5.25.2008

Costumbres en Segura-1

COSTUMBRES Y TRADICIONES
DE LA SIERRA DE SEGURA

Sebastián Palomares Molina


Nota: Hace ya bastantes años, un día, Sebastián Palomares, de Cortijos Nuevos, me regaló un pequeño manuscrito. Y al hacerlo me dijo que podía usarlo de la manera que mejor viera y a mi me gustara. Lo guardé durante mucho tiempo y, pocos años después, él publico un libro con los mismos textos que me había regalado. Ese libro se titula “Un paseo por sendas perdidas. Cómo era la vida en la Sierra de Segura. Sebastián. Palomares Molina. Caja de Ahorros Provincial. Jaén, 2000. Ritos, acontecimientos, juegos, usos, costumbres y efemérides y vocabulario de la vida del serreño en el valle de Segura".

Sebastián ya ha muerto. Hoy pongo aquí aquellos escritos que me regaló hace tanto tiempo. Por si alguna persona los lee y saca de ellos algún bien. Era el deseo de este gran hombre, amigo mío. Así que queda aclarado: los textos que siguen a continuación son de Sebastián. Yo no he cambiado ni he puesto una coma.


Índice
Introducción
La niñez
La juventud
Fiestecillas de mayo
Los bailes de ánimas
Los desfarfollos
Juegos juveniles
El juego del anillo
Las llamarás
Los bolos
Las luchadas
Carnavales y serenatas
Enamoramientos
Los noviazgos
Virginidad femenina
Las bodas
Romance autobiográfico
Las cencerradas
Fiestas patronales
Las luminarias
Las matanzas
Las ferias
La navidad
Faenas agrícolas
La siega.
Así era una jornada de siega
La trilla
Tregua y sementera
Recolección de aceituna
Así era un día normal de aceituna
Aparcerías y medieros
Ganaderos y pastores
Tareas de las mujeres campesinas
Medios de subsistencia campesina
La alimentación humana en el medio rural
La vestimenta campesina
Los recoveros
Los molineros
Jornales de hambre
Mendigos y gitanos
Las construcciones
Medios de comunicación
La sanidad en el medio rural
Discriminaciones femeninas o privilegios
Religiosidad en la vida campesina
Caso concreto de una misteriosa aparición
La casa de los ruidos misteriosos
La guerra civil española 36/39
El burro en el medio rural
Los cerdos en los hogares
Aventuras y desventuras de frascuelo


INTRODUCCIÓN
El conjunto de relatos que llenan este manojo de cuartillas, es como un reflexivo paseo por las sendas perdidas en el recuerdo por el transcurso del tiempo.

El gran poeta y profesor español, Don Antonio Machado, diría que “se hace camino al andar”. Y por el contrario, es evidente, que un camino por donde no se anda, termina desapareciendo, cubriéndose de hierbas y matas. Esto es lo que está sucediendo con las costumbres de la vida rural serrana de hasta hace cincuenta años, que pasó a ser parte de nuestra historia.

Al haber dado un cambio tan enorme la vida en casi todos los aspectos, la inmensa mayoría de las costumbres de antaño han desaparecido como desaparece el camino cuando no se pisa.

Amable lector/a, si naciste antes de pasar la primera mitad del presente siglo XX, no tiene sentido que te esfuerces en la lectura de las páginas que siguen, pues este humilde autor lo que en ellas se narra, sólo te podrán servir para recordar cosas ya olvidadas.

Sí considero que puede resultar de cierto interés la lectura de estos mal coordinados renglones, a los que hayáis llegado al mundo en estas últimas cinco décadas, cuando tanto han cambiado las normas de la vida y perdido muchísimas costumbres.

LA NIÑEZ
Muy al contrario de como sucede actualmente, que todos los niños ven la luz por primera vez en centros médicos especializados y dotados de personal cualificado y con toda clase de medios, por lo que casi todos abandonan el vientre materno felizmente y exentos de riesgos, tanto los niños como sus madres, hasta las décadas de los años 50 y 60 del todavía presente siglo XX, todas las mujeres alumbraban a sus críos en su domicilio y en la mayoría de los casos, sólo con la asistencia de alguna mujer con buenos ánimos y voluntad, que podría tener alguna experiencia por haber visto nacer otros niños, pero que carecía de conocimientos científicos, y a veces sin saber siquiera leer y escribir, por lo que un alto porcentaje de los aspirantes a la vida morían a la hora de nacer; y a veces moría la madre dejando huérfano al recién nacido. Y se daba algún caso, aunque no con frecuencia, de que madre e hijo encontraban la muerte en dicho trance. ¡Qué pena!.

La mayoría de la población rural se encontraba en pequeñas aldeas y en cortijos solitarios sin ningún medio de comunicación; sin carreteras ni carrillos y sin luz eléctrica. Muchos núcleos de población, a varias horas de camino del pueblo más inmediato donde residía un modesto médico de medicina general, al que había que facilitarle una caballería para desplazarse a visitar a la parturienta cuando iban a buscarlo, que solo lo hacían en casos difíciles, muchas veces cuando ya no había remedio.

En los primeros años de la infancia, los niños crecíamos y nos robustecíamos jugando alegremente al aire libre, curtiéndonos y bronceándonos los rostros con las inclemencias del sol y el viento. Los juguetes normales eran los que nos proporcionaban la Madre Naturaleza; las misteriosas flores que cogíamos de árboles y plantas. Con los capullos de amapolas antes de abrirse, nos hacíamos apuestas a ver si eran frailes o monjas si al abrirse salían los pétalos blancos, eran monja y si estaban ya rojos, serían fraile. También imitábamos a los mayores en sus faenas agrícolas; tomando dos piñas grandes de pino negral, decíamos que eran el par de vacas o bueyes que formaban la yunta; y construíamos los aperos de labranza, de ramitas delegadas de arbustos, solo con la ayuda de una bien afilada navaja. Los que tenían la suerte de habitar en cortijadas de varios vecinos, se juntaban grupos de varios niños y jugaban a otras cosas, como al “escondite”, la “piola”, la “gallinica ciega”, etc.

Cuando los niños alcanzaban los cinco o seis años de dad, en los cortijos y pequeñas aldeas, ya les esperaba su primer puesto de trabajo guardando cerdos y alguna cabra, (como fue mi caso), les ocurría a la mayoría de los varones y también algunas niñas tuvieron estos principios.

Algunos, una minoría, tenían la suerte o privilegio de que a los ocho o diez años los enviasen a la escuela, la que en muchos casos estaba muy distante del domicilio familiar; en los pueblos o aldeas grandes donde se tardaba hasta una hora andando por caminos escabrosos, es por lo que no los enviaban cuando eran pequeñitos, cuando residían alejados del centro docente. La mayor parte de las escuelas rurales eran mixtas, con niños de ambos sexos, pero siempre banquetas separadas.

Antes de los 14 años habíamos de abandonar la escuela para incorporarnos a los diversos trabajos del campo, a los que muchos ya estábamos acostumbrados por haberlos realizado durante las vacaciones escolares y los domingos y demás días festivos que no había clase; pues en la vida rural no se conocían días de descanso, si no estaba lloviendo o nevando, que no se salía al campo a trabajar, pero se aprovechaban para hacer cuerdas y objetos de esparto que antes machacábamos a primera hora de la mañana con una maza que los padres construían sobre un tronco bien arreglado, ambos objetos de madera de encina.

LA JUVENTUD
Durante la adolescencia y juventud se vivía muy alegremente; gozábamos de relativa felicidad, a pesar de las duras y penosas faenas que todos nos ocupaban permanentemente. Como durante el día, los mozos no disponían de tiempo libre ni ocasiones para alternar con las chicas, por las noches se organizaban bailes de carácter familiar en las cortijadas, en la casa que contaba con una cocina-comedor grande. Entonces, la cocina era la habitación más amplia de la casa y más próxima a la puerta de la calle, con una chimenea grande al fondo, donde la familia, reunida al calor de la lumbre pasaban las veladas invernales, al mismo tiempo que se servían para guisar y cocer productos de las huertas: calabazas, remolachas, las patatas más menudas, nabos, etc., con lo que se alimentaban a las gallinas y a los cerdos destinados a cebar para las matanzas.

La cocina servía también de comedor y además se utilizaba de dormitorio; tendiendo en el suelo jergones o “cabeceras” como entonces se decía, que se recogían por las mañanas; porque en aquellas viviendas rurales, lo más normal es que hubiese un solo dormitorio para el matrimonio o todo lo mas, una segunda habitación que se usaba como bodega o despensa en la que dormían las hijas cuando ya iban siendo mayorcitas; y los hijos varones, dormíamos en las cabeceras tendidas cerquita del fogón. Retomando el relato de los bailes, los mozuelos procuraban conseguir el permiso de los dueños de la casa que tuviese la cocina más espaciosa para bailar, buscaban los músicos: que lo mas corriente eran dos, con guitarra y una bandurria o laúd y hasta se bailaba en ocasiones al son de una guitarra en solitario acompañado a la voz o canto de algún mozo o viejo alegre o del mismo que tocara el instrumento. A veces, en poquísimos casos, se podía contar con música de acordeón o violín en muy excepcionales ocasiones, porque había muy poca gente en toda la zona que supieran tocar y tuviesen dichos instrumentos, en la aldea de La Platera, del término de Hornos, había una jovencita, Eufrasina y un mozo, Amador, que tocaban, ella el acordeón bastante bien y él el violín. Quizá serían los únicos en todo el municipio, por lo que poquísimas veces podíamos deleitarnos con los deliciosos acordes de estos instrumentos musicales.

En Cañada Catena, aldea del municipio de Beas de Segura, residía un hombre ciego, Daniel, que perdió la vista en la guerra, entonces aprendió a tocar el acordeón, dedicándose profesionalmente a la música, al no poder realizar otros trabajos. Este acordeonista, con la indispensable y valiosa ayuda de su esposa, que le servía de guía, acudía a todos los lugares donde lo llamaban, principalmente en las bodas y otras celebraciones distinguidas y por 50 ptas., (en los años de 39 a los cincuenta) tocaba en bodas durante 24 horas con poquitos ratos de descanso. Así ocurrió en la boda cortijera de quien describe este relato.

Los mozuelos que se sentían enamorados de una mocita y querían iniciar relaciones amorosas con ella o simplemente por bailar, porque era la única forma de poder tocar a una mujer y tenerla entre los brazos, buscaban y contrataban a los músicos, que generalmente no eran profesionales, sino unos trabajadores del campo o pastores que se habían aficionado y aprendido a tocar un poco la guitarra, laúd o bandurria.

Invitaban a las muchachas de las aldeas o cortijos inmediatos, que acudían siempre con el permiso de sus padres y bajo su control o el de algún hermano. Los jóvenes varones de los alrededores que se enteraban cuando se formaba un baile, acudían sin invitación y muchas veces, los organizadores, les cobraban la entrada para costear la música. En muchos casos se pasaban toda la noche bailando hasta el amanecer, hora en que había que cortar para iniciar la jornada de trabajo, al que nunca se podía faltar.

Como a los bailes sólo acudían las mocitas de lugares próximos que estuviesen invitadas y los varones no necesitaban invitación ni control o permiso de padres, siempre acudían mozuelos de aldeas más distantes y se juntaban bastantes más hombres que mujeres, por lo que a los que mejor bailaban o eran más del agrado de las chicas, no les faltaba pareja para el baile, pero los menos agraciados a veces se pasaban la noche sin estrenarse bailando con una mozuela. Porque en la mayoría de los casos llegaban a reunirse más del doble de mozos que de chavalas. Ellos se desplazaban aunque el baile estuviese lejos, a una hora y más de camino, aprovechando la luz de la luna cuando nuestro satélite estaba presente y en las noches oscuras se alumbraban con linternas o dando tropezones bajo el fulgor de las estrellas, por caminos algunas veces desconocidos, con el apoyo de una cayada, que era muy usual y las vendían muy pintorescas para los jóvenes y así se evitaban caídas. Algunos jóvenes llegaban de sitios lejanos y eran desconocidos y las chicas no querían bailar con ellos y había algunos que hacían travesuras cuando no podían bailar y armaban el jaleo. Como el alumbrado corriente era de candiles de aceite, había veces que los apagaban dejando el baile en completa oscuridad; dando motivo a riñas con los moños de la localidad, terminando a bofetadas o apaleados.

Otras veces, en verano y otoño, se lanzaban a los huertos donde hubiese árboles frutales y a los melonares y hacían verdaderos destrozos, entre lo que se comían y la fruta que después de cogerla la arrojaban porque no estuviese madura o no les gustara, causando a veces daños considerables que en ocasiones les costaba ser denunciados y pagar los destrozos, así como obligados a repara daños por otras brutas gamberradas.


FIESTECILLAS DE MAYO
Al entrar la primavera y principalmente el mes de mayo, así como empieza a moverse la savia de las plantas, circulando por las ramas y tallos y reventando por las yemas para la formación de las flores y nuevas hojas llenas de vida, así parece que sucede con la savia del cuerpo humano en la juventud, cojo si en la dicha estación primaveral comenzase a moverse con más fuerza y a brotar la sensación del amor pasional, que parece confirmar lo del conocido refrán de “la primavera, la sangre altera”. Quizá por este motivo se cantaba esta coplilla:

Cuando la higuera engorrona
y el pino mueve sus savias
es tiempo de buscar novias
que están las mozas que rabian.

Al llegar el verde y florido mayo, parecían manifestarse los impulsos amorosos en los jóvenes de ambos sexos y se celebraban varias fiestecillas al respecto. La primera celebración era un juego, la noche anterior al día primero de mayo o bien la noche del mismo día, uno que se denominaba”: Los Mayos”. Consistía en reunirse en una casa los jóvenes mozos de ambos sexos que hubiera en la localidad y de algún cortijo próximo y se escribía en un papelito individual para cada uno, el nombre de cada uno de los presentes y de los amigos y conocidos aunque por alguna circunstancia faltasen al acontecimiento. Tenía que haber igual número de hombres que de mujeres y se introducían en una bolsa los papeles con el nombre de las chicas y en otra bolsa los papeles con el nombre de cada uno de los mozuelos.

Entre los más ingeniosos se inventaban o recordaban unas frases que se les llamaba “adagios”, dirigidos, unos de mujer a hombre y otros de hombre a mujer; tantos como nombres de persona se hubiesen escrito e igualmente se introducían en otras bolsas por separado. Los adagios, normalmente eran unos versos, una coplilla un pareado o simplemente una frase que resultase un tanto graciosa aunque no rimara. Veamos unos ejemplos: “Eres un tipo elegante, pero flojito de alante”. “Cuando te veo, me mareo”,

Tiene tu cuerpo serrano
tanta gracia y tanto arte
que hasta el Sol y los luceros
se paran para mirarte.
Quién te pillara en un prao
tú trabá y yo destrabao.

Y otras cosas por el estilo de mejor o peor gusto. Luego se iban sacando de las bolsas los papelitos doblado para no poder leer lo escrito; sacaban primero los papeles con los nombres, uno de mujer y otro de hombre y así se iban apareando chico con chica. Para sacar los papeles de las bolsas se buscaba la mano que se consideraba la más inocente. Seguidamente se procedía a sacar los papeles con los adagios, igualmente uno de hombre y otro de mujer y se leían en voz alta, lo que en tono de alegre piropo se decían uno al otro pasando así una divertidísima velada. ¡Lástima que se hayan abandonado y perdido tan alegres y sanas costumbres!.

A esta celebración le seguía muy de cerca la del día de la Cruz, 3 de mayo. Se vestían cruces en la mayoría de las aldeas y en algunos cortijos, así como en estos pequeños pueblos serranos; a veces vestían mas de una cruz en la misma aldea, cumpliendo promesas que hacían pidiendo o agradeciendo favores al Altísimo o a la Virgen de su devoción o a cualquier otro santo que venerasen. Pero más que dar culto al misterio de la Santa Cruz, lo que se hacía era adornarla mucho con figuritas y con ropas primorosamente bordadas por mujeres expertas en la bella artesanía del bastidor. Sobre todo, el interés se centraba en organizar los típicos bailes que comenzaban el mismo día 3 y se continuaban todos los domingos y demás días festivos, hasta pasar el día del Corpus Cristi (día del Señor), dando así buenas ocasiones para que los mozos enamorados pudieran manifestar su amor cada cual a la mocita de sus sueños.

Otros días muy apropiados para los amoríos, eran San Isidro y Santa Quiteria, 15 y 22 del mismo radiante mes de mayo, en los que salía la juventud por las tardes, tanto varones como hembras y se instalaban mecedores con sogas nuevas y resistentes en árboles grandes, preferentemente en nogales o nogueras, que es como aquí se las llama. Si no había una buena noguera en el sitio de la reunión se recurría a las encinas. Las chicas se sentaban sobre la cuerda (en el doblez de la soga) y bien cogidas a ella se dejaban mecer alegremente por los arrogantes chavales, que tras tirar de ellas hacia atrás todo lo posible para dar mayor inercia, cogiendo la soga por junto el cuerpo de la chavala, les empujaban con toda su fuerza y ellas volaban por el aire colgadas del árbol, elevándose hasta quedar la cuerda casi horizontal, repitiendo una y otra vez; y luego se turnaban tanto las chicas en sus deleitables viajes volantes, como los mozuelos en el grato y siempre placentero ejercicio de mecerlas empujando con sus manos sobre las caderas de ellas. Todos disfrutaban de lo lindo de la manera más inocente y saludable y muy grata al mismo tiempo.

El día de Santa Quiteria se llevaban al campo los típicos hornazos caseros que previamente elaboraban las mujeres con su probada maestría y cocían en sus hornos particulares, para llevarlos de merienda ese día de tan grata fiesta campesina junto a alguna copiosa fuente de las tantas que brotan del vientre de nuestra adorable sierra de Segura, ofreciendo el prodigioso regalo de sus cristalinas y fresquísimas aguas. Se buscaba la fuente en que hubiera árboles cerca, que además de servir para los mecedores, ofrecieran buenas sombras.

La fiesta que se iniciaba por la tarde, no podía terminar sin el siempre apetecido baile por la noche, aunque solo se contase con una guitarra que se acompañaba con canciones populares de los asistentes.


LOS BAILES DE ÁNIMAS
En tiempos ya algo remotos existían en los pueblos serranos que eran cabeceras de municipio, hermandades de Ánimas, formadas por vecinos que se les denominaba “los hermanos”, capitaneados por el Hermano Mayor. Todos o la mayoría tocaban algún instrumento musical, de cuerda lo más corriente... Estos hermanos ofrecían gratuitamente bailes al pueblo y en las aldeas. Se desplazaban al menos una vez al año por cada una de las cortijadas del municipio, donde les daban de comer y alojamiento. Pernoctaban una o dos noches en cada aldea después de pasar una velada de varias horas, hasta la madrugada tocando sus instrumentos para que bailasen los habitantes de la localidad y los que acudían de cortijos inmediatos. De ahí debe proceder la vieja expresión de “costeados como la música”. Además, la gente les ofrecía algún donativo en dinero o en cualquier producto del terruño que se llevaban en una bestia y luego ellos realizaban a metálico.

En todo baile, como es lógico, el hombre pedía que bailase con él a la mujer que le apetecía y la mujer aceptaba o no si el solicitante no le gustaba, lo rechazaba diciéndole que ya estaba comprometida o cualquier otro pretexto y cuando había alguna mujer u hombre que porque no le apeteciera no bailaba con un hombre o mujer de los concurrentes y alguien quería verlos hace pareja en el baile, hacían como una subasta y ofrecían quizás más para que no bailaran; y al que más dinero ofrecían tenían que atender. O sea, que si uno daba cinco duros para que bailaran y otra persona no superaba tal cantidad para que no tuvieran que bailar si no querían, por ley o por tradición, no tenían mas remedio que bailar juntos aunque ellos no quisieran.

En Santiago de la Espada, que según mis informes fue la última hermandad que desapareció, mi padre contaba que había presenciado varios de estos casos de subastas.


LOS DESFARFOLLOS
En los valles y cañadas dentro y en las laderas de la sierra, como había agua abundante para poder regar, entonces cuando las lluvias eran generosas y no se presentaban tantos años de extremada sequía como después hemos experimentado, se sembraba mucho maíz, además de otros cultivos en las tierras de regadío, por ser el maíz o “panizo” de gran interés por buen aprovechamiento; tanto el grano para harina y pienso, como el forraje de las matas para el ganado vacuno, del que no faltaba al menos una yunta y sus crías en todos los hogares labriegos. Y cuando en otoño se cogían las mazorcas o “panochas” como se les llama en esta tierra, se hacían grandes montones en las casas de labranza y se invitaban a muchachas y muchachos, tanto adolescentes como mayores, para quitarle las farfollas que cubren el grano en la panocha, dejándole una pequeña parte a cada mazorca para enristrarlas.

Se reunía la juventud de ambos sexos y para hacer más grata y divertida la faena, se sentaban intercalados, mujeres y hombres haciendo corro alrededor del montón; y había la simpática costumbre, de que cuando al desfarfollar salía una panocha con los granos rojos, si era varón el que la encontraba salía con la mazorca en la mano y daba medio abrazo, pero un poquito apretado, cálido y afectuoso a cada una de las demás que hubiera en el corro. Los granos de maíz suelen ser de color blanco o rubio; muy pocas pachochas salían rojas y todos estábamos deseando encontrar una para salir a abrazar a las chavalas, cosa que siempre resultaba muy agradable.

Algunos chavales con cierta picardía, cuando les salía la deseada mazorca roja, después del placentero abrazo, en vez de soltarla en la espuerta para retirarla, se la guardaba con disimulo y enseguida la cogía nuevamente fingiendo haber encontrado otra y con la misma salía otra vez a abrazar a las mozuelas, ya que a ellas también les apetecía el picaresco abrazo de los arrogantes mozalbetes.

Otras mazorcas, aún siendo blancas o rubias, tenían algunos granos salpicados de un color más oscuro; a estas se les llamaba “repizcosas” y el que encontraba una de estas panochas repizcosas, daba un acariciador pellizco en los muslos a cada una de las chicas que tenía al lado; y si la encontraba una chica, igual pellizcaba a los varones que estuviese sentados a su lado; por eso existía la costumbre de sentarse intercalados hombres y mujeres. El pellizcado o pellizcada, pellizcaba seguidamente al siguiente del otro lado y así continuaban hasta pellizcarse todos unos a otros; hombres a mujeres y mujeres a hombres.

Al terminar el “esfarfollo” (hablando en términos populares), se concluía la velada bailando amigablemente, aunque fuera sin música, porque no siempre había instrumento ni quien lo supiera tocar. Se bailaba al ritmo y compás de alguna tonadilla que canturreaban animadamente los de genio más vivaz; cooperando en esto también las personas de más edad.


JUEGOS JUVENILES
Durante el otoño e invierno se reunían los jóvenes muchas veces a pasar las veladas en cualquier casa de la aldea y jugaban a varias cosas: con las cartas de la baraja se hacían diversos juegos bastante divertidos o al menos, entretenidos para pasar de la manera más grata posible las largas trasnochadas. Uno de los juegos que ha quedado sepultado en el abismo de la historia, en el que antes la juventud pasaba ratos placenteros, era el que llamaban el juego de “los cuernos”. Se repartían todas las cartas de la baraja entre todos los reunidos alrededor de una mesa; comenzaban echando carta y cotando desde el uno hasta el 12, que coincide con el número que llevaba la carta del rey y volviendo otra vez al uno. Si al soltar la carta coincidía el número que se contaba con el número de la carga, el jugador siguiente se detenía sin echar carta y le avisaba al que había echado la anterior, quien tenía que recoger todas las cartas de la mesa de juego y así seguía el juego hasta que los jugadores se iban quedando sin cartas hasta quedar uno solo con cartas en las manos.

Entonces continuaba él solo contando y soltando cartas sin haber coincidencia del número contado con el número de la carta jugada, quedaba libre de cuernos, pero al coincidir el número de la última carta echada con el que había contado, entonces, todas las cartas que le quedaran en las manos, eran los cuernos que se le atribuían. Es decir: que suponiendo que tuviese todas las cartas en las manos un jugador porque todos los demás se hubieran descartado, si al empezar a contar la primera carta era un As, tendría 39 cuernos; el número de cartas que le quedaban.


EL JUEGO DEL ANILLO
Otro juego muy ameno y significativo era “El Juego del Anillo”. Se sentaban los participantes formando corro y salía uno, chica o chico, con un anillo entre las manos juntas como en actitud de oración, e iba introduciendo sus manos entre las manos de todos los del corro y, disimuladamente, sin que se viera ni los demás pudieran notar nada, dejaba caer el anillo entre las manos de uno cualquiera; y al terminar de pasar por el último, decía: “Por aquí se me fui, por aquí me vino, pide el anillo, dirigiéndose a otro, al que mejor le parecía de los del corro, nunca al que se lo había dejado. Si el que se le decía que pidiese el anillo acertaba pidiéndolo al que lo tenía, este hacía igual que el anterior; pasar sus manos por las de los demás y si no acertaba, que sería lo más normal, al ser varios, tenía que dejar una prenda en depósito; un pequeño objeto que introducían en una bolsa. Seguía el juego hasta que todos hubieran dejado mas o menos prendas y cuando ya había bastantes objetos en la bolsa, se procedía a ir sacando las prendas por la mano más inocente de la reunión, pero antes habían acordado que el propietario o propietaria de la prenda extraída de la bolsa, aclarando si era de hombre o de mujer, había de realizar o interpretar alguna brevísima actuación que resultase graciosa y propia de su sexo. Se decía: “si es de hombre, que haga esto y si es de mujer, que haga lo otro, aportando siempre la máxima dosis de humor. A las mujeres alguna vez se les pedía que imitasen a las gallinas en la puesta del huevo y salir cacareando del ponedor y a los zagales, una de las cosas que se les pedía con más frecuencia era que imitasen la meada del perro, levantando la pierna y otras variadas cosas por el estilo, que siempre provocaban sonoras y prolongadas risas y diversión entre todos los concurrentes.


LAS LLAMARÁS
También jugaban los mozalbetes generalmente por las noches a lo que llamaban “las llamarás”. Por llamará se entendía a un guantazo en la palma de la mano de un jugador que se ponía de pie y con una mano se cubría un ojo y la otra mano la pasaba por debajo del otro brazo con cuya mano se tapaba el ojo y la tendía estirada con la palma hacia fuera en el lado del ojo tapado. El grupo de participantes en el juego quedaba detrás y uno cualquiera le pegaba la llamará; y con cierta exclamación de júbilo le interrogaban que quién le había pegado; si contestaba acertando, entonces el que había dado la llamará se ponía en la misma posición que el anterior a recibir las llamarás y si se equivocaba diciendo que qué había sido otro, continuaba recibiendo nuevas llamarás hasta que acertara. El caso es que entre dando y recibiendo tortazos terminaban con las manos bien calientes.


LOS BOLOS
El juego de los bolos que se sigue practicando actualmente e incluso dándole mas importancia organizando campeonatos o competiciones, antes se jugaba en todas las cortijadas los días festivos por las tardes y siempre que los hombres más jóvenes disponían de un rato libre. No había copas ni campeones; se reunían los aficionados, que eran casi todos los hombres, normalmente se llevaban una bota de vino a la bolera, que se iban bebiendo durante el juego y luego lo pagaban los perdedores. Algunas veces en núcleos pequeños donde no había tabernas para comprar el vino jugaban al palo seco, así pasaban la tarde y se divertían amistosamente jugando solo por el honor de vencer un grupo a otro, que tal como se hace ahora se formaba dos grupos más o menos numerosos, dependiendo de los jugadores que se juntaban.


LAS LUCHADAS
Una cosa que se practicaba mucho entre niños y algunos jóvenes mayores, eran las luchadas; algo así como una pelea en broma, en que dos porfiaban o apostaban a ver quién podía derribar al otro, normalmente caían al suelo los dos luchadores abrazados uno encima del otro y el que caía arriba era el vencedor.

Los padres de hijos pequeños, ellos mismos los estimulaban ofreciéndoles algún premio y los engatusaban a la luchada cuando se juntaban con otros de la misma edad o aproximadamente y el padre del victorioso, porque su hijo derribaba al adversario se enorgullecía y a veces gratificaba a su niño con alguna propinilla.

En cierta ocasión ya próxima a la feria de La Puerta, un hombre prometió a su niño llevarlo a ver la feria si vencía en una luchada a otro chavalillo dos o tres años mayor, pero menos diestro y menos valiente que el pequeño y el chiquillo tomó tanto ánimo que derrochando coraje derribó al mayor, por lo que el padre muy satisfecho cumplió su promesa llevándolo a la feria. No siempre vencía el más fuerte, sino el más experto y el que mejor maña se daba para luchar.

Algunos jóvenes ya adultos se jugaban o apostaban cosas de valor que el vencido había de pagar al vencedor. En los pueblecillos y aldeas luchaban unos con otros y en cada lugar había uno que se le consideraba el campeón o líder y en una ocasión concertaron una luchada entre dos campeones; uno del término de Hornos y el otro del municipio de Beas. Como cuando se disputa un combate de boxeo. Se jugaban una vaca en el combate y perdió el que luchó en su aldea. El visitante ganó el honor y la vaca. Le fue bien recompensado el viaje de más de 10 horas de camino sobre su mula, entre ida y vuelta.

A los propietarios o cuidadores de animales también les gustaba ver pelear a sus irracionales, los más apropiados y dados a las peleas eran los perros, los carneros, las vacas y los toros. Los dueños de estos animales peleadores, cuando se juntaban con otros que tenían animales de la misma especie y condición, enseguida promovían la pelea y disfrutaban de lo lindo viéndolos pelear.

Los carneros son muy testarudos y tenaces peleando y no salta fácilmente el que menos puede y resistían a veces hasta la muerte. Se daba algún caso de matarse un carnero peleador en riña con otro antes de darse por vencido, a consecuencia de los fuertes topazos que se pegaban en la encarnizada lucha.

Las peleas de las vacas también ofrecían peligro para la más débil por el riesgo de recibir una cornada que le profundizase hasta el vientre.

Los dueños de perros fuertes y peleadores estaban deseando encontrarse con otro perro de las mismas características para engancharlos y solían protegerles el cuello a sus animales de las feroces dentelladas de sus enemigos; les ponían un collar de cuero o metálico rodeado de pinchos fuertes hacia fuera como un erizo, para que el otro peleador no pudiera morder en el cuello que es el sitio más delicado y si lo hacía, enseguida tenía que ceder con la boca herida y perdía la pelea.


CARNAVALES Y SERENATAS
Al llegar el carnaval, todos los años, desde el domingo que comienza hasta el miércoles de ceniza, los jóvenes de ambos sexos se disfrazaban, aquí se decía vestirse de máscara, se ponía los hombres ropas de mujer y las mujeres ropas de hombre y con las caras tapadas con una tela de gasa clarita para poder ver salían de unas cortijadas a otras en comparsa cantando y pronunciando chirigotas y representando actos cómicos, divertidos y muy placenteros. Estas celebraciones se hacían por las tardes, concluyendo por las noches con los ya descritos bailes familiares.

Cuando terminaban los bailes, en cualquier época del año ya de madrugada, los mozos que se sentían enamorados o simplemente atraídos por una chica, acostumbraban a salir en pequeños grupos con guitarras y les cantaban coplillas amorosas que llamaban “serenatas” delante de la ventana donde suponían que ellas tuvieran el dormitorio, acompañando a sus cantos y requiebros las notas melódicas de sus instrumentos. Eran populares y repetían letrillas como estas:

Gracias a Dios que he llegado
a tu puerta, bella aurora,
me parece que he tardado
en cada paso una hora.
Aquí me pongo a cantar
a la sombra de la luna
a ver si puedo alcanzar
de las dos hermanas, una.
La mayor ya tiene novio
si no tiene le vendrá,
la que quiero es la pequeña
si sus padres me la dan.

Ya sé que estás acostada
ya sé que dormida no,
ya sé que estarás diciendo
este que canta es mi amor.
Asómate a la ventana
y dale luz a la vega
que digan los hortelanos:
ya tenemos luna nueva.

Y muchas otras coplillas por el mismo estilo. Si a la mozuela que le cantaban le caía bien el pretendiente o rondador, a veces se levantaba y se asomaba a la ventana placenteramente para corresponder los madrugadores cantos.

ENAMORAMIENTOS
El amor ha nacido siempre de manera misteriosa, sintiendo tal sensación desde la adolescencia, como yo supongo que ocurre ahora. Lo que no era igual, eran las ocasiones de manifestarlo y declararse un muchacho a una chica. ¡Qué diferentes eran las cosas en este sentido!. En el ambiente rural y más cuando ambos jóvenes no residían en la misma localidad, estas ocasiones eran bien difíciles de alcanzar. La mocita que se sentía enamorada de un chico o que le gustaban simplemente, por su condición femenina, no podía hacer otra cosa que manifestársele amablemente cuando se veían; pues el recato del que debían hacer gala las muchachas decentes para mantener su buena fama y honor, les impedía provocarle y mucho menos declarársele, que moralmente les estaba prohibido por tradición. Siempre había de ser el varón quien tomara la iniciativa y le declarase su amor a la mujer y esto no era fácil en muchos casos. Los mozos tropezaban con ciertas y duras barreras difíciles de vencer.

Como la inmensa mayoría de la población rural habitaba en pequeñas aldeas y cortijos dispersos, cuando un joven se enamoraba de una mocita que viviera en un cortijo solariego o pequeño núcleo distante de su residencia, lo tenía bastante mal para iniciar sus contactos verbales con ella; agravándose aún más, cuando, como en mi propio caso, le dominaba una extrema timidez, sobre todo al principio cuando se carecía de experiencia.

Había que procurar que nadie se enterara antes que la chica de que el mozo la quería, porque si ella se enteraba por una tercera persona y a ella no la había manifestado nada todavía se veía como una vergonzosa cobardía. No había la costumbre de alternar los jóvenes de distinto sexo y los jovencitos, cuando empezaban a sentir los excitantes impulsos del amor y se sentían atraídos hacia una mozuela, nos encontrábamos tan carentes de una experiencia en el trato con las muchachas, que nos poníamos rojos de vergüenza y no encontrábamos la manera de acercarnos y entablar conversación con la joven de la que estábamos platónicamente enamorados; y cuanto más intenso era el enamoramiento, mayor era el miedo y la vergüenza, hasta el punto de enmudecer la lengua dejando pasar las escasas ocasiones que se presentaran, por falta de atrevimiento, por cortedad.

A veces, nos decidíamos a escribirle una carta solicitándole una entrevista y declarándonos así; actitud que solía resultar ridícula. En tal caso ya no quedaba otra salida que presentarse en su casa una tarde de domingo u otro día de fiesta y si a la chica no le caía bien el pretendiente, tal vez se iba a otro sitio o se quedaba en su habitación sin salir a dar la cara y sólo se podía hablar con la madre, que se encargaba de decir en breves palabras, que su hija era todavía joven para ponerse novia o cualquier otra excusa para despedir pronto al tímido y avergonzado joven. En resumen, que como antes la gente se pasaba la juventud y hasta la vida entera en el lugar donde había nacido, se topaba con una inquebrantable barrera para relacionarse con quienes residían en otros lugares. Pienso que este sería el principal motivo, por el que una gran mayoría de jóvenes se casaban con personas de su misma localidad y de su familia. Las bodas entre primos eran de lo más normal y corrientes, aunque no estuviesen muy enamorados, sino por cierta conveniencia o porque eran las únicas personas que encontraban a su alcance. Con el tiempo se irían tomando cariño y vivirían gozando de relativa felicidad, aunque en un principio no existiera un amor profundo; y a pesar de todo, los matrimonios, no se rompían, eran para toda la vida.

LOS NOVIAZGOS
Cuando una pareja de jóvenes formalizaba sus relaciones amorosas, que ya la chica manifestaba su aceptación al pretendiente, lo que no haría nunca en la primera entrevista, ni quizás en la segunda después de declarársele, aunque lo estuviese deseando, como no existía la costumbre de salir, ni sitio apropiado donde verse y charlar, sobre todo en aldeas y cortijos, el muchacho se veía obligado a pedir a los padres de ella, su conformidad y e permiso para entrar en su casa para ver y hablar con su prometida; hablar íntimamente, que es lo único que antes hacían las parejas de novios.

Si los padres daban su consentimiento, que era lo más normal, entonces ya con el beneplácito de la familia, el flamante prometido iba a ver a su amada periódicamente con la frecuencia que le permitiera la distancia; si residían en la misma localidad, la visitaba casi todas las noches después de cenar y si residían en distintos lugares o alejados, lo normal era visitar el novio a la novia una vez por semana, los domingos por la tarde y noche, quedándonos generalmente a cenar en casa de la familia de la novia. En el caso menos frecuente de que los prometidos vivieran muy alejados, que se tardase varias horas o una jornada en el camino, las visitas, forzosamente, tenían que ser mas espaciadas; hasta un mes o más de visita a visita, aprovechando los principales días de fiesta. En estos casos, los hijos de labradores que disponían de buenas caballerías, el novio viajaba en cabalgadura bien enjaezada y se estaba dos o tres días en casa de la novia; dependiendo de la época del año y de las ocupaciones. En verano, siempre había más faena y no podía estarse tanto tiempo en invierno.

El tiempo que una pareja de novios podían estar juntos, era bajo la perenne vigilancia de la madre de ella o alguna hermana si salían a la calle a la fuente a por un cántaro de agua.

No siempre eran conformes los padres con los noviazgos de los hijos, en aquellos pasados tiempos se contemplaba mucho la posición social y más la economía de los que se comprometían para unir sus vidas. Los padres y demás familiares calculaban los bienes materiales de cada uno y exigían cierta igualdad entre las personas con quienes iban a emparentar; y si eran de condición más humilde, no los aceptaban aunque fueran muy buenas personas. Se daban casos de que en una familia tenían sirvientes, una “criada” para el servicio o hija de los dueños se enamoraban de la moza o mozo, la familia los rechazaba rotundamente, les parecía una bajeza. La primera determinación que tomarían, era despedir al sirviente solo por ese motivo, oponiéndose enérgicamente a los sentimientos de los hijos. Cuando era la familia del varón la que no aceptaba a la futura nuera, no eran tan graves los obstáculos, si el joven se negaba a complacer a los padres y vencía su amor, los padres no tenían mas remedio ceder y dejar que se casaran, aunque estuviesen tan rebeldes que no lo acompañaran a la boda. Muy diferente era cuando no aceptaban al pretendiente de la hija, entonces no le permitían la entrada en su casa y en algunos casos no dejaban salir a la muchacha a ningún sitio donde pudiera verse con el novio, de manera que a los jóvenes enamorados se les hacía muy difícil el mantener sus relaciones amorosas y más si ella residía en un cortijo o aldea pequeñita; tenían que verse a escondidas en algunas escapadas de la chica burlando la vigilancia paterna o en casa de alguna vecina que admitiera en su casa la entrada a ambos enamorados, sirviendo de tapadera.

En estos casos un tanto aislados, sí que podía quedar embarazada la chica en algún encuentro clandestino, para forzar a los padres a que diesen su conformidad, su consentimiento y hasta reclamar la presencia del novio para acelerar los trámites del casamiento con la máxima urgencia posible.


VIRGINIDAD FEMENINA
Siempre hubo excepciones y quizás ahora también las haya en sentido contrario; es decir, que en los ya caducos tiempos que nos ocupan, las mujeres habían de llegar vírgenes al matrimonio; y no consistía la castidad sólo en las relaciones sexuales, lo que hoy mal se denomina “hacer el amor”, porque el amor se nace y no se puede hacer. A las mocitas las vigilaban las madres hasta el día de la boda y por la educación que recibían, la mayoría no se dejaban siquiera besar ni acariciar; era como pisar un terreno vedado. Y es que la joven que se dejaba besar y hacer ciertas caricias por su novio, si se rompía la relación y no llegaban a casarse y tal conducta se llegaba a saber porque alguien los hubiera visto o porque el ex novio insensato lo decía por hacerse como más hombre ya tenía dificultad para que le salieran otros pretendientes, porque muchos hombres indignos de tal nombre común, eran jactanciosos que alardeaban exagerando de haber hecho una u otra acción voluptuosa con su ex novia; a veces por presumir de machos o por envidia y hacerle daño a ella, si es que era la chica quien lo había despedido, sin reparar en el daño que le hacía, perdiendo fama y méritos ante la opinión de los demás, aunque solamente fuera por besos o tocamientos sin llegar al acto sexual, que se consideraba como una cosa sobrada y no se pensaba que pudiera haber ocurrido.

Las mocitas guardaban su virginidad como su tesoro más valioso; era su honor y su honra. En el caso excepcional de que una mocita tuviera la debilidad de perderla con su novio, después, arrepentida lloraba amargamente, a la que le ocurriera para su desgracia, se le consideraba como una “perdida”. Lo decían con esa misma expresión: “a esa la perdió el novio o fulano de tal”, lo que suponía haber perdido la honradez. Hasta el alternar en bares o tabernas con varones desprestigiaba a las damas como si tales actos les estuvieran vedados.


LAS BODAS
Siempre era y es todavía en la mayoría de los casos la costumbre general de celebrar las bodas en el lugar de residencia de las novias, en cuyos domicilios se reunían los invitados el día de la boda por la mañana. Tanto para los novios y padrinos como para todos los acompañantes, se preparaban caballerías, enjaezándolas lo más elegantemente posible; principalmente la que destinaba para que se montase la novia en el desplazamiento desde la aldea o cortijo hasta el pueblo, en cuya iglesia iba a tener lugar la celebración nupcial. En los casos de familias con unas posibilidades, se preparaba cabalgadura individual en primer lugar para la novia, colocando sobre la albarda unas jamugas, que era una silla de montar las damas, con palos torneados en forma de tijera, donde podían cogerse para ir más seguras y evitar una posible caída.

Si no disponía de bastantes bestias, se cogían las más fuertes y de mas confianza por su mansedumbre, para las parejas de novios y padrinos. Cuando iban hacia la iglesia, se montaba la novia con el padrino encabezando la comitiva, seguidos del novio con la madrina. Al regreso ya desposados, viajaban los novios recién casados en la misma cabalgadura, previamente adornada; engalanada con el máximo esmero; cubriendo el aparejo con una manta nueva de las que se tejían en los viejos telares serranos, encima, una colcha blanca de ganchillo o bordada primorosamente a mano por las sabias y hacendosas mujeres serranas, que sabían hacer trabajos de artesanía con exquisitez admirable.

Según la distancia que separaba el lugar de los contrayentes a la Iglesia, así habría que madrugar para regresar a buena hora de la primera comida de la boda al medio día que sería en el domicilio familiar. Las bodas duraban dos días; boda y torna boda, que así se denominaba al día siguiente del acontecimiento.

Si la vivienda de los padres de la novia no era suficientemente amplia para la entrañable fiesta, a veces se celebraba en la casa de un familiar o vecino o entre ambas casas. Las comidas eran preparadas por una mujer experta en el arte culinario y servidas por familiares de los contrayentes.

Previamente se juntaban sillas, mesas y menaje de cocina para atender y acompañar a los invitados. Si la boda era en un cortijo donde no hubiera vecinos, habría que llevar el mobiliario y vajilla que faltase desde otros cortijos o aldea cercana.

El menú siempre era base de carne; de cabrito, cordero o pollo magníficamente guisadas por la cocinera especialista y regado todo con el mejor vino de la tierra o manchego.

Al desayuno del día de la tornaboda se le denominaba “el refresco” y consistía en un exquisito chocolate a la taza con buñuelos caseros y la sabrosa mistela elaborada en las casas como se sigue haciendo, con aguardiente fuerte, café y azúcar. Se concluía el refresco saboreando los no menos apetitosos bizcochos y roscos igualmente elaborados por las habilidosas y hacendosas manos de las abnegadas mujeres campesinas, que aún siendo analfabetas la mayoría de ellas en las letras, puede decirse que poseían la más extensa cultura en cuanto al bien hacer de las múltiples faenas que realizaban.

Como es lógico, en las bodas no podía faltar el típico baile familiar, a excepción de que en alguna familia de los desposados hubiera luto, cosa que antes se guardaba en rigor. Lo que se hacía, salvo urgente necesidad, era aplazar tales celebraciones hasta que pasara el periodo de luto más riguroso.

Para las bodas se procuraba tener la música mejor posible; nunca una guitarra en solitario, sino acompañada de laúd, bandurria, acordeón o violín; estos dos últimos instrumentos, rara vez se podía contar con ellos. El baile comenzaba al terminar la primera comida y continuaba hasta la cena, para la que se interrumpía, volviendo a continuar durante toda la noche, porque no había alojamiento para poder acostarse todos los concurrentes.

Para los mayores sí que se procuraba buscar donde puedan acostarse en los pajares, porque en las viviendas rurales solo había las habitaciones precisas para la familia y cuando se juntaba mas gente, tendían jergones y cabeceras en el suelo mientras había espacio y ropas.

Sobre la media noche se iban los recién casados a la habitación con la cama que iban a estrenar. La madrina que solía ser una mujer casada, acompañaba a la novia donde la dejaba con el que ya era su marido, en el nido que sería testigo de sus primeras experiencias sexuales como pareja.

Por la mañana del día siguiente continuaba la música y normalmente se echaba la serenata a los novios en la puerta de su habitación para que se levantaran. El novio sería el primero en salir de su aposento y agradecía la música y cantos que les dirigían, ofreciendo a los presentes alguna botella de buena bebida. Después se tomaba el referido refresco con lógico alborozo y al terminar, continuaba la música desgranando sus melodías bailables, a cuyo ritmo y compás bailaban todos alegremente.

Algunos jóvenes iniciaban en las bodas sus relaciones amorosas, que era la mejor ocasión que se les podía presentar para alternar y expresar ellos a ellas sus sentimientos. Los más viejos decían que de cada boda surgían otras siete. No siempre sucedería así, ni que fueran tantas, pero muchos noviazgos sí tenían su principio en bodas.

Pasado ya el medio día de la tornaboda, se consumía la última comida del acontecimiento y como suele decirse, “Cada mochuelo a su olivo”.

Los recién casados no disfrutaban de viaje de luna de miel; los primeros días se quedaban con la familia. La primera salida que harían juntos era a la casa de los padres del esposo, que en muchos casos como en el mío propio, sería la primera vez que la joven esposa pisaba los umbrales de la casa de sus suegros; pues antes de la boda no era normal que la novia visitara la casa del que iba a ser su marido.

No quiero dejar de hacer mención de que en el corazón de la Sierra de Segura, en los términos de Santiago y Pontones, se añadía a los desayunos o refrescos, gran cantidad de garbanzos tostados. Se tostaban con ceniza o yeso, hasta una fanega de garbanzos, según los invitados que había y la situación económica de las familias. Siempre había mas garbanzos que se podían comer y acostumbraban a terminar tirándose garbanzos lo jóvenes, unos a otros.

Recuerdo una boda a la que asistí siendo muy joven, en una pequeñisima cortijada del municipio de Santiago de la Espada, en la que conocí, alterné y hice pareja de baile con una preciosa mocita también jovencísima, de la que sentí enamorado platónicamente, (creo que por primeva vez en mi vida), que aquella mañana durante el desayuno, aquella guapa jovencita vestía un elegante traje negro que hacía realzar mas su belleza y ostentaba una atractiva cabellera de pelo negro y rizado; y, de los garbanzos que topaban en su maravilloso cuerpo, le quedó el vestido como estampado desordenadamente con lunares cenicientos de los garbanzos y entre los rizos de su deliciosa melena, le quedaron cantidad, quedándole la cabeza salpicada como de embellecedoras perlas.

Recordando aquella inolvidable fiesta rural, compuse el romance autobiográfico, “Mi Aventurilla primera”...


ROMANCE AUTOBIOGRÁFICO
“MI AVENTURILLA PRIMERA.”

En mis hondas soledades
aún con pena, me deleita
el recuerdo inextinguible
de la memorable gesta.

Aunque impulsos amorosos
desde chaval los sintiera,
ya era todo un hombrecito
careciendo de experiencia,
cuando inesperadamente
el amor golpea las puertas
de mi corazón dormido
que aletargado en su celda
dócilmente reposaba
sumergido en la inocencia,
y un ardiente latigazo
me lo zarandea y despierta.

El año cuarenta y tres
del siglo veinte, en escena,
y el día tres de septiembre
brilló con magnificencia.
Feliz y espléndida tarde,
el baile en una amplia era,
tarde de gratos recuerdos,
tarde inolvidable aquella
de celebración de bodas
en serranilla aldehuela
de la madre del Segura
sobre elevada meseta.

De quien nos acompañaba
en la campesina fiesta,
no se quedó en mi memoria,
solo la recuerdo a ella;
deslumbrante, arrolladora,
sorprendentemente bella
alegre, jovial, afable,
toda encanto y gentiliza.

La que yo no conocía
ni sabía de su existencia,
y el azar vino a ponernos
codo a codo en una mesa,
que sería el vientre gestante
de la amistad más sincera.

Preciosísima criatura
dejando la adolescencia,
con rostro Inmaculada
como Celestial Princesa;
ojos con brillo de soles
le dio la Naturaleza.
Piel de armiño y pelo negro
contrastaban en su esencia.

Su cuerpo era la escultura
que Dios hozo más perfecta;
ni el gran artista, Murillo
pintaría imagen más bella
con sus mágicos pinceles
en sus obras sempiternas.

Yo quedaría deslumbrado
ante tan brillante estrella.
¡Qué encantadora mocita!
¡Qué porte y delicadeza!
¡Qué atractivo, qué donaire!
¡Qué elegancia tan estema!

El candor de su mirada,
su sonrisa dulce y tierna
y su angelical semblante
que ami cautivo me hiciera,
eran reflejo de un alma
limpia, inocente y sincera.
Gracia, simpatía y ternura
se desbordaban en ella.

Mi alma, como hechizada,
embobada y prisionera,
saturábase de dicha
adorando aquella estrella.

Yo, atónito contemplaba
su fascinante belleza,
su mirar de enamorada
con infinita elocuencia.

De aquella rosa fragante,
blanca flor de primavera,
el aroma que exhalara
mi corazón lo condensa,
como así llevo grabadas
aquellas palabras tiernas
que brotaban de sus labios
como flores de su lengua.

Sus ojos maravillosos,
(su recuerdo me embelesa)
chocaban contra los míos
dejando imborrables huellas.
El vientecillo movía
su sedosa cabellera
acariciándole el rostro
encendido, de azucena.

Atraídos mutuamente,
compartido dicha inmensa,
bailábamos complacidos
al son de vibrantes cuerdas
de una guitarra andaluza,
bravucona y altanera
que en manos enardecidas
desgranaba sus cadencias.

Una humana voz alegre
con letrillas de la tierra,
se unía arrogante a los tonos
de la sonora flamenca.
Música sin armonía,
la pista, de áspera tierra,
mas todo era delicioso
con mi excepcional pareja.

Doble y profundo flechazo;
_quién no le sorprendiera
dos vidas ya inseparables
que ayer no se conocieran?
Mi placer era tan grande,
mi dicha tan manifiesta,
que haría brotar ciertos celos
en la viril concurrencia.

Iniciamos un paseo
por accidentada senda
aprovechando el descanso
de la peculiar orquesta.
Procuramos soledad,
que a veces resulta bella
separándonos del grupo
de la tropa bullanguera.

Avanzamos silenciosos
hasta una fría fuentezuela
que chorreaba tarareando
su balada predilecta,
de la que se abastecían
las buenas gentes aquellas,
aquellas gentes sencillas,
trabajadoras, honestas,
quien no sabían de vicios
ni de holganza ni de juergas,
que allí moraban gozando
de pura naturaleza,
donde el sosiego es perenne
y la paz de Cristo, reina,
causando la sensación
de estar del Cielo más cerca.

Lejos de preocupaciones
y olvidados de la fiesta,
tomamos plácido asiento
sobre unas peladas peñas.


Nuestras almas se inundaban
en un mar de complacencia;
de amor joven, vigoroso,
todas las medidas llenas.
Nos lo decían nuestros ojos,
en el mirar se demuestra;
las palabras se ahogarían
ante emoción tan intensa.
¿Por qué mi voz se cortaba?
¿Por qué se ataba mi lengua
quedándose a veces muda,
y en otros casos tan suelta?

Al fin... mi pasión de fuego
pudo quebrantar berreras;
le dije que la quería
con timidez y voz trémula.
Inútil declaración,
si menester ya no era
porque mi amor era claro
aunque sin palabras bellas.

No sé... con timbre de miel
lo que ella me respondiera,
con ojos mirando al suelo
como sintiendo vergüenza.
Creí leer en sus ojos
la dulce ansiada respuesta.

El gorjeo de pajarillos
en arbustos y praderas,
fina brisa de Occidente
suave, perfumada y fresca,
y el zumbido melodioso
de laboriosas abejas
que revolaban activas
buscando en la flor el néctar,
amenizaban la tarde,
tarde de venturas plena,
tarde gran regocijo,
de alegrías y sana gresca.

A los lejos, un riachuelo
surcando una fértil vega,
galantemente escoltado
por altiva alamedas,
quería arrullar nuestro oído
con sus melodías eternas,
con su rumor quejumbroso
retumbando en las laderas.

Todo el campo engalanado
don tan singular de belleza,
que si el Cielo fuese verde
y grisáceas las estrellas,
yo diría que era el reflejo
de aquellas feraces tierras
de fértil vegetación,
de duras riscas repletas.

La vida nos sonreía
de indescriptible manera.
¡Qué colmo en felicidad!
¡Qué deleitable vivencia!
¡Cómo se ensanchan las almas
cuando por la dicha ruedan,
y que bonito el amor
en su aparición primera!

Un beso tímido y tierno
cuyo calor aún me quema,
dentro de mi corazón
pugnaba por salir fuera
buscando ardorosos labios
por sellar fieles promesas.

Ya buscaba el sol caída,
sus rayos perdiendo fuerza,
aceleraba la marcha
por concluir su tarea.

Tendría miedo a ser testigo
de alguna amorosa escena,
o mi gozo le dio envidia
y huyó por no padecerla
tras las crestas empinadas
de la sierra gigantesca,
cediendo campos azules
a las confusas tinieblas.

¿Por qué aquel sol fugitivo
no detuvo su carrera
y haría perpetuar el día
más feliz de mi existencia?

La tarde cara al abismo,
se hacía parda la floresta,
un sello rojo-sangriento
en la calva de la sierra
del sol viejo, agonizante
anunciaba la presencia
de la noche tentadora
con su manto gris acuestas,
una veces, desafiante,
otras, romántica y tierna.

Medio pelotón de luna
entraba de centinela.

Muerto ya el Rey del espacio,
de luto nuestro planeta,
el Firmamento encendía
faroles para la vela,
cuando ella, sabios consejos,
entonces me los recuerda.
Y escondiendo entre sonrisas
dos enmascaradas penas,
hubimos de separarnos.
¡¡Qué corta la fiesta aquella!!


LAS CENCERRADAS
Los viudos que volvían contraer matrimonio o simplemente unirse en pareja, pasaban por un trance verdaderamente espinoso. La primera noche que pasaban juntos les daban una brutal cencerrada. Pesar de que procuraban unirse de la manera mas secreta posible y sin celebrar boda, salvo en algún caso excepcional de que uno de los dos fuese soltero y el otro también joven y sin hijos y tuvieran viva la ilusión del lucimiento.

Por mucho que cuidaran de que nadie se enterara cuando se iban casar o unirse, de una forma u otra, se filtraba la noticia; unos se lo comunicaban otros y en poco tiempo se convocaba la cencerrada, la que acudían, por supuesto los más brutos e insensatos de los alrededores, provistos de grandes cencerros y otros objetos ruidosos y les armaban la sonada algarabía, acompañando los bruscos sonidos de los cacharros, las voces escandalosas del gentío con groseras coplillas que improvisaban los asistentes más ingeniosos. Entre una cosa y otra, el estruendoso ruido era de tal magnitud que se oía más de una legua en contorno; una descomunal salvajada.

Algunas parejas concertaban con el Cura la fecha del sacramento para celebrarlo de noche, cuando todo el mundo estuviera recogido en sus casas, silenciando la noticia del acontecimiento y hasta algunos reclamaban la protección de la Guardia Civil para evitar la odiosa cencerrada, pero a pesar de todo, rara era la pareja que se libraba del salvaje acontecimiento. Otros se juntaban sin casarse en un principio para no dar publicidad y tampoco se libraban; si no la primera noche, la segunda les sonaban los cencerros, aunque ya con menos intensidad, porque por costumbre, la cencerrada debía ser la primera noche que pasaran juntos.


FIESTAS PATRONALES
Las Fiestas Patronales se celebraban antes como ahora, en todos los pueblos que contaban con iglesia parroquial en honor al santo que se tenía por el actual, es que entonces solo se celebraban fiestas en los pueblos con municipio e iglesia o al menos que tuvieran su parroquia, pero no en las aldeas dependientes de la parroquia que radicase en otro lugar. El personal residente en cortijos y pequeñas aldeas, que era la mayoría de la población serrana, si querían ver las fiestas del pueblo, tenían que desplazarse andando, como para todos los viajes y acudían el día del patrón la función religiosa y después, los más jóvenes, volvían alguna noche la verbena, que generalmente organizaban en una plaza pública con banda de música de aire que contrataban de otro pueblo, porque la inmensa mayoría de los pueblos pequeños no la tenían.


Las Vaquillas tampoco podían faltar en las fiestas de los pueblos serranos. Llevaban vacas de los vecinos de su término municipal; enclave de las yuntas que tenían para la labranza, aunque no fuesen bravas y los chavales más atrevidos les daban cuatro carreras de un lado otro en una plaza del pueblo hasta que se cansaban y les daban suelta para que se fueran sus lugares de origen; esto ya última hora de la tarde.

Después seguían las verbenas hasta la madrugada, hora en que los que vivíamos en los cortijos, emprendíamos el regreso casa rendidos por el sueño y el cansancio, después de haber madrugado bien para dar primero la jornada de trabajo seguida de la caminata la fiesta y volver dando tropezones por el camino, sin casi poder tenernos de pie y sin apenas descansar nada, iniciar la nueva jornada con la yunta la azada o la hoz, porque las faenas no se hacían esperar, sobre todo en verano que es el tiempo cuando se celebran las fiestas en casi todos los pueblos.


LAS LUMINARIAS
Durante el tiempo de frío más riguroso, en otoño e invierno, existía la bella costumbre (que al recordarla me produce cierta nostalgia), de encender fogatas que llamábamos: “luminarias”, por las noches, la víspera de la festividad de algunos santos, los más significativos; de los que actualmente solo San Antón se sigue honrado con tal honor.

El primer santo de la temporada que se veneraba y se distinguía con la tradicional luminaria, era San Andrés, la noche anterior su día, 30 de noviembre. Por la tarde salíamos los niños y las jovencitas menos ocupadas al monte buscar el romero, que era el combustible con que se alimentaba la fogata. Todos sabemos que el romero son matas silvestres cuyas ramas y tronco arden muy bien aunque estén verdes, recién cortados. Cada uno contaba las matas o ramitas con las que hacía su haz más o menos grande, medida de sus fuerzas, se lo cargaba las espaldas o bajo el brazo, llevándolo al sitio elegido para encender la luminaria.

Luego, después de cenar se reunían los vecinos, principalmente la juventud, en la calle o plazuela donde habían dejado el romero, le prendían fuego para que ardiera en honor al santo, al que se vitoreaba y contemplando las llamas se pasaba una velada muy grata. Esta era otra ocasión que aprovechaban los jóvenes enamorados para acercarse la chica de sus sueños, dirigirle requiebros o tirarle los tejos como se suele decir.

La luminaria de San Andrés le seguía la de la Inmaculada Concepción. y después se le encendía Santa Lucía, 13 de diciembre, la que se aclamaba pidiéndole y agradeciéndole favores sobre las enfermedades de los ojos, de los que se consideraba abogada y protectora.

En la hoguera de San Antón, además del romero se quemaba leña; se hacían como un castillete de 1'5 2 metros de alto, con palos o ramitas que se colocaban cruzándolos dos en paralelo atravesados unos con otros por los extremos y lo denominábamos así: El Castillo de Santón. En dicho castillete se introducían ramitas de tea para que ardiese mejor y se le prendía el fuego por la parte alta para que tardara mas tiempo en derribarse y quemarse. Durante el tiempo que duraba la hoguera se le proferían entusiastas Vivas al Santo para que guardara y protegiera los animales domésticos como fiel patrón de los mismos. Se comían los tradicionales tostones y “rosas” (palomitas de maíz) bien remojados con vino que los ganaderos regalaban, casi siempre cumpliendo promesas que habrían hecho al Santo. Se oía repetidas veces la voz jubilosa de ¡Viva San Antón! Y otros contestaban con la emoción y alegría que el vino suele producir: “Tostonero y borrachón”.

Concluía el ciclo de las luminarias con la de La Candelaria y San Blas; los días 2 y 3 de febrero. Este último santo se le pedía que nos librase de las enfermedades de la garganta: anginas, faringitis o el cáncer, que lógicamente era lo más temido como lo sigue siendo siempre; el odioso cáncer de garganta, la enfermedad más horrorosa de las que atacan la faringe y laringe; y se tenía San Blas como buen abogado y defensor.

LAS MATANZAS
Se oye un viejo refrán que dice que “ cada cerdo le llega su San Martín”; es decir, que para el día de dicho santo, 11 de noviembre, llega el tiempo de las matanzas que antes se hacían en todos los hogares del medio rural, excepción de alguna pobre familia que no dispusiera del indispensable cerdo, ni dinero para comprarlo. Se sacrificaban los cerdos cebados para el fin y en algunas casas acompañaba con cabrito o cordero para aumentar los embutidos y que resultasen menos grasos. Así tenían el arreglo una de parte importante de la alimentación campesina para todo el año.

Las matanzas se realizaban cuando empezaban los fríos invernales; durante la segunda mitad de noviembre y en diciembre hasta Navidad; fecha en que debían estar terminadas para comenzar la recolección de la aceituna.

Estas faenas carniceras duraban dos o tres días en cada domicilio, en las que habían de ocuparse las mujeres activamente y sin descanso ayudándose unas otras porque las damas son las que más trabajaban en dicho quehacer de preparar las carnes y hacer los embutidos, que es lo más laborioso; elaborando distintos tipos y clases; las morcillas, chorizos, salchichones, etc. esta obligada faena se convertía en una fiestecilla familiar la que se invitaban todos los miembros de las familias que residían cerca, aunque algunos no trabajasen en la faena, como los viejos y los niños.

Señalaban las fechas con cierta antelación para que no coincidieran los días en una casa con las otras de los parientes que necesitaban ayudarse.

Para la matanza, lógicamente, lo primero que había que tener era el “marrano” como aquí se dice. Lo normal era matar varios animales según las necesidades y posibilidades de la familia. Se compraban lo que se decía, “los avíos”, que son los diversos ingredientes necesarios: sal, especias, tripas, algodón morcillero y las herramientas necesarias en perfecto estado, así como las máquinas de picar las carnes y embutir.

Se reunían los hombres primera hora de la mañana para matar y pelar los cerdos, remojando la tez con agua hirviendo o quemándosela con fuego apropiado. En primer lugar se tomaba un desayuno base de ricas tortas de manteca que hacían las mujeres y cocían en sus hornos caseros, regadas con mistela o aguardiente dulce.

Sin perder tiempo se iniciaba la faena. El matarife nunca era un profesional, en todas las familias, algún hombre sabía hacerlo más o menos bien y se encargaba de matar los animales ayudado por todos los demás, sacarles las vísceras, dejando las canales abiertas y la mañana siguiente, trocearlas, separando cada pieza y las carnes para la salazón y embutidos.

Las mujeres se encargaban de lavar las tripas en algún arroyo cercano, el primer día y el segundo, hacían las masas con la sangre y carnes, adobándolas todas con las especias. las morcillas más corrientes y populares se les añadía también arroz, miga de pan y la típica cebolla. Después de preparar los bodrios y masas de carne y condimentarlas, se procedía embutirlo todo en las tripas de cerdo para los chorizos y con las que se compraban para las clásicas morcillas.


La comida del segundo día de la matanza era siempre el típico “ajo de pringue” que hacían con hígado de cerdo y moya de pan; y para la cena, la “olla de matanza”, de garbanzos y morcilla fresca; y era esa noche cuando se manifestaba lo que tenía de fiesta; reuniéndose celebrando alegremente el acontecimiento y haciendo votos para seguir con salud hasta el año siguiente volver reunirse con alegría.

A veces, también estaban presentes las supersticiones; alguien creía que si en una comida se juntaban 13 personas en el corro, moriría uno de ellos antes de un año, por lo que se contaban y así eran 13 los comensales, habían quien se retiraba del corro para que no ocurriera tal desgracia.

LAS FERIAS
Hasta pasada la primera mitad de los años 1.900, había gran cantidad de animales de todas las especies en todos los rincones de nuestra geografía rural. Cuando todavía no estaba hecho el gigantesco pantano de El Tranco, era impresionante la cantidad de vacas de labor que cencerreaban en todos los cortijos hoy cubiertos por las aguas del pantano y en toda la vega de Hornos y sus laderas. Igual que en todos los municipios de estos alrededores.

Y para la compra y venta de los animales; principalmente vacas y bestias y en menos proporción, cerdos, se llevaban las ferias, que tenían lugar anualmente en días señalados en algunos pueblos de la zona, la feria de La Puerta de Segura era la principal, seguida de la de Siles, donde acudían vendedores y compradores; unos comprar y los otros con sus animales para realizar su venta.

Los días 21 y 23 de septiembre, en la feria de La Puerta y del 27 al 29, la de Siles. La feria de La Puerta entraban con su ganado, no solo de los pueblos de alrededor, sino de las Provincias de Albacete y Cuidad Real. Las ferias venían tratantes de ganado vacuno buscando los becerros por su apreciada carne y los compraban ojo, sin pesarlos, porque ellos eran más expertos que los rústicos y sencillos vendedores y así tenían más facilidad para adquirir las reses más bajo precio. La mayoría del ganado de carne de esta comarca se lo llevaban las ciudades del Levante.


Al recinto ferial de La Puerta llegaban ininterrumpidamente los labriegos con sus ganados, predominando las vacas con sus crías, desde la noche del día 20 hasta el día 28 por la mañana, e iban cogiendo sitio donde permanecían al cuidado de sus animales y esperando los compradores interesados por ellos. De cada hogar solían ir con el ganado al menos dos personas para relevarse en la vigilancia del hato y del ganado.

Los jóvenes aprovechaban las ferias para ver teatro, circo y otros espectáculos, que aquí nos eran casi desconocidos.


LA NAVIDAD
En las aldeas y cortijos se celebraba la Navidad de manera muy entrañable y divertida. No se conocía el hoy popular árbol de Navidad que preside los hogares españoles durante las fiestas navideñas y casi nadie instalaba tampoco el tradicional Belén. Puede decirse que la Navidad se celebraba con la alegría en el alma por el nacimiento del Niño-Dios. Para manifestar la alegría interior en la Noche Buena, se hacían las típicas zambombas con las pellejas, las que están adheridas las mantecas de los cerdos. Se ataba la pelleja por el centro una especie de cañita delgada que se le denominaba “el carrizo” por un extremo y dejando la caña hacia fuera, se ponía la pelleja bien estirada sobre el borde de un recipiente; una olla de porcelana era lo más corriente y atándola por el borde con una hebra de bramante u otra cuerdecita muy delgada, quedaba hecho el navideño instrumento, que se tocaba accionando el carrizo con una mano de arriba abajo, emitía un sonido muy peculiar un tanto ronco. Se cantaban villancicos populares y salían por las calles celebrando el divino acontecimiento con la música de las zambombas y pidiendo el aguinaldo, “aguilando”, como aquí se entiende. El aguilando consistía en las sabrosas tortas de manteca, higos secos y en algunos casos se iba introduciendo la costumbre de añadir los ricos roscos y mantecados caseros, que ya últimamente aparecían de manera más general. Todo bañado con aguardiente dulce y mistela de la misma que se tomaba en bodas y matanzas.

Además de los alegres villancicos, cantaban coplillas graciosas que algunos aunque fueran analfabetos, componían con admirable ingenio y buen sentido del humor, como esta:

El aguilando pedimos,
no lo pedimos por falta,
lo pedimos de alegría,
porque estamos en la pascua.

Los higos y nueces,
todo lo tomamos,
pero las bellotas,
son pa los marranos.

Si piensas en darnos higos,
no les quites los pezones,
que tenemos Perico,
que se los come a serrones.

La zambomba pide pan,
el carrizo pide vino
y la mano que la toca,
pide tajás de tocino.
Que vayan y vengan
los vasitos llenos
hasta que digamos,
bueno está lo bueno.

Y muchas coplilas por el mismo estilo. En cada grupo de aguilanderos cantores iba una persona con una cesta grande para echar los aguilandos que les daban las amas de casa, esta persona se le llamaba el “mochilero”, quien le dirigían la última coplilla en estos términos:

Entra mochilero, entra
con la mochila en la mano,
hinca la rodilla en tierra,
que te den el aguilando.

Y cuando habían recorrido todas las casas de la aldea, entraban en la vivienda donde más confianza tenían o les parecía mejor, casi siempre la casa de una familia de cualquiera de los del grupo y allí terminaban de celebrar el nacimiento del Hijo de Dios cantando con desbordante regocijo y consumían lo que había recogido en la cesta del mochilero.

Era admirable la sana alegría y calidez con que se celebraba las frías Pascuas de Navidad por la normal temperatura exterior, pero ¡qué calientes en el corazón de los curtidos y sencillos moradores esparcidos por todos los rincones de la rústica geografía serrana! Otra coplilla que se cantaba era:

Dame el aguilando
si me lo has de dar,
que es la Noche Buena
y hay mucho que andar.

Costumbres en Segura-2

FAENAS AGRÍCOLAS
Hasta aquí, en la primera parte de historia sobre la vida y costumbres en el mundo rural de antaño en la Sierra de Segura y su entorno, hemos tratado de la parte que podríamos decir más grata; como es el tiempo de la juventud, amores, bodas y fiestas. Pero como todo en esta vida tiene su cara y su cruz igual que las monedas, aquí también hay otra cara más oscura que considero merece contemplación: Los escasos medios de subsistencia, los duros trabajos a que había que enfrentarse desde la niñez y por último, el final de vida que esperaba a los ancianos.

Comenzaremos por las faenas agrícolas de primavera. Al cesar e ir amainando las tempestades y fríos invernales, los agricultores se dedicaban activamente a labrar y preparar la tierra para los próximos cultivos en los campos de cereales y en las huertas, a labrar, cavar y podar los olivos y a excavar y limpiar de malas hierbas los trigales, cebadas y leguminosas. Los labradores más fuertes, para estas faenas buscaban jornaleros; hombres y mujeres, según el trabajo que iban a realizar. Para escardar los cereales, siempre eran mujeres las que lo hacían y cuando estaban en el campo, si eran varias y no habían hombres mayores con ellas, perdían el comedimiento y recato de que en otras ocasiones solían hacer gala; y con grandes dosis de humor, cuando estaban trabajando en las proximidades de un camino y pasaba algún mozuelo, aunque no fuese conocido, se divertían dirigiéndole piropos; muchas veces bastante groseros y provocándole con frases excitantes y hasta con atrevidos desafíos. Alguno que les contestaba con arrogancia queriendo hacerse el valiente y muy macho, a veces llegaban hasta cogerlo entre varias de las más fuertes y lanzadas, unas de los brazos y otras de las piernas y lo derribaban boca arriba y le daban lo que decían “los marculillos”, que consistía en elevarlo repetidas veces, dejándolo caer hasta el suelo, teniéndolo bien sujeto por las extremidades y con alguno que alardeaba de muy hombre, llegaban hasta desabrocharle el pantalón y echarle tierra o agua en los órganos genitales. No todas las mujeres se atrevían a tanto, pero con algunas, sí que era de temer el pasar cerca de donde hubiera campesinas y en todo caso, convenía hacerse el sordo y no hacerles caso a sus desafiantes piropos.


LA SIEGA
Con la entrada del verano llegaba la siega de los cereales y si todas las tareas en el campo son duras y exigen sacrificio, en la siega hay que redoblar los esfuerzos, así como para coger garbanzos, guijas yeros, etc. son las faenas más rabiosas de la manera que antes se hacían; tanto por las temperaturas que había que soportar, como por la cantidad de horas diarias que en ese tiempo se trabajaba sin apenas descanso.

Todos sabemos que al final de la primavera y comienzos del verano, tienen los días de 15 a 16 horas de luz solar; pues además de trabajar desde el amanecer, faltaba tiempo para los quehaceres que se acumulaban y se aprovechaban las noches de luna para trabajar y así no se pasaba tanto calor. En las recolecciones trabajaban todos: mujeres, hombres y niños; los niños no daban jornales, pero como casi todos los campesinos tenían algo que recolectar en tierras propias o arrendadas, los aplicaban en sus propias faenas.

Además de la recolección, incluidos acarreos y trilla, había que atender el cultivo de las hortalizas; y en los regadíos, segados los cereales, se quitaban las mieses a toda prisa para sembrar maíz y habichuelas y así obtener otra segunda cosecha en la misma tierra. Por lo que entre unas cosas y otras, era tanto lo que había que hacer con urgencia, que no quedaba tiempo ni para rascarse la picazón producida por el polvo y sudor.

El poco tiempo que se podía dormir, los hombres lo hacíamos en el campo, al cuidado de las bestias que no se encerraban para que se alimentaran de hierba en los eriales y rastrojos; y para estar al pie del trabajo y al amanecer comenzar la tarea aprovechando el fresco de las mañanas.


ASÍ ERA UNA JORNADA DE SIEGA
En esta faena, como en todos los trabajos del campo durante junio, julio y agosto, comenzaba al apuntar el alba o pocos instantes después. Los segadores armados con la única herramienta posible para tal faena, que era la hoz, se protegían del continuo roce de las mieses con una especie de delantal de lona fuerte o piel de cabra abierto o dividido en dos por la parte de abajo para ajustárselo a los muslos y piernas. A esta prenda se le llamaba zamarro o zamarrón. También se protegían los dedos de la mano izquierda (o los de la derecha el que era zurdo) con dediles de cuero para no cortarse con la hoz y evitar pinchazos de cardos y otros yerbajos que tienen agudas espinas en sus tallos y hojas, los antebrazos se los protegían con manguitos también de lona o cuero. Dispuestos con la descrita indumentaria iniciaban la jornada madrugando siempre más que el sol, antes que se reflejase en la cima de las montañas y cumbres más elevadas.

Cuando llevaban un par de horas trabajando, les llevaban al tajo el almuerzo, primera comida del día, que consistía en una gachamiga de harina de trigo o migas de pan, con ajos y tajadas de tocino.

Como el calor y el trabajo eran rigurosos, se llevaban un cántaro lleno de agua que guardaban a la sombre de haces de mies para que no se calentara demasiado. Próximo al medio día se hacían un gazpacho de segadores, a base de agua, sal, vinagre y trocitos de pan duro y cebolla. Después de tomar el peculiar gazpacho, descansaban un rato en la sombre de un árbol si lo había cerca y enseguida, a esa hora sobre el medio día cuando las temperaturas a veces rozaban los cuarenta grados en sombra, ignorando a cuanto alcanzarían al sol y las mieses secas parecían llamas de fuego, se reenganchaban con la tarea hasta las tres y media o cuatro de la tarde aproximadamente, que igualmente les llevaban al tajo la segunda comida fuerte, para que no perdiesen tiempo. Esta comida era siempre un cocido de garbanzos con su correspondiente tocino y morcilla. Algún día podría sustituirse por potaje de judías. La mesa era el suelo, el rastrojo servía de mantel; sentándose, unos en haces de mies y otros en piedras o en el suelo. Rara vez estaban presente el vino en las comidas; pues se consideraba demasiado lujo para los pobres.

Poco antes de anochecer se daba por concluida la jornada y si el tajo estaba muy cerca de los domicilios, iban los segadores a cenar a la casa del amo o patrón, pero si estaba algo lejos, también la cena se la llevaban al tajo, donde se quedaban a dormir sobre las gavillas contemplando las estrellas hasta que se quedaban dormidos y así pasaban la noche, lamentando la llegada del nuevo día, porque en cuanto se veía, no había más remedio que enfrentarse a otra rabiosa jornada.


LA TRILLA
Cuando se acaba la siega ardiente
sigue rabiosa la seca trilla,
chirrían las mieses, el trillo chilla,
trotan las mulas pausadamente.

¡Ay cuánta vuelta que pendiente!
Viajes redondos, de pie o con silla.
Resuena el eco de una coplilla,
restalla el látigo constantemente.

Chafan la parva, lo alto se cala,
la parte baja no se ha tocado,
hay que volverla co horca y pala
Y para postre, el mamontonado.
En este punto todo se axhala;
sudor a chorros se ha derramado.

En los lugares de más altitud, los parajes más fríos de la Sierra de Segura, en los términos de Santiago y Pontones, es más tardía la maduración de los cereales, por lo que la siega se comienza dos o tres semanas mas tarde que en los valles de Hornos y Segura, por tanto, tienes menos tiempo para la recolección, puesto que el otoño allí se les anticipa. Hay sitios en que las tormentas les llegan antes de terminar de recoger el grano de la eras. Esto ocurría alguna vez en Poyotello, Fuente Segura, Las Mesillas y en otras cortijadas de la Vega de Santiago para arriba hasta los campos de Hernán Pelea, que en más de una ocasión tuvieron que coger el centeno y trigo de la era para sembrarlos. Entonces estaban obligados a acelerar al máximo las faenas de siega y trilla y buscaban segadores de otros pueblos donde ya había hecho la siega, para realizar dicha faena en pocos días y seguidamente, la trilla sin pérdida de tiempo. Reunían entre todos los vecinos los pares de mulos que hiciesen falta para trillar una parva cada día en una misma era; la mañana temprano con toda celeridad para que la era estuviera despejada y tender otra parva y trillarla al día siguiente.

Las eras que generalmente correspondían a varios vecinos o familiares, no las dejaban paradas ni un día hasta que se recogía el grano de la última parva, siempre ayudándose unos a otros hasta acabar las faenas. Era digno de admirar la armonía y unión que existía entre los vecinos agricultores para ayudarse mutuamente en los casos de urgente necesidad.


TREGUA Y SEMENTERA
Ya concluida la recolección de los diversos cereales y leguminosas y tanto el grano como la paja estaban en los graneros y pajares, había un corto espacio de tiempo en el mes de septiembre, no de descanso, pero sí de menos agobio, hasta que llegaban las primeras lluvias otoñales para iniciar la sementera o “simienza” como aquí se diría. Este breve período de más o menos días, era el más tranquilo, el trabajo no era tan apremiante. Esta tregua se aprovechaba para juntar leña, que se extraía de los bosques más cercanos a lomo de las bestias, como toda clase de acarreos. Para llegar al paraje donde se pudiera encontrar leña de pinos secos caídos durante el invierno o ramaje de los cortados, en muchos casos había que andar varias horas y dar un solo viaje en el día, subiendo y bajando por empinadas laderas cubiertas de monte y matorral.

La leña era el único combustible de que se disponía para calentar los hogares durante el invierno, para cocinar todo el año y para cocer productos de las huertas con que se alimentaban los cerdos y aves de corral. En este tiempo también se dedicaba la gente a limpiar los campos de barbecho de malas hierbas y matojos que hubiesen arrojado durante el verano y se quitaban los tallos inútiles que arrojan los olivos, limpiar las acequias para que cupiesen por ellas las aguas de las lluvias y no inundaran las huertas con sus sembrados. En resumen, que el agricultor, jamás podría disfrutar de vacaciones ni descanso, en los días festivos.


RECOLECCIÓN DE ACEITUNA
A mediados de diciembre, si el tiempo no lo impedía, se iniciaba la recolección de la aceituna en algunas fincas, tal como se hace actualmente y al pasar la Navidad ya todo el mundo que podía trabajar se ocupaba en la faena.

La mayoría de los niños, entre los que me encontraba, después de las vacaciones escolares de la Navidad, no nos incorporábamos a la escuela hasta haber terminado la recogida de los últimos frutos que en esta tierra nos ofrece el campo. Nos ocupaban para recoger la aceituna que saltaba al suelo, la que por las mañanas encontrábamos cubierta con las barbas blancas de las escarchas, quedándosenos en un instante las manos ateridas.

Muchas veces se nos estimulaban a los más pequeños para que no nos cansáramos, prometiéndonos desde una perra gorda a un real por cada esportilla que llenáramos del negro fruto del olivo, dependiendo del tamaño de la espuerta y de la generosidad del padre o dueño del olivar; promesa que en muchos casos, luego no se cumplía.


Cuando llegaba la noche de Reyes, al niño que se había portado bien recogiendo mucha aceituna, le dejaban alguna moneda de calderilla en las abarcas que para recibir el regalo de los Reyes Magos había puesto en el poyete de la ventana donde dormía.

Si el olivar estaba alejado del domicilio, había que madrugar y salir antes que el sol y en algunos casos antes de amanecer para empezar la jornada a la hora de costumbre. A la salida de los pueblos se formaba como una ristra de bestias con los aceituneros por las sendas que conducían a los olivares.

Según contaban los ancianos de generaciones pasadas, hasta hace 90 ó 100 años, vareaban los olivos sin ponerles los clásicos mantones, cayendo al suelo todo el fruto que recogían las mujeres y los niños. Más tarde comenzaron a usar pequeños mantones de lienzo y para limpiar la aceituna de hojas y tallos, se lanzaba por el aire a manotadas o con un plato de metal ligero, para que cayese sobre un mantón que se colocaba adecuadamente en dirección contraria al viento y así, las hojas como pesan menos, se volvían con el aire y llegaba la aceituna limpia al mantón preparado, algo parecido a como se aventaba el trigo.

Así se estuvo limpiando hasta que aparecieron las cribas que hemos usado hasta que se han instalado limpiadoras en las almazaras.

La aceituna se envasaba en capachos, que eran como sacos de pleita con su tapadera y se transportaban con bestias a los molinos, rudimentarias fábricas de aceite, que desarrollaban poco, pero había muchas, la mayoría sin motores. Un caballo o mulo tiraba del rulo molturador a relevo con otro y la masa se prensaba mediante distintos sistemas de presión con la fuerza de los hombres para la extracción del aceite virgen que se obtenía de excelente calidad. En un molino de sangre de aquellos se podían obtener de 30 a 40 arrobas de aceite al día, aproximadamente unos 400 Kg. Las almazaras contaban con un patio dotado de bandas de trojes numeradas y cada cosechero cogía la suya, donde iban depositando su aceituna a medida que la iban cogiendo y acarreando. Los dueños del molino le molían a cada cliente su cosecha por separado, mediante el cobro de la “maquila”, que normalmente era un 10% del aceite obtenido. Iban contando las medidas que sacaban del pozuelo con un envase de media arroba, le entregaban nueve al cosechero y la que hacía diez, se la quedaban vaciándola en un depósito que tenían destinado para las maquilas.

El orujo o “jipia” se lo entregaban al cliente sin maquilar; sí quemaban el que necesitaban para calefacción y calentar el agua que precisaban para la extracción del aceite. Como se prensaba muy poco, el orujo salía con mucha grasa y los campesinos lo utilizaban para alimento.


ASÍ ERA UN DÍA NORMAL DE ACEITUNA
Cuando el mercurio de los termómetros andaba en torno a los cero grados en los amaneceres de enero, salían los aceituneros pisando el alfombrado de escarcha que ofrecen las mañanas invernales, para iniciar la jornada de recolección de aceituna. Los hombres conduciendo las bestias con la jerga, mantones, capachos para el envasado, espuertas, varas, etc., en las que además solían montar las mujeres, principalmente las mayores. Ellas vestían faldas largas de tela gruesa para protegerse del frío y cubrirse las nalgas, que mientras recogían el fruto del suelo agachándose, si no se tapaban bien, serían objeto de miradas indiscretas de los jóvenes vareadores.

Llegados al olivar, lo primero que hacían era encender una buena hoguera con ramaje de los olivos o monte cercano si lo había, cuyos chorros de humo esparcidos por la geografía olivarera, era la prueba inequívoca de los parajes donde había acto de presencia los abnegados y sufridos aceituneros. Densas nieblas hacían permanecer las barbudas escarchas hasta cerca del medio día, hasta que el sol, como acobardado en un principio, lograba despejar las brumas y hacía su retrasada aparición, besando con sus rayos a las mozuelas que con vehemencia le esperaban. Los jóvenes vareadores sentirían envidia y celos del sol porque a ellos les estaba vedado el besar a las chicas como lo hacía el astro rey y habían de conformarse con dirigirles piropos y requiebros alegres para hacer más grata y llevadera la fría tarea; unas veces encaramados en los olivos para alcanzar a las copas altas y otras, arrastrando los mantones con el peso del fruto caído sobre los mismos.

Al llegar la deseada hora de la comida, con qué avidez se cogían las alforjas y se devoraban los mendrugos de pan con tajadas y diversos embutidos de cerdo de los que se elaboraban en las matanzas familiares, en fechas bastante recientes. Se lamentaba la ausencia del vino, que casi siempre era informal y faltaba a la cita gastronómica.

Muy rápido pasaba el tiempo dedicado a la comida del medio día. Enseguida sonaba la voz del dueño o encargado que mandaba, dando la orden de reanudar la tarea y perezosamente por la galbana que producía la templanza y el sabroso yantar recién consumido, se continuaba la tarea, hasta poquito antes de anochecer.

Los hombres cribaban o aventaban la aceituna cogida en los mantones y la cargaban en las caballerías que conducidas por el harriero, la transportaban a la almazara más próxima, donde se llegaba casi siempre ya de noche. El resto del personal regresaba a pie a sus domicilios; los jóvenes de ambos sexos, en animada charla concretando donde pasar más agradablemente la trasnochada entretenidos en algún juego y descansando de la abrumadora jornada.


APARCERÍAS Y MEDIEROS
Todo labriego necesitaba al menos una yunta para las labores de sus tierras ya fueran propias o arrendadas. Algunos que tenían pocas tierras y no tenían hijos mayorcitos que les pudieran ayudar en las faenas, (como también fue mi caso), disponían de una sola bestia; un mulo, lo más corriente, que les servía para labrar y para las cargas. Estos se ponían de acuerdo, dos vecinos o familiares que estuviesen en el mismo caso y formaban la yunta en “aparcería”. Así se denominaba al hecho de que cada uno aportaba su bestia y formaban el par entre ambos. Y bien fuese por días, semanas u otros períodos más o menos largos de tiempo, los dos se servían de la yunta y labraban sus tierras. Así el que quedaba libre, disponía de tiempo para realizar el resto de quehaceres en los que no se precisaban el servicio de los domésticos animales.

Otros agricultores pobres que no tenían medios económicos para adquirir su yunta y sí la necesitaban para el cultivo de tierras arrendadas, tomaban vacas de otros que las tenían para negocio. No en vano se decía que las vacas eran el recurso de los pobres; porque además de serles útiles para la labranza, criaban sus becerros que les valían un dinero muy necesitado. El dueño de las vacas se las entregaba al pequeño labriego por la mitad de las crías o a la ganancia. En el primer caso, el tomador hacía sus labores campesinas con la yunta de vacas y los becerros que criaban los vendían y partían el dinero, mitad para cada uno. En el segundo caso de la ganancia, el dueño compraba las vacas o las apreciaban si ya las tenían y al año siguiente las vendían o volvían a valorarlas y lo que hubieran aumentado de valor, también era la mitad para cada uno. Así si un año no criaban, pero valían más por estar bien cuidadas, el tomador también percibía beneficios. También se tomaban y daban a medias rebaños de ovejas, por la mitad de los corderos.


GANADEROS Y PASTORES
En los términos de Santiago de la Espada y Pontones, (hoy fusionados) que es donde se encuentra lo más abrupto y escabroso de la sierra, la mayor parte del terreno se dedica a pastos para el ganado lanar, por lo que las ovejas son la principal fuente de ingresos de aquellos vecinos, la inmensa mayoría residentes en cortijos y pequeñas aldeas. Y durante la primavera y verano lo llevaban bastante bien, aunque siempre tirados en el campo. Lo grave y penoso les llegaba en otoño e invierno. Entonces habían de trasladar el ganado a Sierra Morena, huyendo del frío y de la nieve que pronto cubriría los campos con más intensidad que lo hace ahora. Y no con camiones como actualmente los transportaban, sino a pie; los pastores con los rebaños por las vías pecuarias durante varios días de camino hasta llegar a las dehesas en los términos de Santisteban del Puerto, Navas de San Juan y Vilchez y algunos hasta en el municipio de La Carolina; donde los sufridos pastores pasaban el invierno al cuidado del ganado, a veces sin más albergue que el capote y una manta, pernoctando en una choza que ellos construyeran con ramas de árboles.

Otros de la familia o sirvientes, se iban con bestias por caminos un tanto paralelos con los productos alimenticios, (hatería para los pastores) y se ocupaban dando “obradas” (jornada de trabajo con una yunta), en las cercanías de las dehesas, en labranza y acarreos y acudían con sus caballerías a llevar ramón de encina y de los olivares más próximos para el alimento del ganado.


TAREAS DE LAS MUJERES CAMPESINAS
Con todo agricultor o ganadero
siempre ha de cooperar una señora.
Madrugando delante de la aurora
Prepara un buen almuerzo, lo primero.

Barre, friega y arrima su puchero
Y acude al pequeñín que gime o llora
Reclamando su pecho porque es hora
De ingerir su alimento tempranero.

Atiende a su familia con amor
Y ayuda a su marido en la faena
Si es que éste es un activo labrador.

Su quehacer permanente le rellena
Todo el tiempo, veriendo su sudor.
Soportar sacrificios, no le apena.

Desarrollando lo resumido en este soneto, la mujer campesina es el alma del hogar, es la administradora de la economía, ayuda a su marido en las faenas más importantes, sobre todo en las recolecciones. En la siega, ella no cogería la hoz, pero en dicha faena que había la buena costumbre de dar de comer a los segadores, la mujer era la encargada, no solo de cocinar, sino de llevarles la comida al tajo a los trabajadores si no estaban excesivamente lejos del hogar, en tal casi iría el marido o enviaría a alguno de los jóvenes a buscarla. Esto en cuanto a las mujeres de labradores más pudientes que empleaban jornaleros, pero las de los labriegos más pobres, también algunas mujeres daban su jornada de siega.

En la trilla, normalmente no arreaban la yunta; si quizás en alguna ocasión subían un rato al trillo para que descansara el marido si este estaba sólo y cuando la parva estaba trillada, allí acudía la mujer con su escoba barriendo el grano detrás de los hombres que amontonaban la mies machacada y desmenuzada y cuando el hombre aventaba el grano, ella quitaba las granzas con una escoba adecuada.

En otras faenas de verano, fuera de las eras, las mujeres también ayudaban a regar, excavar y coger las hortalizas, lo garbanzos y el maíz.

En muchos lugares de la sierra, principalmente en los términos de Santiago y Pontones, al estar los hombres tan ocupados en el tiempo de estío con la recolección y el ganado, las mujeres, no eran ayudar, es que eran ellas las únicas encargadas de plantar y cuidar los hortales.

Las faenas interiores del hogar corrían enteramente a cargo de las abnegadas mujeres. Y si retrocedemos a 100 años atrás, ellas hilaban y tejían mantas y paños bastos y otras telas en sus rudimentarios telares (Mis abuelas los tenían). Ellas confeccionaban las ropas para la familia; remendaban, lavaban y planchaban. Para lavar, lo hacían en arroyos y acequias o junto a los manantiales formando charcas donde colocaban losas de piedra y lavaban hincadas de rodillas junto a la losa. Para planchar usaban dos planchas de hierro macizo que calentaban en la lumbre; mientras se calentaba una, planchaban con la otra y así las iban relevando.

También se ocupaban las mujeres de prepararles la comida y llevarles agua a los animales de corral, cerdos, gallinas y pavos. Entre tanto quehacer a su cargo, superaban a los hombres en horas de trabajo.

Hasta tiempos no muy lejanos, a las mujeres las educaban y las enseñaban para ser buenas amas de casa, sin preocuparse de darles otros conocimientos. Así como a los varones, que solo nos iniciaban y acostumbraban a realizar los trabajos del campo.


MEDIOS DE SUBSISTENCIA CAMPESINA
Los pobres que carecían de tierras para sembrar ni contaban con los medios mínimos para arrendar fincas y cultivarlas, como son, la yunta, los aperos y demás arreos y medios para subsistir desde que se empieza a labrar y preparar las tierras para sembrar y hasta coger la cosecha que transcurre como mínimo un año y medio, estos, no tenían más recurso para su economía que el jornal cuando los patronos les avisaban para echarlo, que no eran continuo, sino en las recolecciones de cereales y aceituna, para cavar los olivos en primavera y poco más; pero durante el otoño y buena parate del invierno, no había casi nada de faena en el campo y nadie necesita de sus servicios. Tampoco era fácil emigrar a otras regiones a buscar trabajo como ocurre ahora y lo pasaban muy mal.

Los jornaleros de esta sierra de Segura se iban a La Mancha a la siega y a la vendimia, pero nunca eran muchos días y los residentes en los rincones del corazón de la sierra donde no hay olivos, al llegar el invierno solían abandonar sus pobres hogares y se desplazaban a cortijos de Beas, Villanueva del Arzobispo y pueblos del Condado a la recolección de la aceituna.

Fuera de estas cortas temporadas, algunos se dedicaban a vender cargas de leña que traían de los montes del Estado con sus borriquillos y las llevaban a los pueblos más cercanos. Otros arrancaban tocones de los pinos y separaban la tea que contenían, la quemaban en hornos adecuados, llamados “pegueras” y extraían la resina o alquitrán vegetal para venderlo. En verano, concluida ya la siega de cereales, muchos obreros se dedicaban a segar espliego y poleo, que lo compraban algunos industriales para extraer esencias valiosas de sus flores por destilación en calderas que instalaban en lugares estratégicos cerca de los parajes donde se crían dichas plantas.

También se ocupaban algunos trabajadores cortando y pelando pinos al servicio de un contratista; un trabajo muy duro, pero de los mejores pagados. Había cuadrillas o grupos de hombres que se invertían en las conducciones de madera por los ríos más caudalosos hasta ciudades de la baja Andalucía y la región murciana. A estos obreros les llamaban “pineros”; llevaban unas varas largas y resistentes parecidas a las varas de los picadores de toros bravos, a las que les acoplaban un punzón con un ganchito de hierro para mover los pinos pelados y que siguiesen avanzando por la corriente de las aguas hasta el punto de destino.


LA ALIMENTACIÓN HUMANA EN EL MEDIO RURAL
Quizá, la alimentación de los campesinos fuera más sana hasta hace 50 años, que la que se toma en la actualidad y podría ser porque en aquel tiempo no había posibilidades para comprar tanta carne, mariscos y conservas enlatadas como se consumen actualmente. La gente se alimentaba de lo que producía el terruño y se tenía en los hogares, exceptuando lo que era más vendible, que era lo mejorcito, como las carnes de ternera, cabrito, cordero y los pollos tan exquisitos que se criaban en el campo y los huevos. Estos productos los buscaban los mercaderes, los compraban para llevarlos a vender a las poblaciones donde eran muy apetecidos y los pobres campesinos que los producían, tenían que privarse de ellos, porque era lo más realizable a dinero, que lo precisaban para hacer frente a los múltiples gastos: vestido calzado, medicinas, contribuciones y demás impuestos fiscales, etc., que eran ineludibles.

La alimentación se centraba en los vegetales: cereales, legumbres, hortalizas y frutas de la tierra mientras duraban de la cosecha. De carnes, la única que se consumía en los hogares campesinos era la de cerdo, que en las matanzas se arreglaba en salazones y embutidos conservándola para todo el año y repartiéndola bien para que no faltase.

No había costumbre del típico y ligero desayuno actual; del café con lecho y las tostadas. El esfuerzo físico que había que enfrentarse diariamente exigía un almuerzo más firme por las mañanas temprano, a veces, antes de amanecer.

En primavera y verano, el almuerzo a primera hora, era la clásica gachamiga con harina de trigo o bien las migas de harina de maíz, ambos menús acompañados de aceitunas, ajos crudos, pimientos fritos, cerezas, uvas o cualquier otra cosa, según la temporada y lo que hubiera para coger en las huertas. Este almuerzo era el mismo sin variar durante varios meses. Algún día podrían tomarse unas patatas fritas a lo pobre o al montón como a mí me gusta llamarlas o unas migas de pan para aprovecharlo, cuando se ponían muy duro, porque se amasaba para una semana como mínimo.

En otoño e invierno se alternaban con las comidas descritas, los ajos de pan, de harina, de patatas y con menos frecuencia, el ajo de calabaza.

La comida del medio día, en primavera y verano, era siempre el cocido de garbanzos o el potaje de judías. El cocido se ponía con más frecuencia; pienso que sería porque es más alimenticio. Las cenas podrían ser más variadas; entre las patatas fritas o en guisado, el guisado de arroz, andrajos o alguna otra comida de las mujeres amas de casa improvisaban y sabían hacer con su probada maestría.

En otoño e invierno, los cocidos y potajes se reservaban para las cenas, que es cuando la familia estaba reunida para comer; pues los hombres se llevaban al campo en sus alforjas la comida del medio día y comían al lado del trabajo. Esta comida, a base de fiambres. El postre siempre era de las frutas que se producían en el terreno; bien frescas o que se guardaban, unas secas como los higos o colgadas en las cámaras de las casas, lo que se hacía con granadas, peras, uvas y melones.

El pescado, pocas veces se le podía adquirir, porque no había donde, ni con qué comprarlo. Alguna vez venía un vendedor de sardinas de cortijo en cortijo y compraban alguna libra, si les cogía con dinero a las amas de casa y si no, a cambio de huevos, que era lo más normal; pero el pescado no venía con frecuencia; se pasaban las semanas sin ver el sardinero del burro, que para colmo, n podía traer el pescado fresco a estos parajes de la sierra tan alejados del mar y de las plazas de pueblos importantes donde llegasen camiones con dicho artículo.

Dentro del ambiente y costumbres señaladas, una gran parte del personal serrano, nos considerábamos afortunados porque no nos faltaba la comida ningún día. Otras muchas pobres personas lo pasaban bastante pero; que no disponían ni de estos simples alimentos, ni de medios para adquirirlos.

Las familias pobres, casi nunca se comían los jamones del cerdo que mataban; los cambiaban a los señoritos por tocino, porque les daban un kilo y cuarto o kilo y medio de tocino por un kilo de jamón. Los señores no se comían el tocino porque no les apetecía y los pobres lo cambiaban porque tenía más grasa para las comidas y se quedaban sin poder probar el jamón.

El trigo que se cosechaba, en una gran mayoría de los hogares, era insuficiente para el consumo del pan para todo el año, por lo que se mezclaba harina de maíz y de centeno a la de trigo para que no faltase o que faltara menos tiempo el pan, que era el alimento primordial.

En la clase de gente más pobre, aunque tuviera algunas tierras, si eran pocas, en tiempos de mis abuelos según contaban mis padres, les amasaban el pan de trigo puro, solo a los enfermos cuando ya estaban graves que casi no podían comer nada. Algo así como administrarles el Santo Viático.

A pesar de haber muchas gallinas en el mundo rural, se consumían pocos huevos, los que eran muy buscados por los recoveros que se los llevaban a cambio de artículos manufacturados que ellos vendían por los cortijos. Y la leche, más que en desayunos, se tomaban como postre en las cenas, sobre todo en primavera cuando ya las frutas que se guardaban estaban agotadas.

En los veranos y otoños, en cuanto habían para coger, no faltaban en las mesas de los labriegos los pepinos, pimientos y tomates, solos con sal y en ensaladas con cebolla y en fritadas.


LA VESTIMENTA CAMPESINA
Lo más corriente que usaban los campesinos en su rústica indumentaria, era la pana que resultaba más resistente y duradera que otros tejidos. De pana les hacían la mayoría de las chaquetas y todos los pantalones que usaban para el trabajo y como todo el tiempo estaban ocupados trabajando, estas prendas eran casi las únicas que vestían.

En los municipios de Santiago y Pontones, que es lo más frío de la sierra y hay mucho ganado lanar, muchas familias que tenían sus propios telares, elaboraban tejidos bastos de lana de sus ovejas que tenían de negro y colores oscuros de los que les confeccionaban chaquetas, chalecos y capotes, así como todas las mantas que necesitaban. Los capotes camperos que usaban siempre los pastores en potos camperos que usaban siempre los pastores en invierno, los hacían con tejidos de lana de las ovejas negras, que resultaban de un tono marrón chocolate, sin necesidad de tintes.

Casi todos los varones adultos usaban también blusas holgadas de una tela fuerte que llamaban alpaca; esta tela delgada pero muy resistente y con dichas blusas protegían las otras ropas en invierno que se ponían debajo; chaquetas y jerséis y en verano las llevaban solas sobre la camisa.

A los niños los vestían con mandilones de dril cuando eran pequeñitos y pronto les preparaban ropa de pana como a los mayores, además de los jerséis hechos con la lana que producían las ovejas del terruño hiladas en fábricas existentes en Santiago y Pontones.

El calzado más corriente eran las esparteñas, hechas en las casas por los hombres y albarcas de goma de neumáticos y otras albarcas de piel de vaca que se ajustaban con peales de tejido de lana, dándose varias vueltas al pie con guitas de esparto.

LOS RECOVEROS
Los llamados recoveros eran comerciantes ambulantes que llevaban su mercancía en bestias y recorrían periódicamente todos los núcleos pequeños de población donde no había comercio, vendiendo sus telas, artículos de mercería, calzados y los comestibles que no producían en esta tierra, como el azúcar, café, chocolate, etc. y a cambio de lo que vendían tomaban huevos, pollos, aceite y otros productos del terreno que luego ellos vendían en mercados y pueblos donde había consumidores que carecían de dichos productos del campo. Así doblaban sus beneficios comerciales.

Estos recoveros no hacían ventas de gran importancia. Las mujeres compraban lo que iban necesitando cada día para no tener que desplazarse a los pueblos. Cuando pensaban comprar más cantidad de ropas, porque esperaban una boda u otra fiesta y al llegar el invierno para equiparse toda la familia contra el frío, procuraban reunir dinero vendiendo aceite o algún cero matancero y viajaban a pueblos donde hubiera mejor comercio. Esto lo solían hacer al entrar el invierno, en vísperas de Navidad, que el tiempo exige mas ropas de abrigo, tanto para el cuerpo como para las camas.

Recuerdo una ocasión que fueron mis padres desde el cortijo donde habitábamos a Beas de Segura con sus mulos a comprar ropas y cuando regresaron por la noche con una buena remesa de productos textiles, comentaban lo mucho que les había costado todo, que ascendía a 125 Ptas., lo que valía un buen cerdo gordo de matanza.

LOS MOLINEROS
En todos los ríos y arroyos más caudalosos había molinos harineros que funcionaban con energía hidráulica, que era la única además de la de animal que se conocía en esta comarca. Por eso construían los molinos al lado de las corrientes de agua para aprovechar su fuerza; haciendo presas más arriba y conduciendo el agua por un pequeño canal hasta encima del molino, desde donde al caer hacía mover las turbinas.

Los molineros molían toda clase de cereales, el maíz y hasta las bellotas para piensos. También se molían en dichos molinos los pimientos rojos después de bien secos para obtener el conocido pimentón, simplemente con los pimientos molidos.

Algunos molineros eran propietarios de los molinos, pero una gran mayoría eran arrendatarios que pagaban una renta a los dueños, casi siempre en especie, trigo o harina. Disponían de varios ejemplares asnales; animales fuertes para el acarreo de los granos que recogían por aldeas y cortijos y después de molidos les llevaban la harina a sus clientes. Salía un arriero empleado del molinero o hijo, si lo tenía algo mayorcito, con su recua de burros y en unas casas dejaba los costales de harina del trigo que había cogido en un viaje anterior y en otras cargaba el grano que a los campesinos les interesaba moler. Siempre mediante el cobro de una estipulada maquila, igual que sucedía con el aceite; con la diferencia de que en este caso, el molinero maquilaba sin estar presente el dueño. Decían que cobraban un celemín por fanega y quizá lo harían así con la máxima honradez; pero existía la creencia de que se quedaban con algo más. Se oía este refrán: “de molinero, cambiarás, pero de ladrón no escaparás”.

Algunos cosecheros de grano que desconfiaban de la honradez de los molineros, cargaban ellos sus costales llenos de trigo, que era el cereal más apreciado, en sus propias bestias y previo acuerdo con el molinero, lo llevaban el día concertado y se estaban presentes en el molino mientras se lo molían para que el molinero no pudiera maquilar más de lo establecido; que en el caso de que el molinero no tuviera que transportar el trigo y la harina, cobraba menos. Claro, que si el molinero quería, siempre tenía sus medios para hacer trampa sin que se dieran cuenta los clientes desconfiados.

Luego, las abnegadas y hacendosas mujeres se encargaban de cerner la harina y amasar el pan para el consumo de la familia; para lo que en todos los cortijos tenían su horno. En algunas pequeñas cortijadas tenían un horno común para todos los vecinos, donde además del pan cocían exquisitas tortas, roscos y variedad de mantecados para la Navidad que las sabían amas de casa hacían artesanalmente y les daban un punto o toque inconfundible de rico sabor, más delicioso que los elaborados en industrias importantes.


JORNALES DE HAMBRE
En los primeros años de la década de los años 30, recuerdo que un pan de cuatro libras, (algo menos de dos kilos) valían una peseta; y en aquel tiempo pagaban de tres a cuatro pesetas por un jornal en la agricultura; dependiendo de la temporada y el tipo de trabajo y no todos los días podían ganarlo los obreros. Había matrimonios sin más recursos que el jornal del marido, que tenían y criaban hasta diez y más hijos. ¿Cómo subsistirían?, claro, que en cuanto podían andar, los ponían a servir guardando cerdos solo porque les dieran de comer.

Había jornaleros que estaban todo el año trabajando con sus patronos y el amo les iba dando algo de comestibles, cuando se lo pedían por pura necesidad, unas libras de harina, algún celemín de garbanzos, que si un jarro de aceite, (que era la octava parte de una arroba) alguna libra de jabón, patatas y quizás alguna ropa desechada por el amo y su familia, pero poniéndole su precio aunque bastante barata; y si les daban dinero cuando al sirviente le precisara mucho por una enfermedad para médico y medicinas, se lo daban como con cuentagotas. Todo para poder ir saliendo aunque a medio comer; y cuando al fin del año hacían cuentas, quedaban el obrero adeudado con el dueño.

Los patronos, en algunas faenas del campo daban de comer a sus jornaleros, más que nada porque en sus casas no podían alimentarse bien para poder rendir en el trabajo, pero rebajándoles el importe de la comida al precio del jornal hasta cerca de la mitad, excepto en la siega que sí había la costumbre de darles la manutención sin descontarles nada del jornal, porque la siega era un trabajo muy duro y se trabajaban muchas horas.

A los obreros que tenían ajustados fijos; muleros, gañanes y pastores, si eran casados y con familia, en vez de darles de comer en las casas, les daban lo que llamaban la “hatería” para que pudieran comer también la mujer y niños y principalmente porque los amos si eran señoritos no querían tener la molestia de prepararles la comida la hatería consistía generalmente en una fanega de trigo al mes, un celemín de garbanzos, dos jarros de aceite, patatas y alguna otra cosilla de menos importancia, todo mensual. En las haterías no se incluían nada de carne ni matanza, si bien les dejaban algún trocito de tierra para que la mujer del sirviente pudiera sombrar algo de hortal, remolachas, calabazas y maíz con que poder engordar el cerdo para su matanza. También les daban un poco más de aceite para el alumbrado con candiles que necesitaban para ver y de noche dar de comer a los animales que formaran la yunta, algunos patronos. En pocos casos, podrían aumentar algo esta hatería.

Al amanecer o muy poco después habían de salir o estar ya los gañanes en la besana y los sirvientes estaban obligados a hacer las sogas y demás objetos de esparto que necesitaban las yuntas para los acarreos y la labranzas, por lo que estas cosas tenían que hacerlas de noche y para ellos no había domingos ni días festivos que pudieran tener descanso.

Los que ajustaban sirvientes fijos, en la mayoría de los casos eran señores terratenientes con cortijos, en los que habitaban los mozos en una vivienda como una cuadra y en bastantes casos disponían de una vivienda mejor en tal cortijo, que la reservaban para cuando iban ellos a vigilar su hacienda y a los mozos. El salario de los obreros ajustados fijos por año completo de San Miguel a San Miguel del año siguiente, era inmensamente más bajo que el de los eventuales. Al darles de comer o la hatería, el sueldo se quedaba en menos de la mitad y cobraban por meses.

Como ocurre ahora y ha sucedido siempre, tampoco faltaban en ciertos casos los acosos sexuales del señorito a las esposas de los criados, las que tendrían que soportar y acaso ceder si querían conservar el tan necesitado puesto de trabajo.

Otros trabajadores arrendaban fincas rústicas o cortijos para cultivar las tierras por su cuenta como colonos. De estos, pocos pagaban la renta en metálico; lo más corriente era que el dueño les cobrara en especie una parte de la cosecha obtenida. Si se trataba de olivar, el dueño de la finca se llevaba la mitad de la aceituna, que el madiero había de llevársela a las almazaras y si eran tierras de cereales, al tener que poner el colono las simientes, lo más normal es que les cobraran un tercio de la cosecha en las tierras peores y de secano y en las huertas, también les cobraban la mitad, si bien en este último caso, el dueño contribuiría con la mitad de las simientes.


MENDIGOS Y GITANOS
Los ancianos, cuando ya no podían trabajar o no los contrataban porque no rendían en el trabajo como una persona joven, como entonces no había pensiones ni se conocía la Seguridad Social, al menos para los obreros agrícolas, el que no disponía de algunos recursos, no encontraba otro camino que el de la mendicidad. Salir con un zurrón a las espaldas y una alcuza en la mano pidiendo limosna de casa en casa por aldeas y cortijos, que parece ser que la gente era más desprendida que en los pueblos grandes. En estos envases iban echando lo que les daba, que era de lo que había en los hogares; un trozo de pan, una patata, alguna tacita de harina o garbanzos o algún chorreón de aceite o pringues usadas, pero nunca dinero.

Pedían con una humildad impresionante, casi todos empleaban las mimas palabras textuales: “Alabado sea Dios” que pronunciaban al llegar a la puerta de una casa quitándose la montera. Enseguida continuaban diciendo: “Una limosna por Dios, que Dios se lo pagará” y cuando recibían la limosna, si se la daban, se despedían así: “Dios se lo pague a usted y le dé mucha salud” y continuaban en busca de otra alma caritativa.

Este final les esperaba después de pasarse toda la vida desde niños trabajando y soportando sacrificios y calamidades. ¡Qué pena! Dios les dé la merecida recompensa en la eternidad de los bienaventurados, donde puedan gozar de la felicidad que les negara esta miserable vida.

En cuando a los gitanos, esta raza de personas discriminadas desde tiempo inmemorial, (antes más que ahora) una inmensa mayoría eran absolutamente pobres. Pocos había que contaran con algunos recursos, estos se dedicaban al trato de bestias, su capital sería algún mulo, burro o caballo pachalanear. Comprar en ferias y vender a los labriegos, solo lo hacían los más acaudalados. La mayoría se dedicaban a cambiar sus bestias con los “payos” labriegos, como ellos nos denominaban a los no gitanos. Buscaban los cambios con avidez, porque con una mala bestia que tuviera les bastaba para su trapicheo. Aunque su bestia fuese peor que la del payo, tenían tal sagacidad para exponer sus argumentos, que siempre le sacaban dinero de vuelta en el cambio. Por eso preferían los cambios a la compra-venta.

Las mujeres y los hombres menos hábiles para el trato se dedicaban a hacer cestas y canastas de mimbre, que ellos solían vender casi siempre a cambio de comestibles. Los varones en primavera y otoño se dedicaban también a esquilar las bestias a los labradores, con lo que conseguían algo de ingresos. Muy poco o nada trabajaban en la agricultura, a excepción de la siega. No parecían muy aficionados a las azadas y nunca les avisaban para trabajar mientras encontraban obreros no gitanos.

No tenían residencia fija ni vivienda normal habitable, en invierno muchos se amparaban en tinadas abandonadas y en verano su techo era el Firmamento, bajo un árbol grande que ofreciera buena sombra y andaban errantes de un lugar a otro siempre huyendo de la Guardia Civil que solo por darles un serio disgusto y si los cogían robando algo en los huertos, cosa que solían hacer con frecuencia, el disgusto sería bofetadas o palos.

Eran menos sufridos que los otros pobres y no se resignaban fácilmente a pasar hambre y como no trabajaban, cuando les faltaban los cambios y la venta de cestas, mangaban cualquier cosa que veían en el campo para comer.

Hasta tiempos no lejanos se unían en pareja sin casarse, no bautizaban los niños ni los inscribían en el Registro Civil, por lo que se libraban del servicio militar, si no todos, sí una inmensa mayoría.


LAS CONSTRUCCIONES
DE LAS VIVIENDAS RURALES

Nunca ha sido fácil ni lo es ahora para un trabajador del campo el construirse su vivienda cuando no se dispone de más ingresos que los del trabajo personal, pero hasta pasada la primera mitad todavía presenta el siglo XX, cuando los jornales eran de verdadera miseria, aunque se trabajara todos los días, con lo que se ganaba no bastaba para mal comer, entonces, para hacerse un obrero su vivienda por humilde y pequeño y pequeña que se hiciera la casa, suponía un denodado esfuerzo y varios años de extremado sacrificio. Aunque contara con algún pequeño ahorro, porque algo tenía que tener, quien no tenía ingresos de cosechas, lo tenía muy difícil.

Lo primero que había que hacer, era una calera, pues la cal era uno de los materiales básicos ya que en aquellos tiempos, por aquí no se conocía el empleo del cemento. Se buscaba un sitio adecuado donde hubiera piedras calizas para hacer el hoyo y que hubiese también monte para con el ramaje y leña cocer las piedras, que es la única materia prima para obtener la cal. El hoyo se hacía en una ladera con algo de desnivel en el terreno y por la parte baja se le subía algo de pared de piedra y barro dejándole la boca para introducir la leña en el hueco que se dejaba para el fuego con el que las piedras se convertían en cal. Hacían el hoyo de forma cilíndrica en vertical, de unos tres metros o poco más de diámetro. No podía ser muy pequeño para que el hueco en el fondo fuera suficientemente grande para la hoguera, pues el fuego tenía que ser de gran intensidad durante varios días ininterrumpidamente día y noche introduciéndole leña o barda, hasta que el técnico calerero consideraba que estaban bien cocidas las piedras. El hueco se cerraba en forma de bóveda y se llenaba de piedras el resto del hoyo hasta un volumen de 20 a 30m., del que se podían obtener hasta 500 fanegas de cal.

Normalmente se juntaban dos o tres familias para hacer una calera porque exigía mucho trabajo y habían de hacerlo entre varios hombres. Además de trabajar toda la familia había que buscar el técnico o maestro en la materia para armar las caleras, colocar las piedras adecuadamente y vigilar el fuego. El maestro calerero dirigía la maniobra, era el responsable y ordenaba cuando había que suspender el meterle leña y cerraba la boca del horno.

Otro material preciso y muy importante era el yeso que se extraía de las entrañas de la tierra con azadones y picos donde se localizaba algún yacimiento, a veces para quebrantar el filón de yeso se precisaban barrenos de pólvora. Se acarreaba con bestias y se cocía en hornos parecidos a los hoyos de las caleras, pero más pequeños porque el yeso no necesita tanto fuego. Lugo se picaba y molía a brazo de los hombres con mazas adecuadas.

Las paredes exteriores de las casas se hacían de piedra con la mezcla de cal y arena y para los tabiques interiores se usaban adobes hechos de barro dejándolos secar al sol. Toda la tierra no servía para hacer los adobes, se acarreaba de donde fuera buena y hacían con un molde adecuado. Sólo se compraban las vigas de madera, la teja y la carpintería. ¡Cuántas cargas de bestias costaría una casita por pequeña que se hiciera! Algunos materiales había que transportarlos desde lejos, las tejas en pocos casos se encontraban cerca de la obra.

En las laderas de la sierra había muchos yacimientos de yeso, pero no en interior de la sierra, desde Poyotello y otros lugares de la alta sierra, venían a Hornos a por él, que madrugando bien solo podían dar un viaje al día y regresar de noche.

Como es fácil pensar, lo más fácil y menos costoso era el agua, mas como es lo más necesario, también se llevaba su parte de trabajo. Rara vez se contaba con el líquido elemento al pie de la obra, sino que costaba llevarla con cántaros y cubos a mano y cuando estaba lejos con una caballería provista de aguaderas y cuatro cántaros.


MEDIOS DE COMUNICACIÓN
Hasta la década de los años 30 no hubo carreteras en la Sierra de Segura, sólo llegaba a Orcera y a Siles desde Úbeda por los pueblos de La Loma y La Puerta. En otros pueblos serranos y aldeas no había ni carriles, por lo que no se conocían las ruedas. Para la construcción del pantano del Tranco, hicieron la carretera desde Villanueva del Arzobispo y sería la primera que se acercó a esta comarca.

El correo lo traía un hombre desde Orcera con una burra hasta que construyeron carreteras desde Beas, La Puerta y Orcera a Hornos y después hasta Santiago de la Espada. Entonces empezaron a traer las cartas con bicicleta y años más tarde ya traían el correo con coche desde Beas de Segura. En Hornos había un hombre con un burro de alquiler para quien lo precisaba, porque no pudiera o no quería andar y sobre todo para el equipaje del viajero.

No había luz eléctrica, la gente se alumbraba con candiles y teas. Durante no muchos años tuvieron luz eléctrica en Hornos, Cortijos Nuevos y Cañada Morales, de una centralita que instalaron en el río de Hornos con el agua de un molino. Lugo aquello se derrumbó teniendo que volver a los candiles.

No se conocía el teléfono ni telégrafo y el correo sólo llegaba diariamente a los pueblos y a las aldeas más importantes, lo llevaba un peatón en días alternos, uno sí y otro no. La radio tampoco se conocía en cortijadas. Cuando surgía la necesidad de transmitir un recado urgente, no había mas remedio que coger el camino y llevarlo personalmente. ¡Cuántas veces moría una persona con familiares a 40 ó 50 Kms. y no podían recibir la noticia a tiempo para acudir al entierro! No llegaban periódicos a las aldeas dispersas. No había más contacto que con los elementos meteorológicos, que muchas veces no cogía una tormenta en el campo y como no había puentes en ríos y arroyos, no quedábamos aislados, calados hasta los huesos sin poder pasar.


LA SANIDAD EN EL MEDIO RURAL
Cuando una persona se ponía enferma en un cortijo distante del pueblo donde no residía el médico de medicina general, lo primero que se hacía era intentar curarla con remedios caseros, se cogían hierbas a las que quizá con buen juicio se les atribuían propiedades medicinales, unas de las que más se empleaban eran “los manubrios”. Se cocían las hierbas o raíces de ciertas plantas y tomaban el agua en la que se habían hervido. Si se trataba de niños, cuando se veían muy graves se buscaba a alguna mujer que tuviera gracia y le rezaga de “mal de ojo”. Casos que se daban con frecuencia. Si fallaban los remedios recomendados por vecinas expertas, entonces se buscaba al médico, a veces cuando ya no había solución.

Desde algunos lugares, para llegar al pueblo donde estaba el médico se tardaba varias horas con una caballería, que era el único medio de transporte. Si el médico se hallaba disponible montaba en la bestia y viajaba al domicilio del enfermo, lo exploraba con los medios a su alcance y extendía las recetas. Se llevaba al médico a su casa y seguidamente a buscar la farmacia, que si el pueblo era pequeño, caso de Hornos y Pontones, no se contaba con el primordial servicio y ya habría que esperar al día siguiente para ir a otro pueblo a comprar las medicinas, por lo que es fácil suponer que si el caso era grave, a muchos enfermos no les alcanzaba el remedio de la Ciencia.

Mi abuelo materno vivía en el cortijo El Polvillar, municipio de Hornos de Segura, a una hora de camino y cuando fue anciano tenía dificultad para orinar, pienso que sería algo de próstata. En una ocasión se le detuvo la orina y no hubo medios de poder orinar. Fueron a por el médico que había en Hornos y vino el doctor provisto de una sonda, intentó ponérsela y no pudo conseguirlo. Después de varios intentos concluyó diciendo: “que lo mate Dios que lo ha creado, pero yo no lo mato” y así lo dejó con un dolor desesperado y se fue, lo llevaron a su casa. Yo que era un niño de corta edad, recuerdo los tristes lamentos de mi pobre abuelo. Seguidamente fueron a buscar al médico de Segura, a más de tres horas de camino. Éste ya enterado de lo sucedido, trajo varias sondas y él que parecía más experto pudo colocarle una y al fin pudo orinar, cuando llevaría quizás más de 30 horas de horroroso sufrimiento.

Como entonces no había el amparo de la Seguridad Social, la familia del enfermo había de pagar todo en la sanidad. El médico del pueblo había “iguales” a los vecinos, que les cobraba mensualmente, necesitasen o no su asistencia. El igualarse era voluntario, pero se igualaban casi todos porque el que no lo hiciera si se ponía enfermo alguien de su familia, entonces le cobraba con creces.

Si alguien necesitaba operación quirúrgica, si no tenía dinero para costearla no había solución para él, tendría que seguir con su padecimiento o morir. La mayoría de los médicos y especialistas parecía que carecían de caridad y compasión, como si eligieran esta digna y necesitada profesión para ganar mucho dinero y no por vocación de curar enfermos.

Cuando alguien moría en un cortijo, el carpintero más próximo le hacía el ataúd que forraba con tela negra o blanca si se trataba de persona joven y en un mulo de confianza, fuerte y manso se cargaba el féretro sobre unos palos adaptados a la albarda para llevar el cadáver hasta la Iglesia donde le ofrecieran los normales sufragios.

En algunos cortijos del corazón de la sierra, a veces moría alguien en invierno cuando estaban los caminos cubiertos de nieve con una capa gruesa esa que impedía transitar y se daban casos de tener que dejar varios días los difuntos en sus casas sin poder enterrarlos hasta que podían quitar la nieve de los caminos.


DISCRIMINACIONES FEMENINAS O PRIVILEGIOS
Ahora se habla mucho de las discriminaciones que sufren las mujeres respecto a los hombres, cuando están mas igualadas que lo han estado nunca. Hace cincuenta años no se oía tal palabra, ni las sufridas amas de casa reivindicaban nada y entonces sí que existía una marcada diferencia, tanto en la manera como habían de comportarse como en el trabajo y su remuneración.

Todas las mujeres casadas residentes e el mundo rural eran amas de casa, corriendo a cargo de ellas todas las faenas del hogar y ayudaban a sus maridos en muchas de sus duras tareas, principalmente en las recolecciones. Nunca ocuparían el puesto del hombre, no arreaban la yunta ni cavaban olivos, tampoco era normal que fueran a la siega de cereales, salvo en muy excepcionales casos.

En la recolección de la aceituna ellas recogían la del suelo, nunca iban a varear olivos ni tiraban de los mantones y cobraban poco más de la mitad de lo que cobraba el hombre.

Cuando surgía un viaje, jamás iba la mujer sola y menos si era una jovencita. Los hombres no hacían nada de las faenas del hogar, por supuesto que no les quedaba tiempo, pero en las veladas invernales, sí que hubieran podido echar una mano en algo y no lo hacían. No sabíamos ni teníamos interés en aprender a hacer faenas del hogar, parecía que eran cosas enteramente ajenas a nuestra condición de varones.

Los hombres mayores pasaban las veladas haciendo objetos de esparto, a lo que también nos obligaban a los niños a aprender y ayudar. Donde había varios vecinos, los jóvenes solían reunirse las noches de invierno en una u otra casa a jugar a la brisca u otros juegos de la baraja.

El hombre era fiel protector de la mujer, si precisaba que ella hiciese un viaje el marido la acompañaba con su bestia para que fuese montada y él siempre al cuidado de la cabalgadura cogida del ronzal para evitar que corriera o saltase y pudiera derribarla. Si la caballería era fuerte y el viaje largo, montaría él con ella algún rato en la misma bestia, lo que jamás ocurriría era montarse él y dejarla a ella a pie ni un momento.

No se oía hablar de infidelidades, se darían poquísimos casos en los matrimonios de los trabajadores. Los hombres y toda la sociedad exigía la virginidad a las mocitas hasta que se casaban, no así a los varones que la mayoría de ellos de solteros ya tenían contactos sexuales con prostitutas durante el tiempo del servicio militar y en las ferias más importantes donde se reunían mucha gente, que se desplazaban grupos de rameras buscando su negocio.

Las damas no fumaban (excepto las prostitutas) ni alternaban en bares ni tabernas bebiendo o jugando como siempre los varones.

Como las mujeres podían hacer tan poco en el campo, el pobre labriego que tenía varias hembras y ningún varón, estaba obligado a seguir arreando su yunta mientras podía y económicamente no prosperaba, al contrario, había quién se veía obligado a vencer alguna pequeña finca para costear los ajuares de las hijas si se casaban. En cambio, el matrimonio que solo tenía varones, por estar tan separadas las labores de cada sexo, era la esposa y madre la obligada a trabajar sin descanso día y noche para atender a toda la familia y el marido podía reservarse del duro trabajo cuando los hijos se iban haciendo mayores. Y si eran aplicados y trabajadores como en el campo era lo normal, prosperaban en su hacienda, aunque fuera con tierras arrendadas, si no las tenían propias para ejercer su profesión y obtener al máximo rendimiento. Por eso, cuando nacía un varón se decía que era mejor suerte, mirándolo desde el punto de vista económico sin detenerse a reflexionar que en la vida hay cosas más importantes que los bienes materiales.


RELIGIOSIDAD EN LA VIDA CAMPESINA
La religión Católica era la única conocida en el ambiente rural, cuya fe se vivía con más autenticidad que se vive actualmente. El personal residente en cortijos y aldeas, no iba a misa nada más que en las celebraciones más solemnes, como el Domingo de Ramos, Pascua de resurrección, día del Corpus o del Señor, el día del patrón o patrón de la parroquia, Fiesta de todos los Santos, Navidad y a los funerales de parientes y vecinos.

Los domingos normales y demás días festivos no se respetaban porque los campesinos tenían necesidad de trabajar todos los días y cuidar sus ganados y animales de labranzas y el ir a misa les suponía tener que desplazarse y perder más de medio día o la jornada entera, pues sólo se celebraba la Eucaristía en los pueblos donde había iglesia. No existían las capillas o ermitas que se han construido después en algunas aldeas. Solamente en los términos de Santiago y Pontones por su dilatada extensión, había otras parroquias con su pequeña iglesia en varias aldeas alejadas del pueblo. En Bujaraiza, término de Hornos, apartada y muy distante, también tenían su parroquia.

No se celebraban los bautizos y primeras comuniones con banquetes y trajes ostentosos, pero sí se les daba su verdadero sentido cristiano.

En la mayoría de los hogares se rezaba devotamente el rosario de noche, toda la familia reunida y se realizaban diversas prácticas piadosas. Antes de comer acostumbraban ciertas personas a bendecir los alimentos añadiendo alguna corita oración y los viernes de cuaresma se conmemoraba la pasión de nuestro Señor Jesucristo con Vía crucis y nos enseñaban a rezar a los niños infundiéndonos el amor y temor a Dios desde que lo podíamos entender.

Así sucedía en el humilde hogar labriego donde yo nací y me crié y creo que en la mayoría de las familias serranas.

Cuando en un lugar alejado del pueblo había un enfermo con peligro de muerte y pedía él o su familia la confesión y comunión, se buscaba al Sacerdote con una bestia para que montase, quien revestido con ropa sagrada viajaba al domicilio del enfermo con el Santo Viático y un monaguillo delante tocando una campanilla anunciando el paso del Santísimo y todas las personas se descubrían y arrodillaban a su paso.


CREENCIAS MISTERIOSAS
Deseo dedicar este capítulo a las viejas creencias misteriosas que no podemos entender y antes estaban muy arraigadas en esta sierra, de las que ya apenas se habla. Creo que todos ignorábamos hasta qué punto son realidad o falsas imaginaciones.

Lo que más me ha preocupado siempre son las apariciones de almas de personas ya fallecidas a familiares, generalmente a niños, dándoles encargo de transmitir algún mensaje a los mayores; lo más corriente, pedir que cumplieran tal o cual promesa que en su vida hicieron a Seres Divinos y no cumplieron. Esto antes sucedía con bastante frecuencia.

También había personas que algunas veces anunciaban cuando iba a morir alguien en la localidad o en los alrededores, siempre sin revelar quién, cosas que a mí me ofrecen dudas y me hace reflexionar. ¿Tendrían alguna misteriosa revelación? ¿Y cómo es que ahora no sucede?. Algunos campesinos los atribuían al comportamiento de sus animales domésticos, a la forma de ladrar un perro o al canto de una lechuza. Según el sitio y la hora, se creía que era indicación de que iba a morir una persona.

Otra cosa en la que antes se creía con toda el alma es en lo que actualmente consideramos supersticiones. Una cosa que antes afirmaban la mayoría de las mujeres campesinas era que los pollos procedentes de huevos puestos a incubar en viernes, no tenían hiel. A más de una oí decir que ella lo había experimentado.

También existía la firme creencia de que las plantas de hortalizas que dan el fruto bajo tierra, como patatas, ajos, cebollas, etc., era mejor sembrarlas en menguante, (cuando está menguando la luna), porque así se criaban mejores y luego tardaban más en brotarles tallos. Se creía también y al parecer con testimonios probados, que los yeros sembrados en creciente de la luna, les hacían daño a los cerdos que los comían, hasta producirles la muerte y con los sembrados en fase menguante no les pasaba nada, por lo que recuerdo perfectamente que siempre se procuraba sembrarlos en menguante. Aunque ese pienso no se les echaba a los cerdos, sino a las vacas y molidos, sí podían comer si por descuido entraban en un campo de yeros ya maduros o en los rastrojos de dicha planta. Los campesinos estaban muy convencidos por casos que según ellos habían experimentado y seguían estas normas al pie de la letra.

Otra creencia aún más dudosa, es que durante las fases de la luna, los viernes tenían efectos contrarios, es decir, que los viernes en creciente, eran menguante y durante la menguante, el viernes era como si fuese creciente para todos los efectos.

Por este motivo se aprovechaban los viernes de luna creciente para sembrar las patatas y las otras referidas plantas, si en ese tiempo se presentaba la buena sazón para la siembra.

¿Puede haber algo de fundamento en estas viejas creencias? De todas estas cosas ya casi nadie hace caso y no deja de sorprenderme, porque si antes eran realidad y no falsedades debería seguir siendo igual, porque en esto no se concibe que pueda haber cambio de modas.


CASO CONCRETO DE UNA MISTERIOSA APARICIÓN
En un cortijo solariego del municipio de Hornos de Segura, en tiempos no muy lejanos, habitaba un labriego de mi familia con su esposa y cuatro niños de corta edad, el mayor contaría unos siete años cuando sucedió el caso siguiente:

La mujer tenía a su servicio para el cuidado de sus cuatro vivos muñecos a una niña ya entrando en la adolescencia, una chica muy diligente, amante de complacer y rápida en hacer todo cuanto se le mandaba.

Una tarde la enviaron a una aldea próxima para comprar cerillas, tabaco y alguna otra cosilla en el estanco de la aldea. Regresaba la niña satisfecha de haber cumplido con el encargo cuando faltaba poco para anochecer y ya cerquita del cortijo, unos 800 metros antes de llegar, la oyó llorar un mozalbete que trabajaba en la misma casa cuidando vacas, el chaval corrió y llegó hasta ella que permanecía inmóvil. Al preguntarle por qué lloraba, la niña contestó que se le había puesto delante una anciana en el camino y le impedía continuar andando hacia delante. También oyeron los gritos de llanto los miembros del matrimonio con quienes servían los muchachos y el hombre salió corriendo hacia el lugar donde estaban los chavales. Los encontró explicando ella al chico lo sucedido y el muchacho aterrorizado sin ver nada, intentando alentarla y dándole ánimos. Al llegar el mayor y oír el relato, quedó no menos impresionado y aterrado de miedo. La niña se calmó y se fueron los tres al domicilio.

Ya en la casa, la niña contó tranquilamente como había sido la aparición y las características de la anciana que se le había puesto delante.

Para ver si podían aclarar mejor aquel misterioso encuentro, el día siguiente y a la misma hora salió el hombre con la niña por el mismo camino donde el día anterior había tenido la inexplicable aparición y cuando iban llegando al mismo sitio, de pronto, el grito de la niña asustada: “¡Mírela, ahí está!”, pegándose a su acompañante todo lo posible. El hombre contaba que se le puso el pelo de punta del miedo que le produjo, pero armándose de valor pudo decir a la niña: “preguntalé si desea algo, que te diga lo que quiere”. La niña decía que la seguía viendo pero él no veía nada. Habló la niña a la aparecida transmitiéndole lo indicado y según la versión de la adolescente oyó que dijo la anciana: “Soy la madre de tu abuela, dile a tu tía que salga a pedir para pagar una misa a la Santísima Virgen de la Asunción y que el cura la ofrezca, es una promesa que hice y no cumplí”.

La criatura temblando de susto y miedo transmitió el mensaje a su acompañante, igualmente asustado, quien dijo: “dile que todo se cumplirá como lo ha pedido”. La niña así lo repitió en presencia de él y la anciana desapareció, según explicación de la niña.
Recuerdo que unos días más tarde, ver a aquella tía de la niña a quien iba dirigido el encargo, (hija de la anciana fallecida), como iba de casa en casa pidiendo para cumplir la promesa.


LA CASA DE LOS RUIDOS MISTERIOSOS
En el término municipal de Hornos de Segura, radica “El Polvillar”, el que hasta no hace muchos años fue un pequeño núcleo de población de ocho viviendas con dependencias para diversos animales, de las que solo quedan tres casa habitadas solamente en verano.

Allí residían mis abuelos maternos y los hermanos de mi abuelo, donde nació, se crió y vivió mi madre que en paz descanse hasta que contrajo matrimonio. Debe hacer sobre un siglo o aproximadamente, que en dicho lugar murió un primo de mi madre, joven y soltero, que había mantenido un corto noviazgo con otra prima hermana.

Durante el velatorio nocturno del cadáver del joven, comenzaron a oírse ruidos extraños en la casa de los padres de la muchacha que hubiera sido novia del mozo fallecido, dicha casa lindante a las de mis abuelos. En un principio no le dieron importancia, atribuyendo los raros sonidos a causas naturales, pero aquellos misteriosos ruidos continuaron oyéndose en las cámaras de aquella casa durante las noches año tras año durante más de veinte años. Mi madre que no sabía mentir, nos contaba en repetidas ocasiones que ellas, como su casa paterna estaba tabique por medio, los oyeron incontables veces durante su juventud. Subían alumbrándose con un candil y cesaban los ruidos y no veían nada y en cuanto se bajaban, volvían a oírse los preocupantes sonidos.

Así pasaron los años hasta que se casaron y se fueron de la casa paterna todos los hijos del matrimonio dueño del ruidoso hogar. Cuando ya los dos viejecitos se quedaron solos, no pudiendo soportar el miedo, aunque estaban bien acostumbrados, buscaron otra vivienda de alquiler en Cortijos Nuevos, donde residían algunos de sus ocho hijos y abandonaron su propia casita, la de los nunca identificados ruidos.

Después, una pobre familia; Ginés y su prole, que no tenían techo donde cobijarse se instalaron en la casita abandonada que los dueños les dejaron gratuitamente y continuaron allí los misteriosos sonidos.

Contaron que una noche, el tal Ginés que por lo visto era bastante bruto ya enfadado, gritó y empezó a proferir frases desconcertadas, diciendo al final que bajasen y le tocasen sus partes íntimas. Entonces decían que oyeron como rodar una calabaza gorda por las escaleras, llegando hasta donde tenían la cama donde estaban acostados, moviendo la cama estrepitosamente y se apagó el candil que tenían encendido.

Al día siguiente abandonaron la casa y se hicieron una choza en el campo, al lado de donde tenían sembrados los hortales y allí pasaron varios meses. Recuerdo perfectamente verlos en su choza, cuando yo andaba por aquellos alrededores al cuidado de cochinos, que fue mi primera ocupación.

Los dueños de la referida casa ruidosa ya murieron y la casa permanecía vacía hasta que durante la guerra civil española, 36/39, cuando ya el dinero no valía casi nada, los hijos herederos la vendieron a una pobre familia por el simbólico precio de MIL QUINIENTAS PESETAS.

Los que adquirieron la casita de referencia, manifestaban que ellos ya no habían sido molestados con los extraños ruidos anteriores cesaron. Años más tarde también abandonaron aquel hogar y emigraron a la región levantina. Con el tiempo la casita objeto de este relato se convirtió en un montón de escombros.


LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA 36/39
Si la vida campestre en esta sierra de Segura fue siempre dura y cruda, cuando llegó la abominable guerra civil año 36, se desbordaron las penurias y calamidades. A dicha guerra fueron incorporados todos los hombres desde los 17 años hasta más de los cuarenta, en la que muchos perdieron la vida. Los que nos libramos de ir a la guerra, unos por viejos y otros porque todavía éramos niños, también sufrimos las graves consecuencias. Hubimos de enfrentarnos a las rudas faenas que antes realizábamos entre todos. Abuelos y adolescentes de 14 y 15 años arreando las yuntas y demás trabajos, sin descanso, para salir adelante.

Algunos ancianos ya con todos los hijos casados y con su propia agricultura, tuvieron que hacerse cargo de los quehaceres de los hijos que los habían llevado a la guerra, volver a coger las yuntas y junto con las nueras o hijas, hacer las tareas agrícolas y cuidar a los animales. Jóvenes esposas, como en estado de viudedad, algunas con un niño de pecho, quizás nacido después de la partida de su padre, tuvieron que hacerse ellas la faena del campo. Se llevaban los críos a las huertas o donde tenían el tajo de siega, los ponían en un camastro en una sombra mientras ellas siempre vigilantes, segaban y cuidaban sus hortalizas y cuando el niño reclamaba su alimento, acudían, lo amamantaban y volvían a la tarea.

En la recolección de la aceituna fui testigo presencial de casos de llevarse al tajo los niños de pocos meses, los metían en una espuerta grande y bien abrigados, colgaban la espuerta con el niño en un olivo y así pasaban la jornada. Los adolescentes ocupábamos el puesto de trabajo de los hombres. A mí me tocó arrear un par de mulas desde los 14 años, cuando no alcanzaba ni tenía fuerza para echarles a los mulos los aparejos al lomo obligándome a buscar un sitio adecuado para poder aparejarlos.

Durante aquella desastrosa contienda bélica se dispararon los precios de todos los artículos hasta el punto de que el dinero no valía casi nada, nadie vendía un producto si no era a cambio de otro. Si un labrador necesitaba comprarse la pana para hacerse un pantalón, tenía que dar su equivalencia en combustibles, por dinero no se la vendían y así sucedía con todo. En los últimos meses de guerra, solo existían los cambios, quien sólo tenía dinero pasaba hambre y carecía de todo.

Varios de los hombres que estaban en los frentes de guerra, se escaparon y se venían andando por los campos para que no los vieran y llegaron a sus casas de noche, se escondieron en habitaciones ocultas o en las cámaras de las casas, donde permanecieron hasta que acabó la maldita contienda. Los miembros de la familia, principalmente madres y esposas, llorando hacían creer que no sabían nada de ellos, que los habrían matado o hechos prisioneros. Fingieron extraordinariamente su papel, como en el teatro, hasta que ellos pudieron salir de su escondite.

Cuando ya el año 39 regresaron los que tuvieron la suerte de conservar la vida, al reunirse con sus familias, todo fueron celebraciones y cumplir promesas a Dios y a María Santísima por haberlos librado de las mortíferas balas y bombas.

Para las familias de los muchos que murieron llegó la pena más desconsoladora, concluían las esperanzas que albergaban hasta el final de ver y abrazar a sus seres queridos.

Los años de la posguerra fueron los de mayor escasez de alimentos conocida, por lo que se hizo más riguroso el racionamiento que ya antes habían implantado. Sin duda lo harían con buenas intenciones para que a todos les alcanzase un poco de lo poco que había de productos alimenticios, pero como suele ocurrir, para toda ley existe su trampa y lo que sí se estableció fue el fraude y la picaresca incontrolable. Aquella medida sirvió para que unos se enriquecieran a costa del hambre que otros hubieron de padecer. Se extendió el estraperlo. Los productores de cereales y otros comestibles sujetos al racionamiento declaraban solamente lo que no podían ocultar y a pesar de la vigilancia fiscal y las multas que imponían, la mayor parte de las cosechas las ocultaban y reservaban para venderlas al estraperlo. Con lo que se distribuía de ración para un mes no bastaba para comer una semana. El precio de los artículos racionados, el pan y la harina en primer lugar, lo fijaban las autoridades con arreglo a las bases de precios de los jornales y los mismos artículos en manos de especuladores y traficantes se elevaban la ración, los pobres jornaleros tenían que comprar a los precios abusivos de estraperlo para no morirse de hambre y con lo que ganaban no les alcanzaba ni para medio comer. Constantemente se veía a las mujeres por el campo buscando verduras y yerbajos para alimentarse. Los mismos terratenientes que pagaban a sus obreros los jornales a las bases, si les vendían algo de comestibles se lo cobraban a precios de estraperlo.

En aquel tiempo llegó a valer un pan de unos 1.900 gramos hasta 25 ptas., cuando un jornal en la agricultura no alcanzaba esa cantidad. ¡Cuánta hambre pasarían los pobres que no tenían más recurso que el trabajo!. A varias personas les costó la vida la desnutrición, mientras se enriquecían los especuladores, tal como ocurre ahora con las drogas.

En una ocasión oí a una persona jactarse de inteligente y lista porque había sabido comprar olivos por un kilo de harina cada árbol. ¡Qué conciencia y qué situación tendría quien las vendiera así! Seguramente quedándose sin nada de propiedades y tal vez para comer un mes o dos. Esto merece hacernos un serio y reflexivo examen de conciencia.

EL BURRO EN EL MEDIO RURAL
Este sufrido animal, quizás el más desgraciado de todos los domésticos auxiliares de los humanos campesinos, por obligarlo a llevar sobre sus lomos cargas superiores a sus fuerzas, alimentando deficientemente y constantemente apaleado para que no se rindiera en el camino, no podía faltar un ejemplar, hembra o macho en el hogar de cada una de las pobres familias campesinas.

Generalmente, los asnos machos los dejaban sin castrar para que no les mermarse su fuerza, los utilizaban los arrieros formando recuas de varios animales para la carga y transporte de mercancías a distancias bastante largas algunas veces, de unos pueblos a otros y para sacar las maderas de los montes que cuadrillas de trabajadores dentro de los mismos bosques, al pie de las montañas, elaborando tablas y vigas para la construcción de casas. A las vigas con que se formaban los techos se les llamaba “cartuzos” y para los tejados se empleaban rollizos hechos de pino delgados sin aserrar y todo lo transportaban los arrieros con burros y mulos hasta los almacenes de maderas donde las distribuían. Los molineros también se servían de esta especie de animales para los acarreos de sus moliendas.

Las burras hembras y los borriquillos más débiles los utilizaban los labriegos más humildes para sus pequeñas labores. A los jornaleros agrícolas les eran imprescindibles para sus acarreos; sobre todo para traer leña de los montes más cercanos, que era la tarea de cada día ya que la leña era el único combustible para alimentar el juego de las cocinas todo el año y para combatir el frío invernal en sus pobres viviendas mal acondicionadas, la mayoría, como un corralillo con chimenea y algún ventanuco sin cristales, por lo que en llegando el invierno necesitaban buenas lumbres y diariamente habían de salir a buscar leña. Si el hombre estaba dando el jornal, sería la mujer la obligada a salir con su borriquilla, ella sola o con la ayuda de algún niño, para proveer su hogar del tan necesitado combustible.

Los obreros que no tenían donde sembrar cereales y por tanto carecían de paja para la bestia, juntaban rastrojos de los que los segadores dejaban en el campo y con esto alimentaban a las infortunadas bestias durante el invierno cuando no había hierba en el campo.


LOS CERDOS EN LOS HOGARES CAMPESINOS
Los cerdos, como las bestias, eran indispensables en el mundo rural. Este pacífico animal que con tantos nombres se le denomina “marrano” el más corriente, seguido de cochino, puerco, guarro y gorrino, es el animal que no tenía sustitución y no podía faltar en ningún hogar de labriegos. Su carne grasa y los sabrosos embutidos que con ella se elaboran constituían con el pan y las legumbres la base de la alimentación de los campesinos. Se mantenían casi todo el año con la jipia procedente de la aceituna (orujo), mezclándole un poco de salvado resultante de cerner la harina mas la hierba que pudieran comer en el campo, pues antes se sacaban todos los días a pastar al cuidado de un porquero, un niño o un hombre que no estuviera capacitado para realizar otros trabajos. En los cortijos, cada labrador tenía su marrano, casi siempre un niño y en las aldeas y pueblecillos solían buscar un mayor medio inútil o algo ignorante para guardar los cerdos de todos los vecinos por las fincas de todos y le daban de comer entre todos los dueños de los cerdos, un día por cada cochino que guardara de cada casa.

En los veranos y otoños, cuando no había yerba en el campo, llevaban los cerdos a los rastrojos para que aprovecharan las espigas y vainas que se quedaban al segar y después, en los encinares comían las bellotas que caían de los árboles.

Unos dos meses antes del tiempo de las matanzas se dejaban encerrados los cerdos destinados a dicho fin para cebarlos con piensos más nutritivos, amasados de calabazas y remolachas cocidas mezclándoles harina de maíz, cebada y leguminosas, mas bellotas, habas y garbanzos, estos, los de peor calidad, para terminar el engorde.

También se utilizaban para pienso de los cerdos de engorde los gamones, planta silvestre que se cría en las sierras de mediana altitud en los rasos despoblados de monte.

Los cerdos representaban un buen recurso económico en los cortijos para sus moradores, donde siempre tenían alguna cerda destinada a la reproducción y cría y como ya queda dicho, se mantenían con productos del campo sin necesidad de comprar piensos; se vencían los cerditos, lechones de destete cuando contaban siete semanas que era el tiempo de lactancia, dejando algunos hasta que se hacían grandes y ya cebados se vendían a gente de los pueblos que no los criaban y no renunciaban a hacer sus matanzas. Con esto conseguían los labriegos unos buenos ingresos en metálico con lo que se podían comprar, entre otras cosas, la ropa para equiparse la familia y se cubrían otros gastos precisos.

En muchos hogares de jornaleros campesinos convivían un asno y un cerdo. El burro que les era necesario para las cargas y el cerdo que lo adquiría chiquitillo al destetarlo y lo iban criando para luego engordarlo con el que harían su matanza. Ambos animales vivirían en el mismo corral y se me ocurre imaginar un fabuloso y humorístico diálogo entre ellos. El burro envidioso del mejor trato que le daban el cerdo, le manifiesta sus quejas al infeliz cochino de la manera que a continuación se relata en las páginas que siguen.


AVENTURAS Y DESVENTURAS DE FRASCUELO
De todos es sabido lo mucho que ha cambiado la mentalidad de las personas en estos últimos 50 años; tanto en la manera de comportarse las parejas de novios, de vivir su amor y disfrutar del mismo, con simplemente en el trato de personas de diferente sexo aún cuando no sean novios.

Antes eran las mujeres inmensamente más recatadas y pudorosas; como si fueran más decente aparentemente. Siempre usaban mangas largas en sus vestidos, nada de escotes pronunciados ni faldas cortas; no salían a la calle sin sus medias del color de la carne, de seda o hilo de algodón. Jamás se veían con las piernas desnudas a las damas en cuanto dejaban de ser niñas. No se ponían pantalones, a excepción de en los carnavales para vestirse de máscara, que muchas veces se disfrazaban con ropas de hombres.

En el aspecto sexual, las mocitas, todo contacto con los varones se reservaba para la noche de bodas.

Ni para saludarse se besarían con los hombres sino eran familia en grado muy cercano. Esto era la norma general, pero como en todas las cosas suele ocurrir, siempre había algunas excepciones, que indudablemente, si se conocían, suponía un escándalo.

Conozcamos una de aquellas excepciones: las aventurillas de Frascuelo, en los últimos años del pasado siglo XIX. Son hechos reales que en mi niñez me contó un tío mío, hermano de mi padre que en paz descanse residía en La Mesilla, una pequeña cortijada del municipio de Santiago de la Espada. Pienso que quizá mi tío no estuviese bien enterado de todos los pormenores de los sucesos tal y como ocurrieran, con más o menos exactitud, esta fue su versión:
Frascuelo era un mozalbete arrogante y lanzado que no se resignaba a las continencias de sus impulsos amorosos o viriles y era capaz de enamorar y hacer rendirse a una chica si se lo proponía, para eso se fijaba en la que consideraba más fácil.

El protagonista de esta breve historia, Frascuelo, habitaba en una de las principales aldeas del municipio que hoy es Santiago-Pontones y sostenía relaciones amorosas con Currita; una chica alegre y de las más coquetas y modernas de su época. Como las jovencitas estaban siempre muy vigiladas por sus madres y nunca las dejaban solas con los novios, a Frascuelo y Currita no les satisfacían así sus relaciones y queriendo gozar más de su apasionado amor, por las noches cuando ya estaban acostados todos los miembros de la familia, Frascuelo se iba a la ventana del cuarto de currita que caía a una angosta callejuela, donde ella le esperaba para seguir allí pelando su pava. Y una noche se le ocurrió al joven meter a cabeza por entre los barrotes de la reja de la ventana, restregándose las orejas porque el espacio le venía muy justo. Se supone que lo haría para poder besarse más a placer. Lo que sucedió es que del placer pasó a una tormentosa pesadilla; que cuando quiso retirarse, no pudo sacar la cabeza del cepo en que había caído, hasta el punto de que Currita se vio obligada a salir y buscar ayuda para separar los hierros con herramientas y al fin quedó libre de tan odioso asidero.

Al enterarse los padres de la chica que dormían en una habitación al lado del dormitorio de ésta, para evitar que se repitieran aquellas entrevistas nocturnas entre la pareja de jóvenes enamorados obligaron a su hija a subir su cama a la cámara de la casa en la planta alta. La cámara tenía un ventanuco sin reja a varios metros de altura.

Entonces, el vivaz Frascuelo que era muy sagaz e ingenioso para vencer dificultades, se buscó un palo grande de pino con garranchos y nudos de las ramas, lo traía por las noches cuando ya todos dormían y subía por el palo cogiéndose a los garranchos que le servían de agarraderos y para apoyar los pies y entraba al aposento de Currita que le estaría esperando. Y una noche después de acabarse un baile que formaron en la aldea, al que ellos también asistieron, cuando todos se retiraron, el intrépido mozuelo trajo su peculiar escalera y subió, como habría hecho en otras ocasiones, pero esta vez, alguien que sospechaba lo que hacía Frascuelo, lo espió y lo vio subir. Quienes estuviesen observando la acción del mozalbete, avisaron a todos los demás chavales y sin vacilar le quitaron el palo sigilosamente y esperaron a ver lo que hacían cuando fuera a bajar. Entre tanto, Frascuelo que por lo visto no tenía prisa en abandonar aquel placentero nido, se durmió rendido por el cansancio y cuando despertó ya estaba amaneciendo y los otros jóvenes allí esperando verlo bajar.

Cuando Frascuelo quiso dejar aquel lecho y a su Currita, aún adormitado del sueño del amanecer y se encontró sin su escalera, salió por la buhardilla al tejado y anduvo buscando algún otro tejado lindante más bajito para pasar a él, desde donde pudiera arrojarse al suelo con menos peligro y cuando lo vieron los demás mozuelos que permanecían expectantes, le armaron una gran algarabía, unos de decían gato otros palomo y otros, pavo y cuantas frases burlonas se les venían a la lengua. La verdad es que el trepador mozo no gozaba del afecto y sincera amistad de los otros chicos por jactancioso y presumido, que alardeaba de saber enamorar a las chicas y conseguir triunfos amorosos que los demás no podían alcanzar. Así toda la juventud masculina allí reunida, celebraron el más insólito y para ellos, divertido espectáculo mientras Frascuelo pasaba por otro vergonzoso trance, que no sería el último ni más desagradable durante su juventud.

Con las aventuras y desventuras referidas, el célebre protagonista de esta historieta, en cierto modo se hizo famoso en la comarca; pues los comentarios de los significativos acontecimientos se multiplicaron y extendieron por los alrededores y le dedicaron el mote de “gato-garduño”, por aquello de aprovechar la noche para trepar hasta los tejados, por tal nombre fue conocido en la geografía serrana hasta donde no le conocían físicamente.

En una ocasión transitaba el ya popular Frascuelo y al lado del camino que seguía, había un grupo de mujeres jornaleras escardando un campo de trigo en las proximidades de otra aldea en la misma zona y al lado del camino que seguía, había un grupo de mujeres jornaleras escardando un campo de trigo en las proximidades de otra aldea en la misma zona y al verlo con su típico aspecto altivo y engallado, empezaron a piropearlo jocosamente y él mostrándose más valiente de lo que era en realidad, les contestaba con frases no menos irónicas y provocativas. Así fueron aumentando de tono las palabras cruzadas y ellas le incitaron con voluptuosos desafíos, hasta que Frascuelo, pensando ruborizarlas y amedrentarlas, se desabrochó el pantalón como para mostrarles sus atributos masculinos. Y ¡qué equivocación!, aquellas mujeres en vez de acobardarse, por lo visto eran fuertes, de las que llaman de “armas tomar”, corrieron hasta él, lo derribaron y le ataron las manos juntas por detrás de la espalda para que no pudiera defenderse, entonces, unas lo sujetaban fuertemente y otras le vaciaron un botijo de agua y tierra en sus órganos genitales, donde le colgaron un cencerrillo pequeñito que llevaba una cabra de una de las mujeres y con la cuerda de la cabra lo amarraron del cuello y tirando de él como de un manso cordero, lo hicieron pasear por donde trabajaban otros grupos de mujeres, concluyendo el paseo al son del cencerrillo en la aldea más inmediata, que según las explicaciones de aquel tío mío, fue en Las Espumaderas, hoy deshabitadas.

Aquel grupo de rústicas campesinas, sí llevaron a cabo lo que los ratones en su congreso pensaban que sería bueno hacer con el gato para librarse mejor de sus garras y se divirtieron a lo lindo a costa de la horrorosa vergüenza que debió pasar el arrogante Frascuelo.

Considero oportuno incluir estos poemas que siguen del salmantino J. Mª Grabriel y Galán, porque en ellos veo un claro exponente de cómo era la vida de los trabajadores del campo hace un siglo. Al parecer, en los campos de Salamanca y extremeños ocurría igual que en esta nuestra Sierra de Segura.