3.23.2007

BAJO LAS AGUAS DEL PANTANO DEL TRANCO-47

LOS CUENTOS DE LA ABUELA
La princesa despreciada -1

La vez aquella que la noche anterior tuve yo esos sueños tan malos, me lo pasé muy triste todo el día. Muy preocupada. Aunque estaba algo tranquila porque al despertarme ya comprendí que es que lo había soñado. Que no me había sucedido sino que era un sueño. Sin embargo, yo aquel día todo él me lo pasé triste. Y mi abuela, empezó a consolarme como hacía siempre, diciéndome: “Hijica mía, porque ella muchas veces me llamaba así, hijica, ya has visto que es un sueño. Que no tiene mayor importancia. ¿Quieres que te cuente un cuento y así te olvidas de esos sueños que tanto te han hecho sufrir esta noche?” Y yo respondí: “¡Sí, sí madre Asunción!” Porque a mí me gustaban mucho los cuentos que me contaba mi abuela.

Pero enseguida le dije: “Madre Asunción, si es que los cuentos ya me los ha contado usted todos y tantas veces que me los sé de memoria”. Y entonces me contestó ella: “No hijica, tengo uno que nunca te lo quise contar porque es triste. A mí siempre me gusta contarte cosas que te pongan contentica. Y este cuento no te lo he dicho nunca por esto: porque es triste aunque muy bello. Pero ahora pienso que un cuento triste puede servir para quitarte la tristeza que tú hoy tienes en tu alma. ¿Quieres que te lo cuente?” Y yo: “Sí, sí madre, cuénteme usted ese cuento triste”.

Y entonces mi abuela empezó a decirme así: “Había una vez unos reyes extremadamente bondadosos que reinaban en un país pequeñico en tierras muy lejanas. El país, aunque era pequeño, poseía todo lo que se puede ambicionar y tener en un reino para ser feliz. Lo primero que procuraba, aquel bondadoso rey junto con su esposa la reina, era que en su país hubiera paz. Y él sabía muy bien que el principio de la paz era el amor y la justicia. Y esto es lo que aquel rey siempre procuraba. Que empezando por su familia, para que así transcendiera a sus vasallos, hubiera amor y del amor ya emanaba la justicia y la paz.

Ellos sabían que la guerra era mala para todo el mundo. Que la guerra era un juego malo en el que todos perdían incluso aquel que creía que ganaba. Y por este motivo este rey tenía mucho cuidado de estar en paz con todos los países vecinos. Mantenía relaciones pacíficas con todo el mundo y hasta muchas veces hacía de arbitro entre aquellos países que no se ponían de acuerdo. Siempre procurando el bien para todos los países fronterizos pero si alguna diferencia existía que él ya no podía solucionar, se mantenía neutral y no intervenía. Respetaba a todos los otros países y a todos los otros reyes y así conseguía que su país fuera respetado también. “Respeta y ama y así serás respetado y amado”, era otro de sus lemas.

Se preocupaba de educar a su príncipe heredero y a los demás miembros de su familia siempre diciéndoles que un rey debía procurar ser querido en lugar de ser temido. Que un reino que se basaba en el amor era mucho más feliz y próspero que el que se basaba en el temor. Por esto en aquel país no se conocían las cárceles, porque no hacía falta, no había delincuentes.

Y era un país, como te he dicho, pequeñico. No había ricos grandes, con desmesuradas fortunas pero tampoco pobre indigentes. Porque todo se repartía equitativamente y con justicia. Ya tenía buen cuidado el rey de que así sucediera. Y siempre con la colaboración de su esposa la reina, mujer de exquisita virtud. Así los hijos iban tomando el ejemplo del padre y todo indicaba que el sucesor podría ser tan buen rey como el padre.

En aquella familia también vivía la madre de la reina. Honrada señora, de gran virtud, descendiente de una noble familia real que con el tiempo fue oscurecida y venida a menos. Pero en su sangre lo llevaba. Esta señora viuda terminó de vivir su ancianidad en la compañía de los suyos. Se preocupaba de esas cosas menudas que parecen que no tienen importancia en una casa y, sin embargo, necesitan atención. De los niños y todos esos detalles pequeñicos que la reina, por sus grandes quehaceres, no podía atender. La abuela Brunilda, era la que se preocupaba de aquellos menesteres.

Y con especial atención cuidaba a una pequeña princesa, que era la que parecía que en la casa tenía menos importancia porque nunca iba a ser reina. Era una princesica poco importante y por esto mismo, la abuela Brunilda, le tenía especial cariño. Cuando nació esta niña la bautizaron con el nombre de Linda Flor. Y hasta parecía que el nombre le venía a su medida, porque eso parecía ella: una florecilla que correteaba, en sus juegos, por entre las bellas flores que crecían en aquel país.

A esta niña, princesa sencilla, le atraía en especial, las flores blancas y entre todas, las que más le gustaban, eran las margaritas. Se mezclaba a jugar con las niñas de los pastores y entonces, estas niñas, se sentían engrandecidas, como si ellas fueran princesas y la princesilla, se sentía igual a las niñas de los pastores. Era querida por todo el mundo. Valía tan poquita cosa, que en todos sitios cabía y a nadie oscurecía. A todo el mundo le alegraba tenerla a su lado. “Una pastorcilla no es menos, en nada, a la hija de un rey”, le decía el padre a Linda Flor.

Las niñas y los pastores, le llevaban manojos de flores silvestres que cogían por el campo porque sabían que precisamente esto era unas de las cosas que más le gustaba a la princesa sencilla y por esto, cariñosamente, le pusieron un sobrenombre: Margarita. Ya desde aquel momento todo el mundo empezó a conocerla con el nombre de la princesa Margarita.

Tan felices como eran, los habitantes de aquel país, con sus tierras donde no faltaba de nada: ríos claros, arroyos, fuentes, árboles, frutos naturales de su tierra. Todo sencillo, todo humilde pero limpio y lleno de amor y sin que hiciera falta nada más. Y sobre todas aquellas cosas, el amor y la preocupación del rey para que la paz no fuera perturbada por ninguna actitud o elemento extraño o egoísta. Y como todos eran creyentes, confiaban en su rey y en que su Dios estaba siempre con ellos.

Pero la envidia, la ambición de los poderosos, les acechaba. Un día, un bárbaro despiadado, poderoso, con un ejercito bruto y cruel, entró a sangre y fuego, arrollando las tierras y paisajes de este pequeño país. Lo destruyó, lo arrasó, lo incendió y a sus reyes y familia, junto con la abuela y la princesa, los sacó de su palacio, los embarcó en una balsa vieja y de poca seguridad, les dio sólo unos cuantos alimentos para que pudieran vivir unos días y los soltó en el mar para que la barca los llevara a otras tierras lejanas.

Aquellos reyes en su barca vieja, no tuvieron más recurso que acudir a la oración y confiarse a la voluntad de Dios. Las olas los iban arrastrando y pasaron días, pasaron noches, mañanas y tardes hasta que un amanecer avistaron tierra y ni siquiera sabían de qué país se trataba. Era una tierra extraña para ellos de la cual nunca habían tenido noticias ni sabían que existía. Encalló la barca en aquellas playas de arena que parecían anunciar un mundo hermoso, se bajaron como pudieron, ya extenuados y lo primero que hicieron fue dar gracias a Dios de que por lo menos habían salvado la vida y estaban pisando tierras, al parecer, grandiosas y bellas.

Cuando descansaron un poco empezaron a entrarse en la tierra y enseguida vieron que era un país habitado. Que no era una isla desierta. Los habitantes de aquella tierra, al verlos, empezaron a salir a su encuentro mientras los miraban con mucha curiosidad pero viéndolos como estaban extenuados y hambriento, ninguno les prestó socorro. Los miraron, primero con sorpresa, después con hostilidad y luego con indiferencia. “¿A qué vendrán estos aquí?” Murmuraban por lo bajo, como sospechando o no deseando su presencia.

Unos parientes lejanos de esta familia de reyes, en otro país también lejano, supieron la suerte que había corrido su familia y entonces, como pudieron, les enviaron un modesto socorro con la intención de ayudarles un poco, de alguna manera. Con aquello, la familia real logró instalarse modestamente en una sencilla vivienda y pegados a unos rodales de tierras que también parecían buenas y a partir de aquel mismo momento, el rey, la reina, los príncipes herederos y la abuela, se pusieron a trabajar en el campo y a colaborar en las tareas para conseguir el alimento y así salir adelante.

Y mientras aquella nueva realidad iba desarrollándose, el rey reflexionaba y decía: “Si siempre procuré estar en paz con todo el mundo ¿por qué me han hecho esto? Yo no entiendo por qué”. Y la reina decía: “También yo lo procuré”. Y la abuelita añadía: “Ninguno lo comprendemos. No se puede comprender. Sólo Dios lo comprenderá. Nosotros no podemos pero así ha sucedido y así tenemos que aceptarlo. Puede que algún día, otros que vivan después, lo comprendan pero nosotros ahora mismo, no podemos”.

Así fue creciendo aquella niña que intentaba jugar con las otras niñas de aquel nuevo país y extraño, como jugaba con las pastorcillas de su reino y con las niñas de su edad. Pero aquellas niñas no quería jugar con ella. No la conocían. Ni siquiera sabían que era una princesa. Huían, unas se escondían, otras se mofaban de ella, otras le hacían gestos burlescos y nadie quería jugar con la princesita. Y la niña lloraba. Se refugiaba con su familia pero su familia todos estaban muy afanados ganándose el sustento que necesitaban ellos y la misma niña. La abuela sí se daba cuenta del dolor de aquella pequeña. Ella era la que la consolaba con sus caricias y diciendo: “No te preocupes mi pequeña Margarita, no te preocupes. Todo esto pasará”.

La niña fue creciendo. El ambiente hostil, continuó. Era un país aquel donde nunca había llegado nadie de otros países. Por esto no admitían que una persona extranjera pudiera vivir allí, en igualdad de condiciones que ellos. Querían ser solos. No querían a nadie extraño en su país. La princesa siguió creciendo y lo que en su país de origen le hubiera servido para ser feliz, en esta tierra lejana, le hizo más desgraciada. Y es que cuanto más crecía, más se convertía en una muchacha bella. Y entonces esto le sirvió para más sufrimiento. Porque al principio era indiferencia lo que sentían por ella, ahora lo que manifestaban aquellas niñas por ella, era envidia. Y esto fue otro nuevo tormento, porque la envidia trae muchos males.

Y a la muchacha no le quedó más consuelo que refugiarse en ella misma. Retraerse, ser un carácter huraño, tímida, introvertida. Y antes la apartaban ellas a ella y luego la niña se encerró en sí misma y fue ella la que se apartó de todo el mundo. Se quedó sólo con su fe, su abuela, su familia, sus labores, sus libros que la abuela bien se preocupaba para que no le faltaran.

Hasta que cierto día, la niña le manifestó a su abuela: “¡Qué injusto es esto que nos está sucediendo! Estoy pensando que tal vez algún día, si yo pudiera, tomaría venganza”. La abuelita, al oír a su nieta hablar de este modo, se asustó. Entendió que si la niña seguía pensando así, aunque fuera bella por fuera, podía volverse muy fea por dentro. Y a partir de aquel momento la abuelita se empezó a preocupar por ella con más dedicación que nunca, porque se dio cuenta lo mal que lo estaba pasando aquella niña.

Y un día le dijo: “¡Hijica mía! No pienses en eso. Yo también fui extraña en el país donde vivíamos antes con tus padres. Porque yo nací en otras tierras. Sin embargo, nunca sentí deseos de venganza. Cuando me viene la tristeza al corazón y añoro mi tierra, pienso en la familia de Nazaret que también tuvieron que salir huyendo a Egipto para que no les mataran a su hijo. Y la Virgen, nunca tuvo deseos de venganza. Cuando pudo, volvió a su tierra, siguió cumpliendo la voluntad de Dios pero nunca se vengó de nadie. Cuando te sientas mal, nunca pienses en la venganza”.

Y de este modo la abuelita la iba consolándola. Pero llegó un día que la abuela dejó esta tierra. La llamó Dios a su paraíso que bien ganado se lo tenía. Rodeada del amor de los suyos, la abuela fue enterrada en una tierra desconocida para ella. A partir de este día, la niña quedó más sola. Aunque seguía teniendo a sus padres y a sus hermanos pero nadie había entrando en el mundo de dolor de aquella princesa tanto como su abuela.

En aquella tierra se criaba mucho aquella flor que tan preferida había sido para ella y que le sirvió de apodo a su nombre: las margaritas. Desde el día de la muerte de su abuela, cada vez abrigaba más en su corazón, los deseos de venganza. Nunca era capaz de realizar ninguna acción pero siempre decía: “¡Si yo pudiera un día! Si yo un día pudiera devolveros lo que estáis haciendo conmigo. Porque si vosotros os vierais como yo, si os echaran de esta tierra, donde habéis nacido, si os deportaran a un país extranjero y pagarais el delito que estáis cometiendo conmigo, me alegraría para que supierais lo que es sentirse despreciada”.

Cuando se acordaba de su abuela, procuraba desechar aquellas ideas malas que poco a poco le iban minando el corazón. Ya una noche tuvo un sueño que fue el siguiente: Soñó que todas las margaritas de los campos y los jardines, se habían secado. Al otro día se levantó y empezó a mirar por todos sitios y descubrió que las flores seguían frescas y lozanas. Y entonces le pasó lo que a ti: que no entendía ella por qué había tenido aquel sueño malo y triste, en el fondo.

Unos días después, en la ventana de su habitación, se posó una paloma blanca que era muy hermosa. Batía las alas con mucha fuerza, como llamando la atención para que la niña dejara de pensar en aquellas ideas tristes que se la comían. Ella salía corriendo en busca de la paloma pero ésta se elevó rauda.

A la noche siguiente volvió a soñar otra vez que las margaritas y todas las demás flores, se secaban. Y que su abuela intentaba reanimarlas regándolas pero al final todas se secaron. Al día siguiente la niña empezó a pensar por qué soñaba aquello y por qué le ocurría que se secaban todas las flores. Otro día, entre los muchos que iba a la tumba de su a abuela, estando allí rezando y pensando despacio sobre aquellos sueños, vio que la paloma blanca revoloteaba por los aires.

Y aquel día, cual no fue su sorpresa que al llegar a la tumba de su abuela, vio que la tierra estaba cuajada de flores blancas que olían a un perfume que es distinto a todos los aromas que nunca se han olido sobre este suelo. Todas aquellas flores blancas eran margaritas que nadie ni había plantado ni regado pero allí estaban aquellas bellas margaritas.

Contemplando aquel prodigio que más parecía un puro sueño amable y dulce, se arrodilló y hundió la cara entre las flores regándolas con sus lágrimas. En estos momentos la paloma bajó, dio unos cuantos revuelos por encima y en el último de los revoloteos, cortó una margarita y se la llevó en el pico. La niña miró a la paloma y vio como se perdía por entre las grandes nubes blancas y el fondo del azul del cielo.

Fue en aquel momento cuando ella cayó en la cuenta que la abuela quería decirle que no eran las margaritas lo que se secaban en el mundo de sus sueños, sino las virtudes de su corazón: la bondad, la piedad, la caridad, el amor. Todo esto era lo que se iba secando en su corazón a medida que ganando terreno el deseo de venganzas contras las personas que la despreciaban y la trataban mal.

Y de pronto, le pareció oír la voz de su abuela que le decía: “Hijica, si tú quieres conservar las margaritas sin marchitar como yo todavía las conservo después de muerta y para la eternidad, tienes que desechar de tu alma la idea de venganza contra las personas que te tratan mal. Tienes que perdonar, no guardar rencor a nadie, ser bondadosa con todo el mundo aunque no lo sean contigo y amar, amar y amar. A partir de esta realidad, tu corazón se llenará de luz y alegría y las margaritas que tanto quieres y en tu sueño ves que se secan, volverán a ser lozanas como las que ves adornando mi tumba. Estas flores blancas que ahora vez en la tierra que me cubre, son los frutos del amor que siempre llevé en mi corazón”:

A partir de aquel día, la princesa siguió en su recogimiento alejada de todo el mundo, porque se sentía extraña entre las personas que le rodeaban pero siempre procuró que las flores que tanto había amado su abuela y cultivó hasta en el más mínimo detalle, que también siguieran floreciendo en su corazón. Porque de no ser así, lo que se secaba sobre la tierra era su propia alma y no las flores que veía en sus sueños.

El rey y la reina murieron también en este país extraño y los herederos, junto con la princesa Margarita, siguieron viviendo resignados con su destino y con el propósito hecho de no vengarse nunca de nadie y dejar en manos de Dios que tomara la justicia y obrara según su voluntad”.

Cuando terminó mi abuela de contarme este cuento, ella estaba llorando y yo también porque me dio mucha compasión aquella princesica que tanto sufrió. Y mi abuela me dijo: “¡Hijica mía! Nunca te había contado este cuento porque ya te dije que es muy triste pero si algún día tú te vieras como se vio la princesa Margarita, acuérdate de ella. No dejes que por nada en el mundo, el deseo de venganza ni ningún mal sentimiento, entre en tu corazón. Para que no se sequen las flores de tu alma como se estaban secando las que la princesa veía en sus sueños”.

Y entonces yo le dije a mi abuela: “¡Ay! Madre Asunción. Pero es mucha lástima que le pasara esto a esos reyes y a esa princesa”. Y mi abuela dijo: “Si un día a ti te llegara a suceder algo parecido a lo de la princesa Margarita, acuérdate de este cuento y nunca abrigues deseos de venganza contra nadie. Acepta siempre la voluntad de Dios que sólo El sabe como obrar con justicia” Y yo le seguí preguntando: “Madre Asunción ¿por qué pasan estas cosas en la vida y entre las personas?” A lo que ella dijo: “ ¡Si yo te lo pudiera responder! Pero mira: Cuando Jesús estaba en la cruz, en medio de la amargura de su agonía, sabiendo que moría inocente, le hizo una pregunta al Padre que dice así: Padre ¿por qué me has abandonado? Y no hubo respuesta.

La respuesta se la dio al tercer día cuando Cristo resucitó victorioso. Entonces tuvo Él la respuesta. ¿Cómo sabremos nosotros la respuesta a las angustias que a veces sufrimos en la vida? Sólo Dios lo sabe.

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