8.06.2007

Rutas para la historia-1

GRANDES RUTAS
POR LA SIERRA PROFUNDA
- Río Aguasmulas 27-6-98
Los Bonales, Junta y Casas de las Tablas, Cortijo
y Piedra del Mulón, La Fresnedilla, Nacimiento

La distancia
Desde donde dejo el coche, justo en la casa forestal de los Bonales hasta el cortijo en ruinas de la Fresnedilla, son doce kilómetros y medio. Pero hay que descontar tres kilómetros y medio que es justo en el punto de la Casa de los Bonales porque empieza a contar donde la pista se desvía de la carretera asfaltada al pantano del Tranco. En total, ida y vuelta, esta ruta tiene un paseo de unos veinte kilómetros. Mi aparato ha marcado sólo trece kilómetros y eso que tengo un trozo añadido por el lugar de Casas de las Tablas.

Desde la carretera asfaltada hasta los Bonales: 3,5 Km
A la casa de las Tablas, desde los Bonales: 0,6 Km
Desde los Bonales a la primera gran curva: 4,6 Km
El trozo de curvas remontando tiene 2,5 Km
desde los Bonales al cortijo del la Fresnedilla: 9,7 Km
Desviación por la casa forestal del Quejigal: 3 Km

El tiempo
En cinco o seis horas se puede hacer esta ruta, pero lo ideal es jornada de un día completo para gozar con detalle, los infinitos rincones y matices que este hermosísimo río nos va presentando a lo largo de su recorrido. Merece la pena y lo recomiendo con interés, visitar despacio el rincón donde estuvieron construidas aquel puñado de viviendas serranas y que dieron en llamar Casa de las Tablas.

El Camino
Todo el recorrido es pista forestal de tierra, pero con un perfecto firme y remonta muy cómodamente desde un nivel de ochocientos metros hasta los mil cien. Por el rincón de Casas de las Tablas, el paseo discurre pegado a la corriente del arroyo de la Campana y toda la tierra se recoge en una preciosa llanura que no supera los novecientos metros.

Sólo al final, desde la casa de la Fresnedilla hasta el nacimiento del río, hay un trozo algo complicado. No se conserva por aquí ningún trozo de senda de aquellos tiempos y el recodo por donde se presentan los primeros manantiales de este río, se embuten en las laderas de la gran cuerda de las Banderillas y por eso, es tan agreste el terreno. La subida al cortijo del Mulón, si encuentra la vieja senda, tampoco presenta ningún problema.

El Paisaje
De la carretera asfaltada, se aparta la pista de tierra que viene hasta la piscifactoría del río Aguasmulas. Cruza el Guadalquivir a la altura de los Llanos de Arance, acompaña al cauce por el lado derecho según bajamos y al dar unas curvas, penetra en el barranco del río que vamos buscando. Podría ser gemelo del Borosa, pero con su personalidad propia, su clara corriente única y sus rincones mágicos, repletos de verde, luces, sombras, silencios y vida amable, yo digo que este río no tiene igual en toda la sierra.

Justo en la casa forestal de los Bonales, la cadena cierra la pista y aquí mismo el surco que el río tiene tallado en las laderas, se abre ampliamente para darnos paso pista arriba en busca de los rincones de ensueño que junto a la corriente, se retienen. Espesa vegetación de pinares, madroñeras, encinas y enebros, por las dos grandes laderas que nos acompañan a los lados. La junta del arroyo de la Campana, en una hermosísima llanura cuajada de vegetación, nos da la bienvenida y nos presta un puñado de su esplendor para que se nos anime el alma.

Desde este punto, la pista sube siempre por la izquierda del río y lo primero, por la derecha, es la imponente figura de pico del Mulón. Se nos va presentando cadenciosamente hasta que, sobre el kilómetro ocho, llegamos a superarlo. El macizo de la robusta cuerda de las Banderillas y las escarpadas laderas que desde ella caen hacia la vertiente del río que recorremos, nos Irán racionando el asombro y la belleza.

Remontadas las cerradas curvas del último tramo de la pista, nos asomamos al barranco, ya bastante cerca de su fuente primera y el descanso se nos hace placer sobre el espíritu desde la pista llaneando frente al profundo barranco por donde salta el río. Siempre al frente y por la derecha, la figura de la inmensa cuerda del Banderillas por momentos más cerca y en unos metros más, el mágico recodo de la cuna de este torrente. Al frente se adivinan los manantiales brotando de las escarpadas laderas y por la izquierda, los arroyuelos rozando las viejas paredes de las casas de las Fresnedilla y las milenarias nogueras, lumbreras en forma de concentradas primaveras, de aquellos tiempos.

Lo que hay ahora
En el kilómetro cinco cuatrocientos desde la Torre del Vinagre de la carretera que va al pantano del Tranco y a la derecha, se desvía la pista de tierra. Traza una curva para la izquierda, por la derecha le han puesto una valla de palos, recorre la llanura y atraviesa el río por el puente de cemento donde anidan las golondrinas. Justo a la entrada de este puente le han puesto unos letreros para informar que por aquí pasa una GR, Grades Rutas, y es la 7. Es algo que viene empujado desde el término, pueblo y aldeas de Santiago de la Espada. La ruta que voy a describir discurre toda ella por tierras del pueblo que he dicho y son Sierra de Segura. Ahora también le han construido al río una pequeña pared de contención. Cuando termina de salir del puente, por el lado del camping, traza una curva. El otro año vino una tormenta y se llevó mucho camping por delante. Le han construido un muro de piedras, alambre y arena para sujetar la corriente, desviándola para el lado de la carretera asfaltada.

Por la izquierda queda la valla del camping, escondido entre pinos, álamos y cipreses. Cuando lo construían conocí yo esta llanura que era simplemente tierras llanas en las riveras del río y, mucho antes, fueron fértiles huertas donde se daban muy bien los maizales, las patatas, los trigales y hasta los tomates y las calabazas gordas. Hoy no se ven muchas tiendas a pesar del mucho calor que por estas fechas ya está haciendo. Por la derecha me queda una amplia ladera llena de pinos.

Refulge todo de verde, pero rezumando una soledad melancólica tremenda. Muchos baches tiene esta pista de tierra que por la derecha del río según baja, recorre el llano del Curica. Juncos, muchos majoletos, gran cantidad de hierba mezclado con esta vegetación, crece mucho poleo. Que yo lo he cogido bastante veces y también he ayudado a recolectarlo a personas que vienen de otras regiones a llevarse sacos enteros. Es esta una llanura larga y ancha y al otro lado, entre la carretera asfaltada y el río, el campo de la Fuente de la Pascuala.

Un gran roble arropando la carretera, un fresno y por la izquierda, un trozo de pista que se mete hacia el llano buscando un redondel blanco pintado sobre la hierba para que aterrice el helicóptero. Miro al río y al verlo tan lleno hasta llego a creerme que se remansa en un charco largo y azul, pero no tardo en descubrir que son las aguas del pantano que, como está tan lleno, llegan por estas llanuras.

Al otro lado, aparece un trozo más de llanura que es donde instalan el campamento de los Brígidos. Oí decir que este año no han permitido campamentos y al mirar ahora descubro que no se ven tiendas ni presencia de personas. Dos pinos retorcidos aquí doblados para la carretera y kilómetro uno novecientos. Gira la pista para la izquierda y a continuación, a la derecha y ya se hunde para el surco del río Aguasmulas.

Cruza el puente que le construyeron para superar el torrente, las instalaciones de la piscifactoría por la derecha y según tengo entendido, aprovechando algunos de los edificios de un antiguo molino de los dos que en este río hubo, una caseta de construcción más moderna y que sirve para controlar las barreras de las pistas, porque justo aquí, se dividen. Al frente, sigue recorriendo la orilla del pantano hasta el arroyo de Montero y algo más. Por la derecha, se dobla la mía que es la que recorre el río Aguasmulas. Las dos tienen su barrera con candado y un letrero que advierte: “Control cerrado a la veintiuna treinta”. Justo aquí mismo han puesto otro letrero donde se puede leer lo de la Grande Ruta 7.

Gira para la derecha y este podría ser ya el comienzo del recorrido que hoy me planteo. Pero como ninguna cadena me impide el paso, sigo y ahora remonta empezando a quedar, por la derecha, el surco del río con las construcciones de la piscifactoría en la misma corriente. Justo el kilómetro tres de pista. Por la derecha me queda el puente y el surco que el río tiene tallando, con su paciencia y su monotonía dulce.

Los pinares se me presentan con toda su espesura por ambos lados. Al frente ya sobresale el fraile de las Banderillas. Atravieso un espigón de rocas y aparece una llanura y aquí se encuentra la cadena cortando el paso. Es justo donde se alza la casa forestal de los Bonales y corre una fuente de agua clara y fresca. Me paro, me preparo y antes de arrancar, otro coche se para con un solo ocupante. Me entretengo para que arranque y se vaya por delante y a los diez minutos, arranco.

Son las once y veinte de la mañana y me pongo en camino, pista arriba en busca del nacimiento de este, para mí, entrañable y soñado río. Y lo primero, es traer a mi presencia al que me da la vida y me regala los paisajes que ahora tengo antes mis ojos y desde lo más sincero de mi corazón, le digo que hoy, como si fuera el último momento de mi existencia pisando las tierras de este planeta. Y por eso el rincón se me abre tan grandioso y hermano. Como si me estuviera gritando: “Te estaba esperando y qué bien que hayas llegado. Avanza y emborráchate de la esencia que concentrada tengo en mi corazón. Puede que sí sea el último instante de tus pies pisando tierra y a continuación, el encuentro definitivo con el que tanto quieres y tanto has llamado a lo largo de tantos días inciertos y grises”.

Me saluda la estructura pétrea de la casa forestal, el chorrillo de agua cristal que sale por el caño y corre por la cuneta, el monte espeso por los dos lados y por la derecha, la figura elevada del cerro Morra de Abajo. Llega este pico a novecientos cincuenta y tres metros y a continuación se eleva la Morra de Arriba con mil ciento cuarenta y seis y luego el Cerro de la Bandera que llega a mil doscientos cuarenta y cuatro. El orden de los nombres de estos montes me parece que está cambiado en algunos mapas.

La casa se encuentra cerrada, sin nadie que la ocupe, una alberca de agua aquí mismo y en lo alto del muro, una rana tomando el sol. Cantan desesperadas las chicharras. El muchacho que ha llegado, ya sube por delante y a buen ritmo. Desde esta primera curva, sigo viendo al frente el fraile de las Banderillas. La mejorana ya está florecida y por la izquierda, una espigón de rocas que hace como de balcón hacia el río.

Varias higueras me saludan y ahora descubro que el río desde este camino, queda bastante en lo hondo. Esta ladera por donde se clava la pista, tiene un buen desnivel. Me desplazo sobre la curva maestra de los ochocientos metros de altura y a menos de ochocientos metros en línea recta y por mi izquierda, me corona el cerro de Cristóbal que tiene mil treinta y cinco metros. Las laderas que ha modelado este río, todas tienen una fuerte inclinación. Por eso el torrente del agua pasa por un surco tan estrecho que casi es una prolongada cerrada.

Miro para atrás y a lo lejos y sobre la cumbre de la sierra de las Villa, veo Peña Corva y Pedro Miguel, el Blanquillo. Como a unos trescientos metros, el río se encajona mucho más aún. De pronto, dos paredes de rocas a un lado y otro, formando una trinchera y por el centro pasa la corriente. Aquí se asoma la pista al río y para que no se caiga del todo, tuvieron que levantarle un muro de piedra casi desde la misma corriente.

También tuvieron que cortar las rocas para que la pista siguiera su avance y un trozo de roca dejado al borde, se erige como pedestal. Sobre ella escribieron el nombre del monte ordenado que le corresponde, pero aunque intento leer, no lo consigo por lo borrado que ya está. Quizá Malezas de la Campana. Tiene esta columna como unos doce metros de alta y arranca por el lado derecho y desde abajo. Le da compañía un bonito pino. Por el surco del río, a mi derecha y muy hundido, se ve subir una senda. Es la que ellos usaron a lo largo de muchos años para salir y entrar al hondo valle del río que voy a recorrer. La pista la hicieron después. Pero la senda que ellos tenían para venir al molino que hoy es piscifactoría y moler su trigo o cebada, iba y sigue yendo por el mismo cauce del río. Aun se ve, en la cerrada que por aquí modeló la corriente de las aguas, unos raíles de hierro. Son como los raíles que usan los trenes para correr por las vías. Tuvieron que ponerlos, en el profundo estrecho de la cerrada, para que la senda pasara de un lado a otro. Ya he dicho que la vereda iba por el mismo surco del río. Sobre estos raíles colocaron tablas para confeccionar un puente y ahora ya no hay tablas. El tiempo y las lluvias las han podrido y ya no es posible cruzar por este puente. Ello dará lugar a que esta senda se deje de usar cada vez más y así se perderá por completo y para siempre como tantas y tantas en estas sierras. Ya no la necesitan los serranos, pero los turistas podrían recorrerla y de alguna manera, conservar, durante algún tiempo más, pequeñas pinceladas de aquellas historia.

Cuando termina de cortar esta roca, para la izquierda traza una curva y ahora ya se alza, en vertical, una pared con varios espigones que se elevan. Baja levemente como si quisiera encontrarse con las aguas que se le ven más abiertas. Una senda que baja al cauce por la derecha, un gran álamo por donde la corriente salta, dos más también muy grandes y aquí se remansa en un charco azul precioso. Mucha arena que sirve de plata y a donde las personas acuden a bañarse y la espesura de una higuera bravía. Son estos los primeros metros del rincón llamado Casas de las Tablas.

Por la izquierda, un fresno justo por donde se levanta un puntal de rocas que viene del Cerro Cristóbal. Por la derecha, las tierras llanas donde estuvieron las casas de aquella aldea. Las higueras son las más visibles y todavía, menos asilvestradas. Hay por aquí un bonito charco donde los turistas se bañan mientras otros comen sentados sobre la tierra y entre las piedras que arrancaron para construir la pista que sube. Cuando las nieves se funde en las cumbres que coronan, por este río baja una buena corriente de agua limpia. Cuando llega el verano, algunos turistas vienen por aquí y además de empaparse de los paisajes y el bosque de pinos mezclados con parras y otros árboles frutales, se bañan en los charcos claros de esta inmaculada corriente. Por supuesto que estas aguas van al pantano del Tranco y luego desde ahí, a los pueblos de la Loma de Úbeda donde se la beben las personas que los habitan. Pero quizá los peces del pantano se coma todas las sustancias que dejan los turistas que se bañan en los cauces que dan aguas al gran pantano del Tranco. Quizá sea así y por eso nadie se muere ni se pone malo. En los tiempos que vivimos ya no hay materia prima para tantos y que ésta sea de la mejor calidad. Hay que conformarse con lo que se puede. Cantan las chicharras y cae el sol monótono. La soledad es aplastante. Casi quiero sentir el dolor clavado que aquellas personas tendrían de continuo en su alma. Y lo digo, porque aunque sé bien que estaban llenos de Dios y del cariño de los suyos, la tierra chorrea soledad y ellos la respiraban por todas partes.

A la derecha un gran pino con unas ramas largas y por la izquierda, una higuera en una ladera por donde ruedan las piedras de haber roto algunas de aquellas construcciones. Mucha mejorana, mucha hierba ya casi pasto, un granado pequeñito en flor y más higueras. Por la derecha, se aparta como una pista bastante confusa que busca cruzar el río e irse por las tierras llanas que el arroyo de la Campana ha depositado antes de fundirse con el río. Por estas tierras estuvieron las casas y los huertos.

Es una llanura muy amplia sembrada ahora de álamos. Huele a higueras, calienta con fuerza el sol, cantan las chicharras y la soledad me duele. Y es porque, a pesar de todo, lo que tanto necesito porque de sed se me muere el alma, no puedo beberlo plenamente.

Me aparto y me voy por esta vieja pista. El río le ofrece un vado para que pase, más granados con sus flores rojas abiertas y un puente de tabla para cruzar la corriente, siguiendo una senda. Me voy por la senda, atravieso el puente y ya parece que los estoy viendo en las huellas de la tierra y las piedras, de donde creo jamás se borrarán. Hay aquí excrementos de vacas y ahora me acuerdo del padre cuando vivió en la Cueva del Torno, en el cortijo del Mulón, después, luego en el poblado y ahora en el asilo de ancianos de Villanueva del Arzobispo.

Hasta las últimas fuerzas en las manos y los pies, él repartió su corazón con sus siempre amigas vacas. Y sé que cuando vivió en este rincón de la Casa de las Tablas, las cuidaba con el mayor esmero. Y también sé que su amor profundo y secreto, además de sus vacas, la cueva del Torno y el Mulón, fue su niña del alma. Me lo contó un día como la vivencia más dulce que en su alma guarda y me lo creí todo entero.

Remonta levemente la pista que es jorro para sacar madera y entrar con las máquinas a romper las paredes de aquellas casas, y antes de una reducida playa en el claro arroyo de la Campana, varios hierros a los lados. En ellos amarraron una cadena que cerraban con candado hasta que se pudrió. Me voy por el surco del arroyo y descubro que por estas tierras estuvieron las huertas. Son buenas tierras, llanas y tienen el agua que, en cantidad y clara, les presta el cauce. Varios álamos clavados verdes como testimonio de no sé qué y la fresca sombra de los fresnos.

Por la ladera que cae desde la cumbre del Mulón, una planta de pita. No me extraña, pero me llama la atención por lo escaso que esta planta es a lo ancho de la sierra. Las he visto en la aldea de los Villares, en el cortijo de la Cruz del Muchacho, cerca del Puente del Hacha y ahora aquí. La pita es una planta que le gusta mucho el sol y las tierras agrias.

Un vado menor, fresnos con las parras engarbadas y tan verdes y llenas de uvas menudas como lo estaban en aquellos tiempos. Por la derecha me queda un buen rodal de tierra llana, la ladera llena de aquellos pinos que sembraron y subiendo para el collado de las Tablas, un bello castellón sobresaliendo de entre el monte.

Trae bastante agua el arroyo y por aquí se abre en dos o tres corrientes por donde revolotea una libélula negra. Lo cruzo y la llanura grande. Me voy atravesándola siguiendo el deteriorado camino y por el lado derecho, me va quedando, mil parras engarbadas en todo lo que encuentran que son pinares, fresnos, robles, encinas, zarzas y madreselvas. Y el más grande de todos los fresnos se me presentan junto a la corriente y por entre sus ramas, la parra enredada y cubriendo medio mundo.

A la izquierda y al otro lado del arroyo, de la mitad para abajo, toda la ladera llena de higueras. Subo muy llanamente siguiendo el cauce del arroyo que ni siquiera parece remontar porque se queda por debajo de la curva de nivel de los setecientos metros y lo único que percibo es sólo rumor de agua, el canto de las chicharras y los chorros del sol quemando. Mucho verde, las ruinas de alguna construcción, las higueras clavadas en la solitaria tierra entre las parras y las zarzas, los granados florecidos, algún pajarillo como oropéndolas, mohínos, arrendajos, urracas y lo demás, soledad.

Remonta unos metros, por el centro baja un hilillo de agua, se ven álamos al fondo y por los bordes del chorrillo de agua, apiñadas las matas de poleo. Corto un tallo y lo huelo. Purísimo, pero transmite melancolía. Faltan ellos y como mi corazón lo sabe, no es feliz total. Se cierra algo el surco y se terminan las tierras llanas.

Una curva después de remontar la cuestecilla, la pista clavada por la ladera de la izquierda y justo en el mismo cauce del arroyo, las ruinas de lo que creo fue algún molino. Un muro en forma de pantano menor de los que en aquellos tiempos hicieron para sujetar la tierra que las corrientes arrastraban. Este pantano chico, ya está casi cegado de arena, piedras, tierra, juncos, aneas y zarzas. El agua rebosa por lo alto del muro con la misma placidez que viste al llegar por el arroyo.

Lo cruzo y hay aquí como una playa por completo llena de graba. Paso al lado izquierdo rozando un roble grande que se clava aquí mismo y ya piso y palpo, las ruinas de aquella casa serrana. Una esparraguera y no es que me sorprenda, pero con esta planta por el rincón, voy completando la anchura de la sierra. Me las tengo encontradas hasta en las cumbres más altas y en los rincones que menos me lo esperaba.

El tronco del robusto roble y una parra trepando por él, pero ya seca. Recorro las ruinas, alrededor del trozo de pared que en forma de muralla, todavía queda en pie por el lado de la piedra del Mulón. Todas las otras paredes que formaban la casa, quizá vivienda y molino, están desmoronadas. Sólo las piedras se amontonan por el lugar y ellas comidas de zarzas, hierba y enebros.

Por el trozo de pared que queda en pie, todavía puedo distinguir las señales donde estuvo la chimenea y la lacena. Muchas piedras de toba. Dos encina grande por el lado del arroyo, entre parras y algunos ciruelos. Doy unas vueltas por el rincón procurando que en mi cerebro se queda bien grabado y ya regreso. Cantan algunos pajarillos y de fondo, le acompaña el rumor de la corriente.

Ahora descubro que más abajo de donde construyeron este molino, en la ladera del Mulón, todavía clavan sus raíces dos o tres olivos, grandes y por completo verdes y solitarios. Si pudieran contarme lo que saben, cuánto no sería. Los árboles frutales que de ellos quedan por aquí, son ciruelos, parras, higueras, granados, olivos, cerezos y algunas nogueras y luego álamos que no puedo decir que pertenezcan a los serranos de aquellos tiempos, porque después que se fueran, los otros cambiaron mucho por estas sierras.

A la primera curva frente al Mulón
Ya subiendo por la pista camino del nacimiento del río, las últimas ruinas del cortijo donde vivió la familia que ahora conozco. Un gran cerezo viejo le da compañía y muchas zarzas que arropan a la corriente del río. Sube ahora remontando suave y buen firme y por la derecha, el río saltando. Baja metido en su surco y vestido de verde. Lentiscos, muchas zarzas, parras engarbadas en los álamos y los fresnos, algunos olivos por la ladera del Mulón, hierba y escoltando la pista, acacias.

Se abre el cauce y se ve bajando todo ancho, con el agua clara y las algas negras. Trae mucha agua. Por el lado del picón del Mulón, voy viendo las repisas de tierra que ellos cultivaban casi siempre pegado a las mismas aguas del río. A la altura del hito que tiene grabado el kilómetro cinco desde la pista asfaltada, por este lado, entre la pista y el río, más tierra llana donde ellos tuvieron sus hortales. Las higueras y las parras persisten aún, pero todo lo que para ello fue huerto, lo repoblaron de pinos. Se ven los cibantos sujetando a los bancales.

Un arroyuelo sin agua entrando por la izquierda con su puente de piedra. A los olivos me los encuentro ahora pegado a la misma pista y entre el río. Algunos con tres pies, altos, viejos y cargados de aceitunas, pero asilvestrados. Kilómetro dos cuatrocientos del aparato que traigo conmigo y del cual no me fío casi nada y por la derecha, un trozo de pista que se mete para el río.

Justo en este punto, al cauce le construyeron un muro de contención y como es alto y largo, se remansa el agua formando un precioso pantano totalmente cristalino. Más de la mitad ya está rellanado con la arena y graba que arrastran las aguas. Esta era la función para la que fue construido, pero como aquí por el río se abre un amplio vado, el muro salió de una longitud no corriente en estas construcciones y como ahora la arena lo ha rellenado, es poca el agua que retiene. Pero, aún así, retiene un buen charco que se muestra cristal, con matices verdes y azules. Y a este charco tan limpio, al caer las tardes de los veranos, en la primavera y otras fechas el año, los patos silvestres acuden en busca de alimento y tranquilidad. En más de una ocasión yo los he sorprendido nadando en estas aguas y tomando el sol en el hondo silencio del gran barranco. Pero los turista, y casi me incluyo entre ellos aunque por aquí vengo buscando otros placeres, no los dejamos en paz.

Justo de este punto del río, los que habitaban este rincón en aquellos tiempos, sacaron del río una acequia. Se la fueron llevando por aquel lado, el que se queda enfrentado a la pista que recorro, y según bajaba para la junta, se iba alzando por la ladera que cae desde la gran Piedra del Mulón. Rodeaba todo este puntal hasta llegar al otro arroyo, el de la Campana y así de este modo, desde la acequia o reguera, el agua iba saliendo para regar las terrazas de tierra que tallaron en la preciosa ladera. Fue una obra de ingeniería muy bonita, curiosa y bien trazada que todavía perdura algo. Sólo el canal por donde iba la acequia, las terrazas de tierra que ellos sembraban de hortalizas y otros productos y las ruinas de las casas que por ahí también había. Trazar una ruta siguiendo el recorrido de esta vieja acequia es emocionante y bonito.

Por encima de este embalse, a la derecha y muy alzada, ya me saluda la enorme piedra del Mulón. Durante una distancia bastante larga y antes del embalse, el cauce baja sereno total. Todavía me muevo por la curva de nivel de los setecientos metros. Y esto me indica que este río Aguasmulas, no es tan torrencial como tantas veces he oído. Se despega la pista del río girando hacia la izquierda por donde también queda arriba y pico de rocas y una gran ladera de pinos. Y como ya el sol está calienta mucho, huele ahora a lentisco y a resina de pinos.

Una cerrada grande y por lo hondo y al otro lado del río, veo un trozo de aquella vieja senda. Con el cauce la pista traza una curva obligada por un barranco menor y atraviesa un espigón rocoso. Por abajo, entre el río y la pista, tuvieron que construir una pared de piedra para sujetarla. Por aquí cerca se encuentra lo que él me dijo se llama la Asperilla Húmeda. Desde esta curva se ve preciosamente y al fondo, piedra Corva.

Gira para la izquierda por donde tuvieron que tallarla en la pura roca para que pudiera seguir y al mirar al frente, sobresaliendo al final, diviso el singular castellón del Toro, con sus dos frailes. Tiene mil cuatrocientos setenta y un metro y por eso destaca en el centro de todo el laberinto montañoso de estos barrancos. Pero el castellón del Toro destaca más todavía por la inmensa llanura rocosa que presenta en todo lo alto. Se recoge ahí un buen puñada de tierra fértil que la hermana que la hermana, sembró de trigo, segó y luego guardó por las noches para que no se lo comieran los animales.

Por detrás de este castellón, se encuentra el cortijo de la Fresnedilla y algo más arriba y en el barranco del recodo, nace este río. Por la cara que ahora mismo me mira, sobre la curva de nivel de los mil metros y en la última curva cerrada que traza la pista para ya irse en busca de su meta final, se encuentra la casa forestal del Quejigal y más elevado y por la derecha, el cortijo del Quejigal. Casi a mil doscientos metros. El cortijo del Mulón se encuentra a novecientos.

Ahora tengo más claro que la cumbre que se me levanta por la derecha, por el lado del norte con ladera repleta de bosque y por el lado de la salida del sol, casi cortado en vertical, es la impresionante piedra del Mulón. La pista baja un poco para el cauce y es justo cuando aparece el hito del kilómetro seis. Le tengo que restar tres y medio y me quedan dos y medio que es lo que he recorrido desde la casa de los Bonales. Mi aparato marca trescientos.

Baja cómodamente hasta hacerse llanura quedando por la izquierda la pared de rocas que viene cortando. Tiene mucha humedad esta pared por aquí y por eso en el centro de ella cuelgan muchas plantas de la flor de la viuda, abiertas. Y es que por este punto la pista va cortando la curva de nivel que va por los ochocientos metros. Un chorrillo de agua escurriendo por entre unas tobas. Asoma por lo alto en forma de abanico que empapa ampliamente todas las rocas donde crecen muchas plantas de esta flor de la viuda, mucha hierba y de entre ella, emergen los lirios y algunas orquídeas.

Por el centro de otro frente rocoso pasa la pista dejando trinchera a un lado y otro. Al cruzar el río por esta cerrada, tiene una cascada muy bonita. Una curva más para la derecha mientras sigue llana y al frente ya veo la cara color naranja de la Piedra del Mulón. Le da de frente el sol de la mañana y por eso se presenta como si estuviera ardiendo. Se alza tanto que parece una real torre.

Sigue la pista cortando bloques de rocas, pero siempre llana porque se prolonga por encima de la misma curva de nivel. Se pega mucho al río que baja por la derecha, hasta una distancia de cuatro o cinco metros. Se le ve de pronto bajando por entre los álamos, saltando por un trozo de lastras que, en el fondo, las aguas han pulido. Pero desciende suave formando pozas y cascadas deliciosas.

Ahí aquí un puente, por la izquierda llega un arroyo y antes de que este cauce se funda con el río, una llanura. Por este arroyo arriba, que es el del Hombre, sube un jorro. Muy profundo se le ve remontando y ahora recuerdo que casi al final, sobre la curva de nivel de los novecientos metros, hubo un cortijo que se llamaba del Hombre. También me sé la historia de donde arranca este nombre porque me la contó él, pero ya la tengo escrita en otro apartado.

Aquí mismo tiene una pequeña presa que está llena porque rebosa. Las Caracolillas de las Juntas se llama este rincón y tengo que decir que este cauce, se entrega al río con la más delicada suavidad. Por entre juncos, helechos, muchas zarzas, espesos pinos y las sombras. El río se hundió tanto atravesando estas montañas, que las únicas partes torrenciales las tiene en los mismos cimientos de las Banderillas.

Remonta un poquillo cortando otro espigón de nada y vuelve a tomar llanura. Kilómetros tres seiscientos cuarenta de mi aparato y a la izquierda me va quedando como una muralla de rocas que se ha ido rompiendo quedando alzadas sólo algunas torres pétreas. Junto a la pista queda una que tuvieron que cortar. De distingue desde aquí el recodo del río y el gran macizo del Banderillas. Al rebasar este espigón se ve el río abajo, hermosísimo, ancho y todo pletórico de transparencia. Se remansa en un charco y luego se desgrana por las cascadas.

Y me digo yo que aquellas personas que por aquí vivieron, ya muchas de ellas muertas y otras ancianas que se mueren en ciudades grandes y lejanas, asilos o casas, cuando por fin estas personas ancianas acaben de irse ¿qué les tendrá Dios preparado como premio? Con la cantidad de añoranza que ellos sienten y sintieron por sus tierras y estos rincones ¿no les premiará con algo parecido a lo que aquí dejaron para no pisar más en su etapa terrenal?

Y me sigo diciendo yo: si esto es así ¿qué tiene este mundo de ahora mismo, el de hoy, con su soledad, su belleza muda y aplastando, su tremendo sol quemando, sus hondísimos barrancos y sus amplísimos bosques, para que se parezca tanto al que ellos ansían desde las ciudades donde están desterrados y no es exactamente este? Si el mundo que ahora mismo piso es lo más próximo y parecido a la verdad final, entonces aquel donde ellos ahora están ¿qué es? ¿Hacia dónde va y que quiere? ¿Qué pretende decirnos o aparentar?

Hito número siete y es la una en punto del medio día. Frente total, me quedan las rocas coloradas de la parte más alta de la Piedra del Mulón. Desde allí para abajo una ladera tupida de pinares y madroñeras. Huelgas del Estrechó se llama el rincón que por la derecha voy dejando pegado a la corriente. Canta un pajarillo y sus trinos se mezclan con el rumor del agua. El sol quema y por eso estoy empapado en sudor.

Y me vuelvo a preguntar yo: ¿qué es o representa o quiere anunciar de alguna manera arrastrarnos ese universo de las ciudades, la civilización, de la tecnología, las bibliotecas tan repletas de libros e historias, tantos humanos, tantos coches y tanto asfalto, qué es ese mundo? ¿Hacia dónde empuja si la verdad no está por ahí sino por aquí? Con las soledades de estos barrancos, estos paisajes, estas corrientes, este sol que achicharra y este continuo vacío, deseo de vida que se palpa y por más que se ansía, no se llega a tocar ni tener plenamente. ¿Cuál de los dos mundos es, Dios mío, el que lleva por el camino más recto y sincero hacia el final de lo que Tú nos tienes preparado?

¿Nos estamos equivocando, los humildes y sin cultura, o más bien se están equivocando los que gobiernan a las naciones de este planeta tierra y a todos los demás nos están empujando hacia algo que no es ni real ni exacto? ¿Vamos con rumbo equivocado, Dios mío? Y si es así ¿por qué Tú no nos lo haces ver? ¿Por qué tanto deseamos venirnos a esta soledad de las montañas para estar apartados contigo y tu silencio? ¿Por qué Dios mío? ¿Acaso es por este camino por donde Tú nos quieres demostrar que existe más autenticidad y gozo y realidad eterna que por todos los otros caminos?

Mi aparato marca cuatro sesenta y voy remontando ya hacia el lugar donde se alza el cortijo del Mulón. Por aquí cerca se encuentran las tierras que ellos tuvieron por huelgas y también el original estrecho que tanto les sirvió para cruzar el río aunque este tuviera una gran corriente. Por aquellos tiempos, nunca hubo ningún puente este río y menos para que ellos fueran de un lado a otro cuando guardaban sus animales o iban a los cortijos vecinos. Junto al río y en aquel lado, un ranchal con hierba seca, pero florecida de carmesí y varios olivos.

¡Dios mío! Dame palabras para poder expresar lo que hoy me estás permitiendo ver y sentir. Pero que no hable yo sino Tú y ellos.

Una curva aquí, una pequeña hondonada, el arroyuelo y frente, por la derecha, impresionante la mole de la Piedra del Mulón. Desde las rocas anaranjadas y blancas, caen para el río, una áspera ladera de pinos. La curva para la izquierda otra vez adaptándose al terreno y al frente y por la derecha, las ruinas del cortijo del Mulón. Canta una tórtola. Atraviesa un pequeño espigón y por aquí la pista está rota porque la ladera se ha hundido.

Y por aquí, la bella y profunda cerrada que también me enseñó. Una curva y sube por el barranco del arroyuelo donde aquel día dejamos el coche. Por la derecha una rota pista de tierra que se mete en el río y sé que por ahí, ellos tuvieron sus huelgas donde cultivaban tomates y otras hortalizas. Cruza el cauce sin agua y ahora gira para la izquierda tomando altura porque a partir de este punto, se enfrente con la agreste ladera que cae desde el Castellón del Toro. Desde aquí mismo y en línea recta hasta la cumbre de este monte, hay más de kilómetro y medio y el desnivel supera los quinientos metros. Pero lo realmente complicado es la gran espesura del bosque.

La grandiosa Piedra del Mulón tiene vegetación clavada en todo lo alto. El hito que sostiene el kilómetro ocho. Miro para la derecha, asomándome al barranco del río y veo las ruinas del cortijo con tal claridad que parece lo tengo a dos pasos. Pero me separa un profundo barranco y una escarpada cuesta que aquel día recorrí detrás suya. Los olivares y las parras en solitario.

La sierra entera como escenario y alimento sincero para el encuentro de lo más profundo de uno mismo. Junto al cauce veo la huelga que ellos sembraban y es por ahí, justo por donde cruza la senda que va al cortijo. El río me va quedando cada vez más en lo hondo porque la pista se prepara atacar la complicada ladera del Quejigal. Ya supera la curva de nivel de los novecientos metros.

Las zarzas parrillas florecidas y las madroñeras se espesan por el lado derecho y por el izquierdo, las encinas. La sombra me va arropando y me refresca un poco de este sol fuego que cae. Me voy retirando tanto de la Piedra el Mulón como del cortijo y cada vez la veo como más señorial, gigante, recia y potente. El crujido de una piedra que por el lado derecho, se desploma hacia el río.

Justo cuando mi aparato marca cuatro setecientos setenta, una gran curva pronunciada donde la pista toma fuerzas para atravesar la ladera. Y aquí me paro para tomar un respiro y un trago de agua fresca. Si miro al frente y para la derecha, en línea recta, a una distancia de un kilómetro doscientos, tengo el Alto de la Campana con mil doscientos nueve metros de altura. Pero es tremendo el profundo barranco que me separa de él.

Es la una y veinticinco. Desde donde me he sentado, el río me queda a unos setenta u ochenta metros, pero en lo hondo total. No lo veo porque el bosque me lo tapa, pero sí oigo su rumor y su aire fresco que me acaricia y como vengo sudando, es un auténtico alivio. Tengo por aquí cerca un arce.

Al cortijo de la Fresnedilla
A las dos menos veinte arranco para continuar subiendo. Creo que me quedan unos tres kilómetros para el cortijo de la Fresnedilla. Gira la pista en su pronunciada curva para la izquierda. A doscientos cincuenta metros, la pista traza otra curva para la derecha. Desde aquí mismo hay una vista preciosa sobre el cortijo del Mulón y la peña que lo corona. Gira de nuevo para la derecha buscando el barranco del Quejigal. El bosque es tan espeso y alto que si no fuera por la pista, sería imposible andar esta ladera.

El hito con el kilómetro nueve, en la cuarta curva donde mi aparato marca cuatro novecientos noventa. Debe funcionar mal porque ya tengo recorrido más de seis kilómetros, según los cálculos que hago. Sigue remontando bastante suave, pero ganando altura para encajarse al nivel que necesita para encontrarse con los cortijos de las Fresnedilla. Una ardilla que desde el borde de la pista, se ha tirado hacia el centro para coger una piña que rodaba. Me ve, pero no se muestra demasiado huidiza.

Miro para atrás y se me presenta el cortijo del Mulón encaramado sobre su puntal de tierra fértil y todavía rodeado de sus olivos, las higueras, parras, nogueras y las negras y viejas encinas. En una de estas curva, vuelvo a irme para atrás y por aquí, a la pista le tuvieron que poner una pared de piedra para sujetarla en la inclinada ladera. Remonta a un collado menor como para asomarse algo al barranco de los Tobones o del Quejigal.

Madroñeras, romeros, lentiscos, muchas carrascas y todo muy verde es la vegetación que por aquí cubre espesamente a la ladera. Entre el kilómetro nueve y diez, de nuevo traza una curva hacia la derecha. Miro para atrás y lo que más me llama la atención es el robusto macizo del Banderillas con su morro de roca blanca sobresaliendo en forma de sapo sentado y majestuoso sobre la profundidad de estos barrancos.

En otra de las cerradas curvas que esta pista va trazando según remonta por esta ladera para ganar altura, un rellano muy ancho donde la pista se abre holgadamente y traza la curva. Una de esas grandes máquinas de hierro, ha estado por aquí no hace mucho, para arreglar los desprendimientos y surcos que las corrientes han dejado por el firme. Desde aquí, la dorada Piedra del Mulón en primer plano y por el otro lado, el macizo del Blanquilla.

Al girar para atrás, por la derecha, frente me saluda grandioso toda la molen de las Banderillas y el Tranco del Perro. Por aquí rezuma un poco de agua. El lado izquierdo que es por donde va quedando ahora la ladera que me corona. El concierto que las chicharras desparraman por estos barrancos y laderas es intenso y profundamente ruidoso. Por cualquier rincón de estas sierras suenan chicharras y esto me hace preguntarme a mí mismo que cuántas serán si las pudiera contar.

Otra curva para la izquierda y esta es la última que hacia este lado traza, porque ya, en cuanto remonta el collado que da para el arroyo del Hombre, gira de nuevo para atrás y se vuelve cortando la ladera y en busca del recodo donde nace este río. Sigue remontando muy cómodamente. La espesura del monte viene arropando casi por completo a la pista y la sombra alivia mucho en un día tan caluroso como el de hoy.

Vuelve a trazar otra curva menor para poder seguir hacia el collado donde girarán definitivamente para atrás y para que por aquí pudiera pasar, tuvieron que cortar una trinchera de rocas rojas, casi arenisca y en todo lo alto del talud, un pino clavado como si estuviera jugando o esperando que por aquí pase yo para saludarme. Al asomar al barranco que baja justo de los cimientos del Rayo Chico y Grande, estas dos columnas rocosas que en realidad son tres, se me presentan en todo lo alto clavadas y como a punto de desplomarse sobre mí.

En línea recta, el pico de Majal Alto, donde se remonta la caseta del vigilante de incendios, para que lo tengo aquí mismo y en realidad queda a más de tres kilómetros. Esto es si fuera un pájaro y pudiera cruzar volando rectamente, porque si me voy andando, con tantos barrancos, arroyos y laderas como separan a ambos puntos, tendría que recorrer más de diez kilómetros y todo por un terreno complicadísimo.

En esta última curva, busco una senda por la izquierda con la intención de apartarme de la pista y acercarme a la casa forestal del Quejigal. Sé que se encuentra por aquí cerca, pero ni conozco la senda ni el terreno ni el punto exacto donde se alza.

Casa y collado del Quejigal
Miro y en la misma curva, por la torrentera de la izquierda, se ve algo con pinta de senda muy rota. Me aparto y la sigo durante un tramo de unos trescientos metros hacia al barranco. Abandono porque a cada metro es más difícil avanzar por entre la espesura de los madroñales y porque no hay por aquí ninguna senda. Vuelvo casi a la misma curva de la pista y ahora por el lado derecho, remonto siguiendo los rastros de lo que también me parece una vieja senda.

Pero en cuanto recorro unos diez metros, también se me pierde. Sigo un poco más, hundiéndome para el escaso barranco por donde se amontonan las rocas, crecen espesas grandes encinas y aparecen algunos quejigos. Y de pronto, en el mismo surco del barranco, un bancal sujeto con una pared de piedra sin mezcla. Este hallazgo me anima pensando que quizá no esté lejos y la casa forestal o el cortijo que por aquí también hubo.

Miro por entre los claros del monte y sobre el azul del cielo, veo ruinas de una construcción. Me digo que deben ser las del cortijo porque la casa forestal, la sitúo más para el barranco de la izquierda. Me paro a respirar y por el suelo descubro un buen mar de piñas frescas tiradas por las ardillas. Corre una fresca ráfaga de aire y esto me consuela.

Arranco y remonto la ladera que cae desde las ruinas sobre el puntal. Me acerco y enseguida me digo que estas ruinas corresponden a las de una casa forestal. Tengo esta convicción porque las piedras, que engarzadas, forman las paredes, están muy bien puestas y hasta incluso talladas. Las construcciones de los cortijos de los serranos no eran tan primorosas porque ni tenían ellos tanta mano de obra ni tantos medios ni otras cosas.

Me acerco por el lado de abajo, entrando desde el barranco y ahora caigo en la cuenta que lo que hace un rato buscaba por la hondonada grande, se encuentra casi en lo más alto del puntal. Y es que aquí la tierra ofrece como una llanada en un ranchal y la visión sobre los paisajes que rodean, es perfecta.

Le voy entrando por el lado de arriba y la rodeo hacia la Fresnedilla. Por aquí tenía la puerta y por la pared de arriba, tenía tres ventanas. La pared muy bien construida y gruesa. Y ahora me pregunto que ¿por dónde metieron hasta este rincón, las tejas y los tubos de uralita que me estoy encontrando? La construcción fue antes que la pista y por otro lado, se encuentra algo lejos de este camino. Además, desde la pista, no llega ninguna vereda.

Por la parte de atrás, la que da a Castellón del Toro, tiene también otras dos entradas o ventanas grandes. Por dentro, hasta la mitad, las paredes derribadas, pero se adivinan como mínimo dos viviendas. Por el lado que da a Majal Alto, me asomo y frente tengo el espigón del Mulón y toda la cuerda del Blanquillo. Y por este lado, descubro algo que sí tiene pinta de senda buena. Y sí, claramente descubro que la entrada le llegaba desde el lado del arroyo del Hombre.

La sigo un trecho con el deseo de descubrir mejor el terreno y descubro que la senda estaba muy bien tallada aunque ahora se encuentra bastante rota de las corrientes de agua, los deslizamientos y el monte que no para de crecer. No me he propuesto avanzar demasiado, pero me pica la curiosidad para llegar por lo menos hasta el barranco por donde nace el arroyo grande que ya he mencionado.

- Por allí se metía un camino que iba para el arroyo del Hombre ¿no?
- El Royolombre. Sí, por allí iba un camino que pasaba por la puerta de un covacho que le decían el Covacho de los Marraneros. Este camino venía ende la Fresnadilla, pasaba por el Collado del Quejigal, se metía por el Royolombre y desde allí, un ramal se dejaba caer hacia la junta y otro ramal, se iba hacia las Canalejas. Pasaba por un cortijo que le dicen las Grajas.

Cruza la primera hondonada de este barranco que viene cayendo desde la columna del Rayo Grande y se ciñe a la pequeña ladera que se enfrenta a la primera que pisaba cuando comencé el recorrido. En diez minutos desde las ruinas, llego a un collado casi de juguete, lleno de pasto y mejorana y que me queda por el lado derecho. No lo remonta sino que lo rodea por el lado sur y unos metros más adelante, vuelva al barranco grande.

Es esto el terreno de un puntal largo y grande que cae desde el Castellón del Toro, por el lado del Rayo Grande y Chico dejando a un lado y otro, el arroyo del Hombre y el de los Tobones. Por la izquierda, sobre la tierra de este collado, me queda una ladera muy tupida de pinos y mucho romero. Por entre unos enebros y tierra buena, se asoma al barranco.

Me paro y miro detenidamente para quedarme y meterme dentro la impresionante visión que el rincón me presenta. Frente total y al otro lado del gran arroyo, un macizo de rocas naranja. A ese robusto conjunto se le conoce con el nombre de El Engarbo. Por detrás y más lejos, se alza Majal Alto con su blanca caseta de vigilantes de incendios en todo en la misma cumbre y cayendo para donde me encuentro, pero en aquel conjunto, el Cortijo de los Chuarras, los Huertos Nuevos y desde ahí, para la derecha y viniéndome hacia el gran castellón, me quedan el Puntal de las Cabras, Morra de las Hormigas, Cerrada de Cubero, con el cortijo por encima y el castellón con su columnas pétreas que llaman rayos. En lo hondo total, se abre paso el surco del arroyo del Hombre coronado por un tremendo circo o cinto de rocas calizas color naranja y por donde se encuentran todos los puntos ya dichos.

Es impresionante la hondonada que en este rincón, presenta la sierra. Me siento a la sombra de los pinos, y mientras tomo un respiro, bebo un trago de agua y me dejo acariciar por la suavidad del aire que desde lo hondo sube, me recreo pausadamente en el tan singular y gran espectáculo. ¡Qué maravilla de obra sin aparente orden, pero tan asombrosamente lograda! Ahora sí decido no seguir avanzando más, porque la meta la tengo por el otro lado y, además, casi tengo conseguido el objetivo que por aquí buscaba.

La senda parece como que bajara al barranco para meterse por el surco del arroyo y encajarse en el cortijo del Hombre. Desde ese punto sigue bajando hasta enganchar con la pista que he venido recorriendo justo cuando ésta cruza el cauce. Esto es lo que parece y hasta creo es lo más lógico.

Arranco y me vuelvo. Antes de llegar a las ruinas que he dejado atrás, en el primer barranco y por la derecha, se aparta como una senda borrosa que decido seguir. Remonto unos metros metido por entre grandes bloque de rocas, encinas viejas y pinos y arriba comienzo a divisar como un collado. Es un ranchal sin vegetación, con mucho pasto y mejorana por lo que me indica que son tierras buenas y pienso que por ahí puede estar el cortijo que también busco por aquí.

Pero la senda que creía por aquí iba, se me desdibuja y por más que la busco, no la encuentro. Mas sigo y conforme voy remontando me encuentro con vegetación de grandes cornicabras, enebros, romeros y tierra tupida de pasto. También hay muchas zarzas por aquí, grandes plantas de espliego y entre ellos, la mejorana.

Corono y conforme voy pisando este rodal de tierra con pocos árboles, me digo que seguro fue por aquí donde ella me decía se quedaba por las noches a dormir para que los animales no se comieran las sementeras. Es por lo tanto, este rodal, tierra que crío trigo, centeno, cebada y hasta incluso garbanzos y por eso se muestra tan llena de vida.

Al asomarme al barranco que desde la casa forestal sube y por donde remonta la senda que a la casa llega, veo otro puntal al frente. Estoy convencido que en un rincón de estos, donde menos me lo espere, estarán las ruinas del cortijo que busco. Pero también me digo que sobre estas alturas no hay agua ninguna. No me he tropezado con ninguna fuente ni señales que las anuncien.

Por la izquierda y coronando pasmosamente, me sobresalen las columnas de las rocas en forma de torres, ellos llamaban rayos. Piso la tierra y no dejo de observa que la única vegetación que tiene es sólo mejorana, algún enebro, sabinas sueltas y cornicabras. Los pinos que aquí ahora crecen, los plantaron después.

Monte a través, me voy desde este puntal buscando al otro que me reclama un poco más elevado y por el lado del cortijo de la Fresnedilla. Roza los mil doscientos metros. Avanzo y me impide el paso, por el barranco, la espesura de grandes enebros. Los aparto y en poco rato ya estoy remontando las tierras de este segundo puntal que al mismo tiempo es un collado menor. Es por este lado, el que se enfrenta a las Banderillas, por donde el Castellón del Toro, se alarga mucho.

Una tremenda muralla rocosa con sus largas laderas y sus buenos puntales, que hace que el río Aguasmulas, en sus primeros kilómetros de recorrido, se vaya hacia el sol de la tarde hasta encontrar la fisura para girar en una gran curva de herradura, para el Guadalquivir que se le queda por el norte. La pista que sube, tiene que trazar todas esas cerradas curvas que ya he recorrido, para atravesar el cuerpo de este enorme puntal, por el mejor sitio y es justo donde el río dibuja también su mayor curva.

Antes de llegar, me sorprende la presencia abundante que de pasto, mejorana y espliego, he encontrado en el primer puntal. Estoy ahora ya seguro que esto lo sembraban ellos. Y lo que ahora pretendo es, una vez que remonte este puntal por donde creo me voy a encontrar con las ruinas del cortijo, seguir adelante cortando la ladera que se enfrenta al río hasta tropezarme con la pista. Intuyo que no me va a queda muy lejos y también pienso que la bajada a ella, no será muy complicado.

Dos pinos grandes en todo lo alto y las ruinas de alguna construcción. Es lo que buscaba con mayor interés. Ya estoy en todo lo alto. Es un collado perfecto, de tierra buena y, además, con su amplia llanura hacia la parte que se mete para la curva del río. Me vengo para la derecha y veo aquí las paredes de una vieja construcción. Ya estoy pisándolas y ahora advierto que están en todo lo más alto. Por esta circunstancia y por ser paredes de piedra sin mezcla me digo que esto fue una tinada o algún cortijo para guardar paja, cereales u otras cosas. Aquí no hay agua y una vivienda en tierras tan elevadas y sin agua ¿cómo podría ser?

- Si desde la Fresnedilla, seguimos el camino, llegamos a un collado ¿cómo se llama?
- Ese es el Collado del Quejial. Allí había una tiná que era del padre de la Lola. El piazo aquel que hay viniendo de allí pa´ca, era nuestro y el que hay abajo, era de mi tío. Mucho trigo, garbanzos y centeno hemos sembrado nosotros allí. Son tierras buenas que crían de todo. La caseta del Quejial, está allí mismo junto de un peñón. Todavía se conoce aquello.

Me paro a la sombra del gran pino y echo una mirada trazando un círculo a mi alrededor. Me asombra la mole de la robusta cuerda de las Banderillas, el barranco de la Campana, los calarejos, los arroyos que por ahí corren, la Piedra del Mulón, la largísima cuerda del Blanquillo y todo el conjunto que corona al arroyo del Hombre y luego por aquí y más cerca, el saliente del Castellón de los Toros y el barranco donde nace el río Aguasmulas con la cuerda de las Banderillas otra vez. Impresionante la cantidad de sierra que desde este punto se divisa y toda como gritándome desde su grandioso pedestal.

Me acomodo sobre el pasto que cruje, a la sombra de este gran pino clavado en lo más alto del collado y de mi zurrón saco agua para beber. El aire corre bien y me llega fresco. El sudor me empapa y ahora me consuela además del viento, la sombra y la amplísima visión, el azul intenso del cielo, el canto de las cigarras, la soledad y el perfume de tanto espliego y mejorana. ¡Qué suerte la mía que otra vez consigo el triunfo y el sabor de lo más exquisito en mi abrazo con estas sierras!
Por eso me digo, que durante un largo rato, me voy a quedar sobre las tierras de este collado, dando gracias a Dios por tantísimo como me regala.

Ya he arrancado y me pongo rumbo a la casa que, desde su silencio, tanto me reclama: el cortijo de la Fresnedilla. Por el mismo centro de este collado de juguete parece que vuelca una senda que se parece a las que ellos recorrían. Sé que por mi derecha, algo más metida en la ladera de esta gran montaña que recorro, se encuentra la pista que sube hasta el rincón donde tengo puesta mi meta.

Empiezo a recorrer y lo primero que descubro es que por aquí va muy suave. Parece como si no le hiciera caso a la pista y por su cuenta se va recta al cortijo. Me concentro y me digo que debo permanecer atento para no perderla porque aunque intuyo que la pista está cerca, sin senda me costará trabajo atravesar esta ladera.

Avanzo y como lo que me esperaba no sucede, me va sorprendiendo que se vaya como recta hacia lo más escabroso de esta ladera: la altísima pared rocosa que caen desde la cumbre de este gran castellón. Pero aun así, siento confianza porque fue trazada por ellos y hasta lo presente, va muy bien y se anda con toda comodidad. Ellos bien sabían por donde trazaban sus sendas y esta seguro que arranca desde los cortijos que busco y por aquí venía a las tierras que labraban y he dejado atrás y al cortijo que ya se ha roto.

Miro para atrás y hacia abajo y veo a la pista subiendo por un puntal y ladera impresionante. Las Cuevas del Torno las tengo abajo total. Al frente, se me presenta una gran pared de rocas y por eso la senda se inclina más. Como si ya sí quisiera encontrarse con la pista. Muchas piedras hay por aquí y una gran solana repleta de espeso romero. Y conforme se acerca a la pared rocosa, busca donde ésta se hinca en la tierra para avanzar justo por la misma peana.

Un pino caído y seco justo en la misma pared y pegada totalmente a ella, pasa por entre troncos de lentiscos. Me vuelvo a repetir que aquellas personas sabían por dónde metían los caminos que les servía para moverse por estas sierras. Me repito esta reflexión al tiempo que pienso en ellos y los añoro lo mismo que la tierra que piso. En una región muy grande y perfectamente real, está escrito que estos montes les pertenecen porque ellos y las sierras no son dos entidades sino una misma realidad.

Remonta un poco y paralela a la pista, sigue buscando al cortijo. Aquí un puntal menor, miro para atrás y vuelvo a ver la pista. Ahora descubro que para poder trazar esta camino por esta ladera, le hicieron dar una vuelta tremenda. En una leve hondonada por donde, por su centro, cae una cascada ahora seca, pero bonita y con mucha vegetación verde por la humedad, me sale al paso otra robusta columna de rocas. La supera rozándola por la parte de la peana que es el mejor punto para rebasar los tremendos voladeros que la erosión ha tallado por estos barrancos.

- ¿El camino que va por encima de la carretera?
- Sí
- ¿Que baja un royillo?
- Así es.
- Bueno, pues a eso le llaman el Jorro Grande y el Jorro Chico. Dos jorros. Allí mismo había un cenajo arreglado para guardar animales. Viniendo para abajo, el primer jorro, nace junto a las piedras, es el Jorro Chico, y el otro que cae el agua desde arriba, ese el Jorro Grande.
- ¿Cómo se llama la Cueva?
- Pues na más que el Cenajo del Jorro.

Muchos juncos, la preciosa cascada encajada, en su parte alta, por entre los dos bloques rocosos que he rebasado y por donde piso, mucho barro de bañarse los jabalíes. Vuelvo a ver la pista que por abajo se me acerca. Es muy bonito este rincón. Y ahora, en el recodo de esta enorme pared rocosa, se me presenta la cavidad de una gran cueva.

Dejo la senda y por la tierra que desde la peana de la columna cae, remonto buscando la cavidad. Mucho pasto por la tierra que desde su boca rebosa hacia el gran barranco del río. Intuyo que en este agujero ellos encerraban a sus animales. Por eso la tierra está estercolada y aunque ya hace tanto tiempo que se fueron, la hierba y la vegetación crece vigorosa.

Me encajo en la misma hendidura y compruebo que no tiene mucha profundidad, pero sí está tallada en la pura roca y como arropando su puerta, una vieja cornicabra que sale desde la grieta profunda que la pared tiene. Es poca cosa, pero sirve para adivinar cómo eran los abrigos que ellos usaban tanto para sus animales como para sí mismos.

Cuando caía una tormenta y llegaba una gran nevada de aquellas, en estas covachas se refugiaban y quedaban al salvo de las lluvias y los fríos. Las paredes están negras y eso me dice que en más de una ocasión aquí encendieron fuego. Muchos excrementos de cabras y ovejas y hasta un palo clavado en una de las grietas de la roca. Es donde ellos colgaban o el zurrón con los alimentos, las prendas de vestir o alguna talega con harina o patatas.

Acaricio el rincón por lo bonito y lo mucho que me atrae y sigo. No es gran cosa, pero aquí se refugiaban ellos y sus animales. Miro al frente y la robusta molen del Banderillas la tengo a dos paso y en el centro el profundo barranco por donde corre el río Aguasmulas. Tengo que bajar unos metros porque la senda que traigo no pasa por la misma puerta de esta cueva. La pista ya sí me queda mucho más cerca. Una ladera con mucho romero me sigue acompañando. Y parece como que la senda no quiere saber nada con la pista porque aunque la tiene cerca, paralela a ella avanza ladera adelante hacia el cortijo y no se entrega a su comodidad.

Cruza otra hondonada y remonta unos metros. Sigue avanzando y otro gran pino caído. Ya observo que estoy casi al final de la pista. Una curva en un puntalete y ahora ya sí cae al camino de tierra ancho y cómodo que trazaron los otros. Unos trescientos metros antes de que esta pista muera. Ya estoy viendo al final, sobre las tierras del puntal, los palos que en forma de valla, pusieron en el rellano que abrieron donde la pista termina para que los coches puedan dar la vuelta. Al volcar, se encuentra el arroyo de la Fresnedilla y el cortijo que vengo buscando.

Una hondonada leve, como muchos lentiscos y romeros y parece como si hasta el mismo romero se preparara para vestir de lujo el rincón que tanto me atrae. Miro a mi aparato de medir pasos y veo que, desde que me desvié de la pista desde aquella curva última para buscar la casa forestal del Quijigal, marca casi tres kilómetros. Puede que haya andado algo más, pero aun así lo doy por bueno. No se trata de recorrer un camino concreto sino de penetrar y conocer a fondo cada metro de estas hermosísimas sierras.

Me encuentro en el centro de la valla de madera que pusieron donde muere la pista y sigo por la senda que por el lado de arriba, buscando al surco del arroyo, remonta. A la derecha me queda el gran surco del río con su grandioso rumor de agua y al frente, el barranco donde se refugia el cortijo, entre sus nogueras milenarias y el arroyuelo que eterno lo arrulla. A la izquierda y sobre la misma tierra del puntal donde muere la pista, las ruinas de otro cortijo y a la derecha, unos metros más abajo de esta valla, otros dos o tres cortijos unidos. En unos y otros vivieron ellos y en el que al frente y sobre la ladera de las grandes nogueras, todavía permanece en pie, vivió él. El último serrano que tuvo fuerzas y coraje para aguantar en el rincón de su tierra amada hasta que la muerte se lo llevó y porque ya no podía más de tanto golpes como le habían dado.

Cantan rabiosas las cigarras y mientras ya voy recorriendo el trocico que me queda hasta llegar al arroyo, rozo las viejas cornicabras, piso el pasto que cruje y soslayo a los cardos cucos. Por la derecha y pegado al surco del arroyo, los repisa de tierra que ellos sembraban. Muchas nogueras muy verdes al borde del arroyo que cae en picado y el cortijo de la Fresnedilla, en la ladera del puntal de enfrente. En la misma puerta, dos inmensas nogueras secas. Las que están más pegado al arroyo, pero no tanto, también se les ve con muchas ramas secas. Sólo las que clavan sus raíces muy pegado a la corriente, se muestra verdes total y sanas.

La senda sube ahora unos metros buscando cruzar el arroyo y entrarle al cortijo desde arriba y por el lado que mira al Castellón del Toro. Intuyo que esta era la misma que he traído y la que ellos trazaron, excepto los trozos que rompió la pista para ocupar su lugar. Soledad total, el aire que corre suave, el sol que cae monótono y quema y la corriente del arroyo como si quisiera ignorar la tragedia que ellos vivieron hasta que se los llevó la muerte. Hasta las misma rocas parece gritármela desde su quietud eterna.

Cuatro horas he tardado desde la cadena de la casa de los Bonales. Remonto unas piedras, aparto más romeros y lentiscos, me fundo con la sombra de los pinos y los álamos, observo las esparragueras como asombrado, salgo de la espesura y al tropezarme con los juncos, me doy de bruces con la corriente del arroyo. Una sombra espesa cae sobre el rodal de arena gruesa y aquí me paro. Descuelgo mi zurrón, me siento, estiro mis pies, me aboco sobre la corriente, bebo y en cuanto me acomodo me digo que ahora voy a comer un poco. Voy a dejar que el viento me refresque y dentro de un rato me encuentro con el cortijo solitario que mudo me mira desde su ladera quemada por el sol de la tarde.

El cortijo
“Lo que sí te digo, por si alguna vez vas por aquel rincón, es la emoción que se siente cuando uno entra a la casa. No sé qué tendrá ni por qué será, pero pisar aquella casa, observar las paredes y contemplar las vigas viejas de madera, el alma se te llena de temblor y encogimiento. Vamos, que te asusta ver aquello tan en silencio, impregnado de tantas emociones de las personas que a lo largo de los años han ido pasando por el recinto y tan lleno ahora de abandono, polvo y telas de araña. Un día, cuando tú puedas y quieras, tenemos que ir y ya verás como no te miento. Sólo por gusto de entrar al cortijo y respirar un poco el aire y la soledad que de aquellos rincones ahora manan. Pero sobre todo las vigas de madera que sujetan el tejado, con su color pardusco y su humedad rezumando nostalgia y ausencia”.

Termino de comer. Son las cuatro. Sigo la senda, cruzo el arroyuelo, piso las tierras por donde iban las canales que desde este mismo vado menor, arrancaban y llevaban el agua a la hermosa ladera donde todavía sigue asentada la casa. “Y otra cosa que yo te quería decir a ti es la emoción que se siente al recorrer las laderas que de los montes caen hacia el barranco por donde corre el río.
- ¿Qué les pasa a esas laderas?
- Pues que como todas, de aquellos tiempos, están surcadas de canales por donde bajaba el agua para regar las huertas, recorrerlas ahora pisando las canales, es un gozo que sabe a muerte. Arrancaban desde los charcos de agua que a lo largo del curso el río Aguasmulas se iban formando. Talladas en la misma tierra y en la misma rocas, se van alargando por las laderas y luego caían por las pendientes o se remansaban en las llanuras de las huelgas. Yo recuerdo que siempre bajaban repletas de agua limpias. Las aguas cristalinas que manan en las covachas y agujeros de los barrancos donde nace el río.

Recuerdo que aquellos magníficos y bellos canales, en muchos sitios, estaban empalmados con trozos de maderas. En otros, pasaban casi tallados en las mismas rocas y a lo largo de todo el recorrido iban horadando la tierra para abrir el camino por donde el agua tenía que pasar. Cuando luego, poco a poco, los serranos nos fuimos viniendo de aquel extraordinario rincón del nacimiento de Aguasmulas, también las regueras se quedaron abandonadas. Comidas por la vegetación, muchas de ellas, rotas por las avalanchas de agua que bajan por las laderas cuando las nubes descargan, pisadas por los animales silvestres y surcadas por las raíces de los pinos que repoblaron. Allí se quedaron aquellas regueras y con el tiempo se han ido rompiendo como tantas otras cosas.

Pero aquello, en mis sueños yo lo sigo viendo muchas veces y en más de una ocasión me he dicho que más que canales para regar las huertas, los surcos eran como las venas fundamentales que llevaban vida a las tierras que nos daban de comer. Como surcos repletos de sangre que surgiendo de las entrañas de las montañas, acudían a nuestra ayuda para llenarnos de vida y prestarnos lo que para la vida necesitábamos. Por eso te digo, que un día, tenemos que ir por las tierras esas tan bonitas para que veas y goces las cosas que tan nuestras fueron y que los hombres, tan duramente nos han ido quitando.
- Iremos algún día por allí y ya desde ahora te digo, que me va a gustar mucho pisar la tierra que tan dentro llevas”.

Un ramal de la senda se va arroyo arriba para remontar hasta el collado del Castellón del Toro y desde ahí, a las Hoyas de las Albardía y a los Campos de Hernán Pelea, por la Hoya del Ortigal. Otro ramal, se viene para la derecha y busca al cortijo. Sobre el rumor del arroyuelo, el chirriar intenso y monótono de las cigarras y el crujir del pasto seco al pisarlo mis pies.

Varias nogueras grandes, álamos y zarzas junto al arroyo. Una llanura que fue bancal donde ellos y él sembraron tantas veces y varios árboles secos. Ya no corre agua por la acequia y por eso se han secado muchos de estos árboles incluyendo las dos grandes nogueras en la misma puerta del cortijo.

Corre una hebra de viento fresco, pero el sol cae y quema mucho. En esta profundidad de los barrancos, pues soledad hay mucha. Se nota la ausencia de personas y más de aquellos que de estos. Pero sí es impresionante lo que se siente. Cruza un pequeño arroyuelo y la senda sigue bajando y me saluda, un cerezo ya casi seco, dos más secos por completo, un ciruelo que tiene muchas ciruelas blancas, no maduras todavía, varios granados y las nogueras.

Cojo dos ciruelas y aunque están fuertes, ya se pueden comer. Aquí un ovillo de alambre comido por el pasto y podrido por el óxido. Varios cerezos más donde se enreda una parra con sus uvas todavía verdes. A mi presencia, se levantan varios arrendajos. Pegando al cortijo, una noguera inmensa. Tres más igual de grandes pegadas al arroyo. Me acerco y una parra engarbada en la misma puerta del silencioso y herido cortijo. Antes de entrar, miro brevemente a las dos viejísimas nogueras que, por la ladera hacia el arroyo, siguen clavadas, pero secas por completo. ¡Cuántos años no tendrán estos árboles! Bajando desde aquí, toda la tierra llena de bancales donde sólo crece pasto, membrillos, higueras y granados.

Me acerco. La puerta del cortijo está abierta. Uno, dos, tres, cuatro escalones de cemento y entro y en la estancia donde estuvo y sigue la cocina, nadie. Una mesa de las de los bares, piedras frente a las cenizas de la cocina donde los que por aquí llegan, encienden fuego, por el rincón de la derecha, lacena, muchas latas y botellas vacías de los que también vienen por aquí. Conforme se entra, otro agujero en la pared que también sirve de alacena y más latas y botellas llenas de mugre.

Por las paredes, muy desconchadas, comidas por las telas de araña y sucia, muchos letreros escritos con carbones de la lumbre y con otros artilugios. Leo algunos y de entre ellos destaco el que dice: “Ya estuvimos con el viejo, 1987". Según se entra, por la derecha, una estancia con una puerta y entro a lo que creo fue la habitación. En el hueco que hay por debajo de la escalera que lleva a la cámara, dos colchones viejos, la cal que se ha desprendido de las paredes, mucha tierra sobre los colchones, dos cribas, una caja de botellas vacía, una garrafa, un cojín y ropa ya casi podrida.

Subo las escaleras que llevan a la cámara y a la derecha, una parte de la cámara donde hay muchos trastos viejos. Serones, garrafas, tablas, botas, colchones, cajas de madera. En la estancia de la izquierda, sólo las tablas del suelo que a su vez, es el techo de la estancia de la cocina y por el rincón, sube la chimenea. Siento el viento silbar al rozar el tejado que me cubre y ahora mismo hasta temo que se pueda caer. Y lo digo porque está apuntalado.

Lo que en estos momentos mi corazón siente, me lo guardo y trago saliva. Me salgo a la puerta y miro al frente. Veo el puntal donde termina la pista y metido para el barranco por donde corre el río, las ruinas de los otros cortijos. Por el lado de arriba hay otras ruinas y más en lo alto, una gran pared de rocas que son las que suben hasta la plataforma del Castellón del Toro. Más al fondo, el barranco del Banderillas con los calarejos sobresaliendo al final. ¡Qué gran rincón este, Dios mío y cómo me duele ahora a pesar de su belleza, la soledad del momento y tanto rumor de agua!

Por la izquierda y algo más arriba, me queda el recodo donde brotan los manantiales de este bello río blanco. Los conozco de otras veces, pero hoy no voy a llegar. Sé que por esas ásperas hondonadas, se alza un cortijo más. Y con éste, se completa e buen puñados de cortijos que los serranos construyeron en las laderas y barrancos más difíciles de estas sierras. Si no los hubiera visto con mis propios ojos y tocado con mis manos, nunca me lo habría creído.

- ¿Por dónde cae la otra cueva?
- La que nosotros siempre hemos llamado la Cueva del Agua, está enderecho de la era de la Fresnailla y en la punta de arriba de un sitio que le dicen Majatraga. Ende allí se tira un camino y va a una garita que le decían la Garita de Mateo. Pues la cueva está allí mismo y aquello, es una gloria. Cuando un día se pueda, vamos a ir y te la enseño, ya verás qué cueva más bonica.

- ¿Y las casas que hay por debajo de la Fresnedilla?
- Aquello, de una tía mía. Era un buen cortijo. Arriba hay otra que es donde vivía un primo hermano mío. La mujer tiene noventa y pico de años y todavía vive. Se casó este primo mío en la Fuensanta de Villanueva y en ese cortijo que ahora está “erribao”, fue la boda. Enderecho de la era, por encima, donde hay un pieacejo.
- ¿Y cuántos vecinos vivían por aquí?
- Entre los que estaban en cueva, chamizos y cortijos algo más apañaos, por aquellos tiempos, en este recó del río, estábamos más de veinticinco personas. Para hacer una aldea de verdad, pero claro, como pasó aquello, pues ya nos esturreamos todos.

Y ahora me pregunto que si no hubiera pasado lo que pasó ¿qué sería de estos serranos en estos tiempos modernos? Pero el echo es que, de aquellos tiempos, los que todavía viven y casi todos muy lejos de aquí, sueñan cada noche con estos rincones y todos los días hablan y hablan de estas tierras que tan suyas sienten. Viven allí, pero espiritualmente germinan por aquí. ¡Lo que son las cosas y la belleza de este jardín tuyo, Señor! Con tanta fuerza amarran, que ni siquiera yo puedo escaparme aunque lo quisiera y no lo quiero.

El último pastor
- ¿Y dices que fue en forma de reunión?
- Fue en una reunión al caer la tarde. De varios puntos de la sierra llegaron los pastores y a la sombra del fresno, junto a la corriente clara, se sentaron. Tomó la palabra el mayor de ellos y dijo: “Tengo que comunicaros que el hermano joven se va”. Los allí presentes miraron y al poco pidieron al hermano joven que hablara.

Éste lo hizo diciendo que: “He decidido irme de estas sierras. Ya sabéis vosotros que a lo largo de mucho tiempo lo vengo meditando y por fin tomo una decisión. No rompo mi amistad con ninguno de vosotros sino que os llevo conmigo, pero me tengo que ir en busca de aires nuevos”. Los presentes guardaron silencio y al rato preguntaron: “¿Tienes ya dónde empezar tu vida?” “Buscaré trabajo donde sea y como todavía soy joven, tengo tiempo para organizarme y construir mi vida”.

Durante largo rota, los allí presentes, estuvieron escuchando y preguntando y cuando ya oscurecía dieron por terminada la reunión. Luego se fueron y mientras regresaban por los caminos, comentaban: “Es otra víctima más del que todos conocemos. Pero las cosas han llegado a tal punto que no le queda otra salida. Detrás de él un día iremos todos los demás hasta que por fin se quede limpio el monte de serranos. ¡Qué lástima de mundo que se desmorona! Pero aun sabiendo cual es la realidad que lo empuja ¿qué podemos hacer nosotros?”

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