y había albardas y jalmas y luego estaban los atarres, los cabezales de los mulos... a todo esto quiso mi padre darle un buen repaso y aquel hombre tuvo allí trabajo unos días.

Este hombre sabía leer y cuando me veía a mí coger mis librillos y ponerme a leer, le hacía mucha gracia de verme tan chipirusa leyendo y me decía que él también sabía leer. Y por esto de vez en cuando me contaba algunos cuentecillos. Pero allí la historia que contó, más importante de todas, fue la historia del Cura Raspa. Y venía bien con todas las versiones que yo había oído antes de otras personas. Y, además, dio un dato que a nosotros nos emocionó mucho. Decía que los pobres lo “olían”.

Cuando llegaba a Villanueva o por donde iba ¿qué tenía aquel hombre que los pobres lo olfateaban desde lejos? Estas fueron expresiones suyas de él. “Que lo olían cuando llegaba”. Y cuando llegaba a Villanueva, la mayoría de las veces él nunca llevaba nada para dar porque ya lo había dado todo pero en cuanto caía algo a sus manos, pasaba a las de los pobres que le seguían. Y dijo que cuando llegaba a Villanueva y se enteraban las personas necesitadas, enseguida se acercaban los pobres en busca de él. Y su padre que tenía la tienda llena de comestibles, pues de allí empezaba a darles todo lo que pillaba.

Y una vez el padre consternado de verdad de ver que su hijo le dejaba sin cosas en la tienda, se le acercó y con cariño le dijo: “Hijo mío, que me dejas la tienda vacía”. Y entonces él se volvió hacia su padre y le dijo: “¡Padre! No se apure usted pensando que la tienda se quedará vacía, porque el corazón se le va a quedar muy lleno”. Y todos los que estaban allí se quedaron sorprendidos de ver cómo aquel hombre le daba más importancia a que el corazón estuviera lleno y no la tienda o los bolsillos.

En el cortijo que se llamaba la “Dehesilla”, que ya te he comentado fue donde nos trasladamos cuando, las aguas del pantano, nos echaron de la Vega y que lo tuvo mi padre arrendado y era propiedad de Doña Rosario Olivares, yo viví directamente muchos testimonios de personas que daban fe de la bondad del Cura Raspa. Por aquella época existían las cartillas de racionamiento y había que ir diariamente a por las raciones de pan al pueblo de Orcera. Luego te contaré lo de las cartillas de racionamiento. Cuando había que hacer algún encarguillo de más importancia, iba mi madre pero cuando era solamente a por las raciones del pan, iba yo. Había que ponerse en la panadería haciendo cola.

Allí nos juntábamos un montón de gente. Mayores y personas menores como yo. Y como tanto se habla en los sitios en que se reúne mucho personal, pues allí pasaba igual. Pero allí las conversaciones que yo oía a diario eran siempre del Cura Raspa. Todo el mundo lamentándose de que lo hubieran matado y contando y oyendo lo que decía uno y otros y sobre todo, lo que cada uno había presenciado en su vida real. Se contaban maravillas de este hombre.

Y recuerdo que una vez me contaron que en la carretera que va desde Orcera a Benatae, que por allí tenía yo que pasar para ir al cortijillo donde vivíamos nosotros, paseando un día por la carretera, se encontró con un hombre que traía un hacecico de leña a cuestas. Era en invierno y traía puesta una ropa vieja y rota. Al verlo don Francisco y como era así: que cuanto más humilde veía a una persona más la quería y le ayudaba en lo que podía, se acercó y le dijo: “Espérese usted, hermano, quítese la leña de encima y espérese un momento que lo necesito”. Y el hombre al oír que el cura lo necesitaba, se paró.

Don francisco se metió detrás de unos matorrales que había cerca y cuando salió, lo hacía vestido con su sotana pero los pantalones y la camisa, se los había quitado y los traía en la mano y le dijo al hombre: “Métase usted ahí, póngase esta ropa y me da la suya”. El hombre vio el cielo abierto porque iba con la ropa hecha polvo. Se ocultó entre las matas, se puso la ropa del Cura Raspa y le dio la suya al cura. Este la cogió, la envolvió y se la llevó a su casa pero aquella ropa pobre, por lo que tanto ocurrió en aquellos tiempos, llevaba piojos. El viejecito se lo advirtió al cura diciendo: “Don Francisco, que esta ropa mía no va sola, que va acompañá”. Y entonces el Cura Raspa respondió: “No te preocupes, hijo mío, que si te han picado a ti, yo no soy más que tú. Bueno está que ahora me piquen a mí”. Esto lo oía yo contar en las colas del pan racionado que nos daban en Orcera. Que daba la comida, que lo daba todo.

En lo fundamental todas aquellas personas coincidían en lo mismo: “El Cura Raspa era un santo que algún día subirá a los altares”. Y ya dije en otra ocasión que también a los baños que hoy han desmoronado por completo las aguas del Pantano del Tranco, acudían personas de Villanueva.

Cuando hablaban de este caso coincidían en los mismos detalles: “Llegará un día en que lo del Cura Raspa se sepa en muchos rincones de España y también luego lo venerarán en los altares como al santo de Villanueva que fue apedreado y muerto a hachazos”. ¿No crees tú que esto es algo que se merece tanto mi pueblo de Hornos como mis hermanos de Villanueva y de Orcera?
- Lo único que yo te digo, María, es que los caminos de Dios son inescrutables. Lo que Él lleve entre sus planes se cumplirá aunque los hombres tengan entre sus manos otros proyectos. Nuestras vidas y nuestra suerte, como dijo el profeta hace muchos siglos, está en sus manos.
- Mi amiga Rosario me dijo que está sepultado en Villanueva y cuando van a visitar su tumba, bastantes veces encuentran allí un ramo de flores que alguna persona le lleva pero la familia no saben quién es.

Más información de este Parque Natural en:

http://es.geocities.com/cas_orla/

Las fotos más bellas del Parque en TrekNature

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