3.25.2007

OCHO RUTAS HISTORICAS LITERARIAS-7

7- LOS PASEOS:
Camino Viejo a Los Parrales

Las distancia:
De un punto a otro e incluyendo un corto paseo por entre las ruinas del cortijo de Los Parrales, es un kilómetro y medio, escaso.

El tiempo:
Desde el cortijo de Montillana a las ruinas del cortijo de Los Parrales, en un paso tranquilo para empaparse y gozar a fondo, no se tarda más de media hora.

El Camino: Este camino es un trozo del que hemos llevado a El Chorreón, pero en dirección al muro del pantano. Discurre por firme de tierra aunque, bastante roto por algunos sitos y algo mejor, por otros. Es este un paseo delicioso que nos dejará el espíritu lleno de paz.

El paisaje
El punto de partida de esta ruta, es el mismo cortijo de Montillana, pero en esta ocasión hacia el muro del Pantano del Tranco. Pinares y muchas zarzas y carrizales, por el arroyo de Montillana, es lo que nos encontramos al comienzo de este camino que es para recorrer a pie. Ya por el cortijo de Los Parrales, nos sorprende el paredón rocoso donde estuvo el cortijo con el mismo nombre y la preciosa vista del pantano al fondo. Desde este rincón arranca el libro: “En las Aguas del Pantano del Tranco”.

Lo que hay ahora:
Hoy es ya cuatro de abril, son las once de la mañana y está lloviendo. Estoy ahora mismo en el cortijo de la Hoya de la Sorda y aunque es sábado anterior al domingo de ramos, no se ve a nadie por aquí. Me encuentro justo frente a las ruinas de este cortijo entre el monte de lentisco y coscoja, con sus tallos brotados y su trama a punto de abrir. Está el campo precioso puesto que llueve y la hierba se muestra fresca y verde como la más pura esmeralda y en sus hojas se traban las frágiles gotitas de la fina lluvia que cae.

Las once y cuarto de la mañana y ya estoy por detrás del cortijo de Montillana. Sigue lloviendo. El pantano se ve muy poquito porque la niebla, no hay niebla sino más bien nieblina y la lluvia que está cayendo casi lo funden con las nubes que le cubren. Hoy es un día de los de verdad mágico, con las cumbres arropadas por estas nubes bajas y los barrancos con sus tonos oscuros. Las hierbecilla o la gran pradera de hierba que cubre las tierras alrededor del cortijo de Montillana, se viste con un traje de ensueño: toda chorreando y surgiendo con la fuerza de la mejor de las primaveras.

Al llegar al lugar doy una vuelta y me encuentro con una manada de ovejas metidas en el pequeño establo de tablas que han construido contras las paredes en ruinas del cortijo. La construcción está en su silencio, sola y bajo la lluvia que lo besa y la niebla que lo arropa, como en un misterio que se presenta antes mis ojos y al mismo tiempo se oculta a mi conocimiento como si desconfiara. Pero, aún así, es impresionante.

Recorro la era por donde entre la hierba todavía se ven las piedras que la empedraba y me vengo hacia el tocón del viejo álamo seco y ahora tronchado. Me vuelvo para atrás y miro a las ruinas del cortijo. Precioso y hoy más por tanta hierba como le rodea, las cumbres cubiertas de niebla y la lluvia derramándose mudamente. Las ruinas del cortijo por la parte de delante comidas por las zarzas que han nacido sobre la pared.

Los troncos de álamos caído y ya casi podridos, chorrean la lluvia, junto con las matas de la hierba espesa. Andar hoy por aquí es ponerse chorreando, pero es también un placer como pocos en este mundo y potenciado por el silencio de la mañana y la soledad de los paisajes. Me vengo por la parte de atrás que es por donde crece el fresno y los granados que están ya con sus hojas muy abiertas, pero todavía no tienen flores y me encuentro con el viejo lilo. Ya sí está cargado de flores frescas que al ser acariciadas por las finas gotas de la lluvia que mansa caen, parecieran las más bellas de cuantas flores brotaron nunca bajo el sol.

Aquí mismo y sobre las zarzas que pegan a las ruinas, los jabalíes esta noche han hecho de las suyas, porque la tierra está toda levantada y con la lluvia que le cae, casi barro. Corto unas cuantas ramas del viejo lilo para llevarme un recuerdo de aquel perfume que se prolonga a través del misterio, el silencio y la humedad que corre por las venas de la tierra y me voy por delante del cortijo.

En este momento estoy empapándome del olor de las ovejas que están aquí encerradas, el de la hierba mojada y la lluvia besándola, el de los pinos cercanos que también tienen sus flores abiertas, el olor de las hojas de los álamos recién brotadas porque ya sí es la primavera, el perfume de las lilas que acabo de coger y el olor de este cortijo aquí hundiéndose entre zarzas, frente a las aguas del pantano y sobre la tierra llana de la era. Y por si me faltara algo, ahora mismo, de las aguas de este pantano se me arranca una bandada de patos.

Es un día precioso, misterioso y profundo por la lluvia que lo impregna y las nubes que lo coronan. Las aguas del pantano en silencio y las otras laderas de enfrente, por donde reposan las aldeas hermanas de este cortijo, como si estuvieran fundiéndose con la tenue luz que se aplasta sobre los barrancos. La hierba, mucha con sus florecillas abiertas, el rumor del arroyo de Montillana que baja con su caño de agua hoy sí grueso y los pajarillos, a pesar del día apagado y la lluvia, que se les oyen en sus cantos dulces y revolotean a mi presencia como en un juego inmenso donde son parte esencial.

Ellos hoy y también la lluvia fina y la hierba, celebran conmigo la primavera recién estrenada en las tierras de este Valle que sigue perteneciendo a los que estuvieron y ya no se les ve. Quizá por esto es más precioso el día. Y ya desde aquí, el cerrillo por detrás de las ruinas, me voy poniendo en marcha en dirección al otro cortijo hermano y también derruido: el de Los Parrales.

Por la parte de atrás, existe como un cerrito y en todo lo alto también se ve la tierra llana. Da la impresión como si aquí también hubiera habido una era. Pero ahora se la come, además del gran manto de hierba, las retamas y las zarzas en una lucha silenciosa por querer que la vida siga presente donde tanto es la abundancia de muerte desde que ellos se marcharon.

En un día como el de hoy, desde luego que esta ruta de cortijo a cortijo, es de un encanto que no tiene parangón ni comparación con nada bajo el sol. No hay nadie, la lluvia cae mansamente, empapa la hierba verde y la vegetación que también está verde, porque ya toda ha brotado y entre ellos los majoletos, los fresnos, los lentiscos, las cornicabras, las zarzas. Y todo es realmente mágico, de tanta belleza, tanto recogimiento y tanto secreto.

Me aproximo al arroyo de Montillana y claro, ahora por la izquierda me queda como una pared de zarzas y es por aquí donde se abre el portillo que da paso a la llanura donde estaban las hornillas y la fuente cuando esto fue zona de acampada. Pasando el portillo, ya a un lado y otro, dos muros de juncos, zarzas, majoletos, esparragueras y lentiscos que me escoltan hasta justo cruzar el puente. Hoy Montillana, el arroyo, trae mucha más agua que otros días. La lluvia, aunque es menuda, ya está escurriendo y desde las altas cumbres de Beas, el arroyo la recoge.

Al cruzarlo, enseguida una llanura repoblada de álamos y como están brotados, se les ve reluciente de verde y con la lluvia que los lava, el color de las hojas nuevas, es más puro y fresco. Transmiten una sensación magnífica y única y al pasar junto a ellos, huelen con el perfume de lo puro aunque sea olor de álamos recién brotados. Los majoletos crecen aquí mismo, todavía algunos cubiertos con sus flores blancas y otros, vestidos tupidamente de hojas nuevas.

A la izquierda, el pequeño letrero de hace unos años: “Zona de acampada, clausurada”. Se ve la llanura y enseguida las aguas del pantano que vienen subiendo. Por ahí revolotean los patos que con esta lluvia y niebla y la tierra solitaria, hoy sí hay muchos. Y la llanura, a la izquierda, baja hasta las mismas aguas tapizada de hierba que se adornan con las perlas de las gotitas transparentes. Es impresionante de bonita.

Enseguida y muy suavemente, la pista comienza a remontar. Un roble a la izquierda, y ya nos va llevando plácidamente y, abrazados por la armonía que mana del bosque, hacia el rincón de Los Parrales. Las jaras blancas, han florecido y a muchas de ellas, se les ve con sus pétalos abiertos y otras flores algo más viejas, con la lluvia se han caído y se desparraman por la tierra, mojadas y rotas. Pero la lluvia, ¡ay que ver lo hermoso que está dejando el campo en esta mañana tranquila!

Va a ser una primavera, esta que entra, impresionante por estas tierras si el tiempo sigue fresco. El romero también permanece con sus flores aunque esta planta se viste con flores azules desde el mes de enero e incluso antes. Pero ha vuelto a florecer y, además, está brotado. Las coscojas que me encuentro por aquí, todas también con sus tallos nuevos. Ahora recuerdo una curiosidad de las hojas de esta planta. Son duras, con muchas púas y éstas tienen los bordes dentados. Dicen que lo de las púas es para defenderse de los animales que se la comen y lo de las hojas dentadas, indica que es una planta muy resistente tanto a los fríos como a los calores del verano. Muchos jaguarzos y retamas. Un bosque de pinos grandes por donde sube un poco la pista de tierra y esparragueras. Muchas esparragueras también a un lado y otro, de las cuales voy cortando algún espárrago verde y tierno.

De aquel año de sequía, que fue cuando este pantano se quedó casi seco, tengo un pequeñó texto que recogí al pasar por la curva de este pinar. Dice así: “A veces tienes la impresión de estar viviendo un sueño. Ves un paisaje y tienes la sensación como si lo conocieras de siempre. Hoy, esta tarde, al pasar por aquí, me ha ocurrido a mí esto. Tuve un sueño anoche y en él vi una pequeña senda que, desde el cortijo en lo alto del cerrillo, bajaba hacia el arroyuelo de la junta. Trazaba una curva en forma de media luna y conforme iba ciñéndose al barranco todo el rincón se llenaba de un misterio especial.

Sé el nombre del cortijo que se llama Valdegrillos y está en una finca que tiene también el mismo nombre, precisamente en las tierras que hoy son el núcleo del Parque Natural de Los Villares al norte de Córdoba. Pero el rincón que vi en el sueño no se parecía al que allí existe y es real. Me veía yendo por allí, pero los paisajes que en mi alma se reflejaban no eran aquellos.

Esta tarde, ahora mismo, en cuanto hemos llegado a la curva que esta pista da al pasar por este pinar, en cuanto penetramos por entre sus sombras, algo tiembla dentro de mi espíritu. Es éste el rincón que anoche vi en mi sueño. Pero ¿Cómo es posible si por aquí no he venido nunca? No conozco de nada este paisaje ni el camino ni el bosque ni las sombras húmedas que de él mana. Mas no me engaño: el arroyo, la ladera, el manantial en forma de fuente, casi todo y exactamente es lo que anoche recorrió mi mente mientras yo dormía. Y sobre todo, algo muy concreto: los parajes, todo el murmullo de aves aleteando, piando, trinando, resonaron anoche por mi mente mientras dormía y ahora están aquí, pero es que, además, ahora tengo la sensación que este rincón es el mismo de hace cuatrocientos años según las ordenanzas que se proclamaron por aquellas fechas:

“Otrosi ordenamos y mandamos que qualquier persona de nuestro término no siendo vecinos dellos cortaren y llevaren fuera sin licencia de nos el dicho concejo açores y otras aves y yeruas o mineros u otras cossas que son defendidas por nuestros fueros e por otras nuestras ordenanzas quelo haya perdido y pierda con más la bestias en que lo llevare y incurra en las demás penas de estas nuestras ordenanzas que son mil mars. por cada pie de siñuelo que sacare y llevare a lo mismo por las dichas aves e mineros y otras cossas que aplicamos donde ellas las aplican”.

A mí al menos, me parece eso: que a veces tengo la impresión de estar viviendo un sueño. Veo un paisaje y me digo que lo he soñado y cuando voy andando por él, ya no sé acertar si aquello es real o sueño”.

Remonto la cuestecilla hacia el pequeño arroyo que baja desde la Hoya de la Sorda y de entre los lentiscos y las coscojas he cortado ya ocho o diez espárragos grandes. Nada más cruzar el arroyo la pista remonta suavemente entre pinos grandes, mucha hierba y mucha retama. Algunas de ellas dobladas de flores amarillas oro y una encina a la derecha. Remonto más y a la izquierda muchos jaguarzos y sobre el tronco de un pino, un espárrago de tres metros de alto, todo blanco y tierno porque se esconde entre la sombre de este espeso bosque. Me salen de por aquí varios mirlos que llenan el momento con sus chillidos y a la derecha y puntalillo arriba, sube todo sembrado de jaras blancas que están cuajadas de flores rosa clarita y como la lluvia le cae, mudamente extienden un espectáculo delicioso.

Se allana un poco la pista a la izquierda y se ven las aguas del pantano al fondo. Cantan los pajarillos porque en este momento ha dejado de llover y el bosque, pues se espesa en una curva no muy pronunciada. Por aquí ya remontada sobre la ladera del cerro de la Hoya de la Sorda. Frente y por entre el roto de los pinos, se ven La Canalica y Fuente de la Higuera. Los pinos se amontonan junto a la pista, espesos indicando que fueron repoblados y una pequeña hondonada. Y están llenos de musgos. Esa pelusa larga y verdosa que al mojar la lluvia se torna tan verde que pareciera acabara de nacer ahora mismo. Es la pelusa que recogen por algunas zonas de este parque para extraer esencias.

La mañana está muy tranquila, no hay nadie y ahora caigo en la cuenta que ni en el camping aunque sean ya comienzo de las vacaciones de Semana Santa. Con esta lluvia las personas se han desanimado algo y de esto modo, no se llena tanto la sierra. Hacer una ruta como esta en un día como el de hoy, es pues, un puro privilegio.

Remonta un poco la pista, suavemente y sigue por entre el bosque de pinos carrascos y a la derecha, encinas y algún roble que también están ya brotados. Los jaguarzos ahora son los que cubren la ladera hacia arriba y como también están florecidos y sus flores son blancas, pues parece que sobre el verde intenso y lavado por la lluvia, hubiera caído una nevada y no lo hubiera cubierto todo, sino sólo con algunos puñados de copos blancos, por aquí y por allá. Es de ensueño.

Junto al camino un puñado de hierba espesa con su mil gotitas de lluvia trabadas. Los enebros también están ya con sus tallos nuevos que resaltan entre las otras hojas viejas que son más negras. Sobre salen, por entre los lentiscos, los tallos de la madreselva. Que como esta planta es trepadora los tallos nuevos son largos e intentan agarrarse a las ramas de las encinas o de las cornicabras. Mientras crecen y van buscando donde enredarse, son largos y finos con el color de lo tierno y delicado.

Baja ahora la pista, una piedra gorda que ha rodado del lado de arriba, sigue por entre el bosque de pinos, muy cerca de las aguas del pantano que no se ven con claridad por la espesura de las ramas. Por sus rotos, la espesura deja ver algunos trozos de las aguas. A esta altura, pero en todo lo hondo de pantano, estuvieron los cortijos del Soto de Arriba y Soto de Abajo. Al otro lado los olivos de Fuente de la Higuera y las casas.

Dos pinos casi igual de grandes y gruesos, al borde izquierdo de la pista. A la derecha el lentisco espeso, la hondonada y las retamas florecidas. En este caso, lo que se derrama por la ladera que sube, son retamas y como están florecidas, todo pareciera que se tiñen de oro que es el color de estas flores. El romero emerge por entre ellas con su pincelada de azul, algún roble surgiendo de un puñado de rocas vestidas de musgo y también pequeñas matas de lentisco nacido sobre la pura piedra.

Siguen con su canto los pajarillos y el paisaje de lo más dulce y beso para el espíritu. Sobre la pista, en los trozos llanos, se remansan charquitos de agua. Y por la ladera que me va escoltando, cuando desaparece el monte, a un lado y otro, se ve la tierra y como del suelo está brotando la primavera, la hierba la cubre con un esplendor verde profundo. Toda sigue bañada por completo de gotitas frágiles.

Una curva, la pista que baja y ya tengo, casi rebasado, las casas de Fuente de la Higuera. Frente se me va presentando el espigón que baja de la cumbre de Monteagudo y se hunde en las aguas del Pantano. Por ahí ya no hay olivos y lo que se acerca a las aguas, es el bosque de pinos. Por aquí, hacia la derecha y ladera arriba, los pinos son grandes y gruesos. Al cruzar otra hondonada un chorrillo de agua que cae a la alcantarilla y sale de aquí mismo: de entre unos juncos, juncia y rosales silvestres. De aquí mismo brota este pequeño chorrillo de agua.

Desde la hondonada la pista remonta un poco y aquí sobre ella, encuentro algo muy curioso: pequeños montoncitos de tierra roja que ha sido sacada por las hormigas como si estuvieran limpiando, cada una, su casa, porque llega la primavera. El pantano se me acerca mucho más según voy dando esta curva y a la derecha, remontando levemente, se ve la tierra desnuda de árboles. Adivino que estas son ya las tierras del cortijo de Los Parrales.

Lo primero, una higuera sobre el puntalillo. Está ya con sus hojas brotadas también y la ladera sin árboles, pues cubierta por completo por un manto de hierba. Se adivinan cerca las ruinas de aquel cortijo. Otra leve hondonada y remonta imperceptiblemente buscando las ruinas de aquel abrigo humano. Y justo abajo y a la izquierda, dos grandes fresnos y una roca que se inclinan ya casi al borde de las aguas del pantano.

Esta zona es más pendiente porque el valle por donde corría el río Hornos, se estrecha. Si por un milagro todavía vivieran aquí aquellas personas, hoy no podrían casi ni salir del cortijo porque las aguas remansadas llegan hasta la misma puerta. Y al mirar veo, sobre las rocas del filo del despeñadero, el mirador que construyeron por el lado del hotel, casi colgado. Justo cae encima de las ruinas de aquel cortijo.

Ha dado una curva la pista, se mete por entre un bosque de pinos que la escolta a un lado y otro, al frente me ha salido una bandada de palomas y ya veo las ruinas. Arriba y por debajo del mirador, las grandes rocas al resguardo de las cuales estaba levantado el cortijo y por la parte de abajo, más rocas, muchas zarzas e higueras. Unas enormes rocas que sobre salen y al frente, el espigón que baja desde la cumbre de Monteagudo hacia el pantano. Un espigón muy quebrado con una roca coronándolo.

Sigo avanzando y ahora subiré al cortijo. Y entonces bajo un poco, cortando por entre la roca y los troncos de los fresnos, muchas zarzas a la derecha y aquí ya las rocas y las aguas del pantano al alcance de mi mano. Me aparto de la pista, bajo por una sendilla estrecha, busco la roca que traza límite entre la tierra y las aguas y vengo a descansar justo a una pequeña llanura tapizada de hierba. Es precioso este rincón y ahora que lo miro despacio, hasta pienso que este punto pudo ser una de las eras.

Tres o cuatro espárragos sobre los troncos de los pinos, muchos arrendajos que arrancan vuelo formando gran escandalera y la llanura como si se hubiera abierto para recibirme. Aquí mismo, justo al borde total de las aguas, pero en la tierra de la era, dos troncos de álamos secos y también tronchados. Como si estos árboles también se hubieran negado seguir con vida al irse los que por la tierra vivían. Me acerco a las aguas y donde ya las olas menudas y transparentes se quiebran sobre la hierba que surge de la tierra, varias amapolas florecidas.

Las miro despacio y descubro que son rocas tobáceas todas las que por aquí ruedan y se amontonan. Se han desprendido desde la pared del despeñadero que es por donde cae la cascada y al lado de arriba mana la Fuente del Prao. Justo debajo del chorreadero de las cascadas, estaban las construcciones del cortijo. Sobre la pura piel de las rocas, descubro que han nacido zarzas, mucha hierba, dos o tres variedades de musgo y hasta un buen puñado de árnica. Té de roca, no veo.

Es precioso el borde que talla aquí junto a las aguas. Fueron tierras cultivadas por los que aquí vivieron y por eso siguen la presencia de álamos, higueras, granados y otros árboles que se resisten desaparecer. Ha nacido algún lentisco, algún majoleto y por lo demás, hierba verde mojada por la lluvia y espesa y alta. También muchos espárragos. Cojo cinco o seis en un rodalillo de nada.

Remonto hacia el rinconcito donde estaban los cortijos. Y lo hago sin dejar de coger espárragos a un lado y otro. Mientras me va acompañando el verde de la hierba intenso y limpio y el canto de los mirlos. Como ha dejado de llover, ahora ellos pues parece que saludaran al día que la creación les ha regalado. Es un canto suave y agradable.

Miro hacia arriba, veo a las higueras y por entre ellas, saliendo, las ruinas. No hay nada más que hierba, los pinos que sembraron, algunas higueras secas que llaman la atención por lo verde que se les ve a las otras, fresnos, por entre las higueras, muchas zarzas y hierba espesa y quemando de verde fresco y limpio. Me llega casi hasta la rodilla y por eso, tantos mis pies como los zapatos y los pantalones, los tengo chorreando y trabado en ellos, los pétalos de las florecillas que voy pisando.
Subo, un roble pequeño, grandes lentiscos y muchas zarzas. He remontado y salgo a la segunda era que debió ser la primera por el lugar donde está y lo grande. Desde aquí, la visión hacia el rincón de las ruinas, muy hermoso. Apenas veo las paredes porque las cubren los robles, las zarzas, las higueras y muchos lentiscos. La hierba en la ladera, se espesa y ahora lo que veo son muchos hinojos. Están ya también brotados y bañados por el agua. Las higueras tienen ya sus frutos trabados en las ramas y las hojas empiezan a ensancharse. Los granados, pues todavía tienen la cáscara, ya podrida, de las granadas viejas del otoño pasado.

Desde la era me voy aproximando a las ruinas del cortijo y siento por ahí caer un chorrillo de agua. Las ruinas están aquí, bajo una roca, por completo caídas. La roca les protege por el lado de arriba, un pino que sale de entre ellas, desde la roca cuelga un gran lentisco y una zarza que ha nacido en la base. Luego, muchas higueras repletas de higos con las hojas brotadas, lentiscos, cornicabras e hierba espesa por todo el suelo. La roca que tiene por el lado de arriba, se ve que les servía incluso de pared y por aquí, como si tuviera una chimenea.

Me muevo por el lado de abajo y no hay nada más que higueras, todas asilvestradas, muchas ramas, pero muy verdes y con muchos higos. Y la tierra, con hierba casi de medio metro y chorreando por la lluvia que le ha caído. Me vengo por esta parte de abajo, salvo las higueras y remonto otra vez hacia las ruinas que por aquí parecen como si fueran más grandes.

Veo un gran fresno y la puerta del cortijo, con sus maderas todavía por arriba y las dos ventanas a los lados, con una tercera, aún más reducida y un pino saliendo de entre los escombres de las ruinas. Era este un cortijo bello. Por la parte de arriba, según estoy mirando hacia las cumbres de Beas, está el fresno. Un gran árbol viejo emergiendo de entre unas rocas negras y al frente, otras rocas más grandes que presentan incluso una cueva. Y la llanura que hay delante, desde donde estoy mirando, repleta de hierba de medio metro y entre ella, muchos hinojos.

He remontado como una pared y ya estoy casi en la misma puerta de un metro. Se ve, bueno pues, toda caída, comidas por el gran lentisco que ha crecido en la misma puerta, las dos ventanas abiertas con su agujero mirando hacia lo que fue el valle. Me asomo por el roto de lo que fue la puerta y lo único que veo dentro es otro lentisco que cubre con sus ramas todo lo que fue la casa por dentro. La pared de roca de la parte de arriba. El lentisco tiene sus flores a punto de abrirse y reluce de verde.

Entre otras cosas y los recuerdos imborrables que permanecen en su silencio, en cuanto termine de explotar la primavera y se levanten las nubes y salga el sol, todo el monte que cubre, arropa o envuelve las ruinas de aquellas viviendas, se llenará de mil florecillas. Por entre cada una de estas florecillas revolotearán las abejas en busca de su gotita de mil y del polen que las cubre.

Por la roca que hay por delante de lo que fue la puerta del cortijo, un poco hacia donde se pone el sol, se extienden los tallos de las parras. Aquellas viejas parras que ellos tanto cuidaban para que les dieran su vino. Una de ellas, todavía sigue por aquí engarbada a las ramas de una gruesa cornicabra. Y estos vigorosos tallos de parras ya tienen sus pequeños racimos de uvas que, como en aquellos tiempos, el sol del verano irá madurando.

Una esparraguera por el lado izquierdo según voy subiendo, otra higuera por el rincón, muchas zarzas y sobre la roca del fresno, una pared por la parte de abajo que seguro era el corral para los animales y el hueco de la roca, ahumado. Ahí crecía un granado que se ha secado. Las ramas del fresno arropan todo el rincón tiñéndolo de sombra y oscuridad. Y arriba, en los agueros de esta gran roca de toba, crecen algunas matas de esparto. Por el lado en que se pone el sol, la misma roca presente otra cueva más pequeña.

Atravieso como puedo y la hierba espesa y alta. Bordeo la roca y descubro más ruinas de construcciones. La gran roca tobácea, negra todavía de aquel humo, comida por las zarzas y más hundida, oscura y verde por la lluvia y las ramas del fresno. Remonto y ya estoy por la parte alta del tronco de este viejo fresno que se retuerce hermoso y como cansado hacia las aguas del pantano. Tiene en su base las zarzas amontonadas y podridas entre otras ramas secas y ahora es cuando quisiera preguntarle, mientras acaricio su tronco, por la presencia y vida de aquellas personas que tanto lo mimaron a lo largo de tantísimo tiempo. No me responde porque él, igual que yo, tiene su pacto de silencio con la eternidad de los sentimientos y las cosas.

Subo algo más y ya me dejo abajo el fresno con su roca negra, pegado a las ruinas del cortijo y aquí otra pequeña llanura. Cornicabras, muchas zarzas, el rumor de la cascada que me rebasa, los trinos de varios pajarillos y mi pequeñez en el centro de este verde rincón que no transmite muerte sino luz y belleza que se toca con el cielo.

Sobre la gran pared que caen desde lo alto y forma como un escalón, otra construcción, también bastante rota y justo pegada el despeñadero. La roca se muestra con tonos rojos y las señales de haber corrido agua por ahí, en otros tiempos. Siento la cascada, pero me queda más a mi izquierda que es por donde cae el arroyuelo que baja desde la Fuente del Prao. Y como este farallón rocoso mira al sol de la mañana, toda la inmensa roca está cubierta de pequeñas macetas de una mata herbácea redonda y florecida. Muestra muchas florecillas diminutas con tonos blancos tirando a rosado.

La lluvia ha comenzado a caer de nuevo y según me voy acercando a las segundas ruinas oigo con más claridad el agua que chorrea. Es un escalón de rocas que la montaña tiene por aquí, muy parecidas a como son las de El Chorreón y contra estas rocas levantaron el cortijo y esta segunda construcción para encerrar a los animales. Remonto y ya estoy por el lado de arriba de la pared. Ahora veo más claro que esto debió ser una tinada para encerrar animales. Crece una cornicabra y mucha hierba entre la pared y las rocas. Y por aquí mismo, arranca o llega, lo que seguro fue el camino que en aquellos tiempos venía desde la Hoya de la Sorda.

Desde aquí mirando hacia el pantano, una vista esplendorosa de Monteagudo y toda la ladera que cae hacia lo que fue la Junta de los Ríos. La ladera de Fuente de la Higuera hasta el arroyo y las casas. La higuera que tengo a mi lado es grandísima y está repleta de higos. Sigue lloviendo y con el rumor de la cascada que se despeña y sobre este bosque inmenso de hojas verdes, está pues eso, cayendo la lluvia, el silencio del día, la soledad y el recuerdo. Por encima revolotean
algunos cuervos y al pasar graznan como si quisieran decirme algo.

En aquellos años en que empezó lo del pantano, quizá todavía y puede que durante un tiempo, pareciera, parece y parecerá que quien ganó fue el pantano y los desmontados, arrancados de sus raíces y hasta borrados en sus huellas por estos rincones, fueron ellos: los humildes y pequeños ¿pero no se abrirá un día el gran libro de la verdad suprema y se verá que el triunfo es a la inversa? ¿No se intuye, más allá de lo que pueden ver los ojos y escudriñar la mente humana que lo que ahora parece éxito y triunfo, puede ser fracaso y destrucción final mientras que el dolor de los pequeños y su insignificante verdad, será lo eternamente hermoso y bello?

Desde este rincón verde y entre las ruinas de lo que fue grande, miro las aguas remansadas y contemplo las gotas de lluvia caer. Y con el paladar del alma, saboreo un gozo dulce y positivo que mana y me lo presta el latido de lo eterno y en ello, Dios que está aquí presente. Y hoy, sé que este dulzor profundo y nítido, es más real y positivo que todas las imágenes que puedan contemplar con mis ojos y analizar mi mente.

Quizá por esto y en este momento, viéndome en la fina lluvia que va empapando la tierra y se hace perlas de luz en las hojas de la hierba, el único deseo que tengo en el alma, es el de fundirme con este silencio y el verde que reflejan las hojas del bosque y con el silencio de aquellos que aquí vivieron y ya no están, dejarme ir y hacerme luz con la luz del sol y morir limpiamente con las gotas que mansas caen. Esto es lo que ahora mismo quiero porque intuyo y sé que esta realidad intangible es la puramente verdadera y cuyo nombre rotundo y cierto es Dios y en su centro, la eternidad.

No hay más y ahora bien lo sé y por eso digo que el triunfo que proclaman las ruinas y las aguas del pantano, es distinto al que parece. De aquí que en este momento quiera irme con la lluvia que riega el campo y el canto del pajarillo que revolotea por el rincón. Es un instante supremo y estoy viendo el camino y sintiendo la música de la voz que me llama y quiere y palpo que ahí, está la gran verdad y ellos y la meta final con todo en su exacta belleza y perfección, según saboreo en mi alma y desde la soledad de la tierra, a chorros bebo.

La fragancia eterna:
A ella se le ve subir por los caminos que surcan la tierra y al poco, se le ve entrar al cortijo que arropan los pinos y como ella, hoy al igual tantos días, sí trae su tragedia propia en el alma que le hace bella, también hoy como tantos días, se olvida de su dolor y en cuanto llega a la casa se interesa por le hermana aquella y luego por los pequeños de la otra hermana y por el muchacho y después, por las cosas de la cosecha y por el dolor del padre amado y por la salud de la reina abuela.
- Pues aquí vamos tirando, que no es poco y amontonando cada día un grano de arena en la ilusión que traemos entre manos, pero tú ¿cómo es que siempre estás en las penas de los otros y las tuyas, como si no existieran?
Y la hermosa hermana:
- Las tengo y las llevo por dentro, pero sabes que desde pequeña me enseñaron a bordar sencillas letras que forman palabras hermosas porque al fin y al cabo, si bordar la vida es nuestra obligación, hacerlo correcto y con amor ¿qué trabajo cuesta?

Y durante un rato más, se le ve dentro del cortijo rodeada de las personas buenas que le expresan su cariño y le dicen que la quieren por ser ella tan alegre y hermosa, no hablando nunca de su dolor y sí pendiente de las otras penas y por eso esta mañana, como tantas otras por esta Vega, alrededor suyo y en el cortijo, todo parece una fiesta simplemente porque ahí entre ellos y bien cerca y a pesar de su hermosura, no se habla de otra cosa sino del dolor de los presentes menos del de ella.

- Esta hermana humilde que parece una princesa hay que ver cuánto entusiasmo contagia, sólo verla.
Dicen las personas del cortijo y a estas palabras contesta sincera:
- Todos y, en esta lucha con la tierra, estamos como escribiendo un libro y en ello se nos va el afán diario y la ilusión y los sueños y hasta la salud y las fuerzas, pero ya sabes que lo importante es que al final, en ese libro, las letras contengan y expresen grandes mensajes porque ese es el único tesoro que, después de todo, queda.
- ¿Y quién nos leerá ese libro que tú dices, a diario vamos escribiendo, aunque no sepamos, a nuestro paso por la tierra?
- ¡Quién va a ser, mujer, sino el Dios supremo que es el dueño y el maestro y el Padre Bueno que nos quiere, cuida y besa?

Y al poco, a ella, se le ve caminando por los sencillos caminos que surcan la grandiosa Vega y dejando tras de sí, una aureola de perfume y, en los corazones de los amigos pobres, el entusiasmo y la luz que alumbra e indica el camino que atraviesa la vida y tierra y lleva a la región de lo eterno, que es donde el dolor de los humildes, son letras de oro y luz purísima que exhala sagrada esencia.

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