5.25.2008

Costumbres en Segura-1

COSTUMBRES Y TRADICIONES
DE LA SIERRA DE SEGURA

Sebastián Palomares Molina


Nota: Hace ya bastantes años, un día, Sebastián Palomares, de Cortijos Nuevos, me regaló un pequeño manuscrito. Y al hacerlo me dijo que podía usarlo de la manera que mejor viera y a mi me gustara. Lo guardé durante mucho tiempo y, pocos años después, él publico un libro con los mismos textos que me había regalado. Ese libro se titula “Un paseo por sendas perdidas. Cómo era la vida en la Sierra de Segura. Sebastián. Palomares Molina. Caja de Ahorros Provincial. Jaén, 2000. Ritos, acontecimientos, juegos, usos, costumbres y efemérides y vocabulario de la vida del serreño en el valle de Segura".

Sebastián ya ha muerto. Hoy pongo aquí aquellos escritos que me regaló hace tanto tiempo. Por si alguna persona los lee y saca de ellos algún bien. Era el deseo de este gran hombre, amigo mío. Así que queda aclarado: los textos que siguen a continuación son de Sebastián. Yo no he cambiado ni he puesto una coma.


Índice
Introducción
La niñez
La juventud
Fiestecillas de mayo
Los bailes de ánimas
Los desfarfollos
Juegos juveniles
El juego del anillo
Las llamarás
Los bolos
Las luchadas
Carnavales y serenatas
Enamoramientos
Los noviazgos
Virginidad femenina
Las bodas
Romance autobiográfico
Las cencerradas
Fiestas patronales
Las luminarias
Las matanzas
Las ferias
La navidad
Faenas agrícolas
La siega.
Así era una jornada de siega
La trilla
Tregua y sementera
Recolección de aceituna
Así era un día normal de aceituna
Aparcerías y medieros
Ganaderos y pastores
Tareas de las mujeres campesinas
Medios de subsistencia campesina
La alimentación humana en el medio rural
La vestimenta campesina
Los recoveros
Los molineros
Jornales de hambre
Mendigos y gitanos
Las construcciones
Medios de comunicación
La sanidad en el medio rural
Discriminaciones femeninas o privilegios
Religiosidad en la vida campesina
Caso concreto de una misteriosa aparición
La casa de los ruidos misteriosos
La guerra civil española 36/39
El burro en el medio rural
Los cerdos en los hogares
Aventuras y desventuras de frascuelo


INTRODUCCIÓN
El conjunto de relatos que llenan este manojo de cuartillas, es como un reflexivo paseo por las sendas perdidas en el recuerdo por el transcurso del tiempo.

El gran poeta y profesor español, Don Antonio Machado, diría que “se hace camino al andar”. Y por el contrario, es evidente, que un camino por donde no se anda, termina desapareciendo, cubriéndose de hierbas y matas. Esto es lo que está sucediendo con las costumbres de la vida rural serrana de hasta hace cincuenta años, que pasó a ser parte de nuestra historia.

Al haber dado un cambio tan enorme la vida en casi todos los aspectos, la inmensa mayoría de las costumbres de antaño han desaparecido como desaparece el camino cuando no se pisa.

Amable lector/a, si naciste antes de pasar la primera mitad del presente siglo XX, no tiene sentido que te esfuerces en la lectura de las páginas que siguen, pues este humilde autor lo que en ellas se narra, sólo te podrán servir para recordar cosas ya olvidadas.

Sí considero que puede resultar de cierto interés la lectura de estos mal coordinados renglones, a los que hayáis llegado al mundo en estas últimas cinco décadas, cuando tanto han cambiado las normas de la vida y perdido muchísimas costumbres.

LA NIÑEZ
Muy al contrario de como sucede actualmente, que todos los niños ven la luz por primera vez en centros médicos especializados y dotados de personal cualificado y con toda clase de medios, por lo que casi todos abandonan el vientre materno felizmente y exentos de riesgos, tanto los niños como sus madres, hasta las décadas de los años 50 y 60 del todavía presente siglo XX, todas las mujeres alumbraban a sus críos en su domicilio y en la mayoría de los casos, sólo con la asistencia de alguna mujer con buenos ánimos y voluntad, que podría tener alguna experiencia por haber visto nacer otros niños, pero que carecía de conocimientos científicos, y a veces sin saber siquiera leer y escribir, por lo que un alto porcentaje de los aspirantes a la vida morían a la hora de nacer; y a veces moría la madre dejando huérfano al recién nacido. Y se daba algún caso, aunque no con frecuencia, de que madre e hijo encontraban la muerte en dicho trance. ¡Qué pena!.

La mayoría de la población rural se encontraba en pequeñas aldeas y en cortijos solitarios sin ningún medio de comunicación; sin carreteras ni carrillos y sin luz eléctrica. Muchos núcleos de población, a varias horas de camino del pueblo más inmediato donde residía un modesto médico de medicina general, al que había que facilitarle una caballería para desplazarse a visitar a la parturienta cuando iban a buscarlo, que solo lo hacían en casos difíciles, muchas veces cuando ya no había remedio.

En los primeros años de la infancia, los niños crecíamos y nos robustecíamos jugando alegremente al aire libre, curtiéndonos y bronceándonos los rostros con las inclemencias del sol y el viento. Los juguetes normales eran los que nos proporcionaban la Madre Naturaleza; las misteriosas flores que cogíamos de árboles y plantas. Con los capullos de amapolas antes de abrirse, nos hacíamos apuestas a ver si eran frailes o monjas si al abrirse salían los pétalos blancos, eran monja y si estaban ya rojos, serían fraile. También imitábamos a los mayores en sus faenas agrícolas; tomando dos piñas grandes de pino negral, decíamos que eran el par de vacas o bueyes que formaban la yunta; y construíamos los aperos de labranza, de ramitas delegadas de arbustos, solo con la ayuda de una bien afilada navaja. Los que tenían la suerte de habitar en cortijadas de varios vecinos, se juntaban grupos de varios niños y jugaban a otras cosas, como al “escondite”, la “piola”, la “gallinica ciega”, etc.

Cuando los niños alcanzaban los cinco o seis años de dad, en los cortijos y pequeñas aldeas, ya les esperaba su primer puesto de trabajo guardando cerdos y alguna cabra, (como fue mi caso), les ocurría a la mayoría de los varones y también algunas niñas tuvieron estos principios.

Algunos, una minoría, tenían la suerte o privilegio de que a los ocho o diez años los enviasen a la escuela, la que en muchos casos estaba muy distante del domicilio familiar; en los pueblos o aldeas grandes donde se tardaba hasta una hora andando por caminos escabrosos, es por lo que no los enviaban cuando eran pequeñitos, cuando residían alejados del centro docente. La mayor parte de las escuelas rurales eran mixtas, con niños de ambos sexos, pero siempre banquetas separadas.

Antes de los 14 años habíamos de abandonar la escuela para incorporarnos a los diversos trabajos del campo, a los que muchos ya estábamos acostumbrados por haberlos realizado durante las vacaciones escolares y los domingos y demás días festivos que no había clase; pues en la vida rural no se conocían días de descanso, si no estaba lloviendo o nevando, que no se salía al campo a trabajar, pero se aprovechaban para hacer cuerdas y objetos de esparto que antes machacábamos a primera hora de la mañana con una maza que los padres construían sobre un tronco bien arreglado, ambos objetos de madera de encina.

LA JUVENTUD
Durante la adolescencia y juventud se vivía muy alegremente; gozábamos de relativa felicidad, a pesar de las duras y penosas faenas que todos nos ocupaban permanentemente. Como durante el día, los mozos no disponían de tiempo libre ni ocasiones para alternar con las chicas, por las noches se organizaban bailes de carácter familiar en las cortijadas, en la casa que contaba con una cocina-comedor grande. Entonces, la cocina era la habitación más amplia de la casa y más próxima a la puerta de la calle, con una chimenea grande al fondo, donde la familia, reunida al calor de la lumbre pasaban las veladas invernales, al mismo tiempo que se servían para guisar y cocer productos de las huertas: calabazas, remolachas, las patatas más menudas, nabos, etc., con lo que se alimentaban a las gallinas y a los cerdos destinados a cebar para las matanzas.

La cocina servía también de comedor y además se utilizaba de dormitorio; tendiendo en el suelo jergones o “cabeceras” como entonces se decía, que se recogían por las mañanas; porque en aquellas viviendas rurales, lo más normal es que hubiese un solo dormitorio para el matrimonio o todo lo mas, una segunda habitación que se usaba como bodega o despensa en la que dormían las hijas cuando ya iban siendo mayorcitas; y los hijos varones, dormíamos en las cabeceras tendidas cerquita del fogón. Retomando el relato de los bailes, los mozuelos procuraban conseguir el permiso de los dueños de la casa que tuviese la cocina más espaciosa para bailar, buscaban los músicos: que lo mas corriente eran dos, con guitarra y una bandurria o laúd y hasta se bailaba en ocasiones al son de una guitarra en solitario acompañado a la voz o canto de algún mozo o viejo alegre o del mismo que tocara el instrumento. A veces, en poquísimos casos, se podía contar con música de acordeón o violín en muy excepcionales ocasiones, porque había muy poca gente en toda la zona que supieran tocar y tuviesen dichos instrumentos, en la aldea de La Platera, del término de Hornos, había una jovencita, Eufrasina y un mozo, Amador, que tocaban, ella el acordeón bastante bien y él el violín. Quizá serían los únicos en todo el municipio, por lo que poquísimas veces podíamos deleitarnos con los deliciosos acordes de estos instrumentos musicales.

En Cañada Catena, aldea del municipio de Beas de Segura, residía un hombre ciego, Daniel, que perdió la vista en la guerra, entonces aprendió a tocar el acordeón, dedicándose profesionalmente a la música, al no poder realizar otros trabajos. Este acordeonista, con la indispensable y valiosa ayuda de su esposa, que le servía de guía, acudía a todos los lugares donde lo llamaban, principalmente en las bodas y otras celebraciones distinguidas y por 50 ptas., (en los años de 39 a los cincuenta) tocaba en bodas durante 24 horas con poquitos ratos de descanso. Así ocurrió en la boda cortijera de quien describe este relato.

Los mozuelos que se sentían enamorados de una mocita y querían iniciar relaciones amorosas con ella o simplemente por bailar, porque era la única forma de poder tocar a una mujer y tenerla entre los brazos, buscaban y contrataban a los músicos, que generalmente no eran profesionales, sino unos trabajadores del campo o pastores que se habían aficionado y aprendido a tocar un poco la guitarra, laúd o bandurria.

Invitaban a las muchachas de las aldeas o cortijos inmediatos, que acudían siempre con el permiso de sus padres y bajo su control o el de algún hermano. Los jóvenes varones de los alrededores que se enteraban cuando se formaba un baile, acudían sin invitación y muchas veces, los organizadores, les cobraban la entrada para costear la música. En muchos casos se pasaban toda la noche bailando hasta el amanecer, hora en que había que cortar para iniciar la jornada de trabajo, al que nunca se podía faltar.

Como a los bailes sólo acudían las mocitas de lugares próximos que estuviesen invitadas y los varones no necesitaban invitación ni control o permiso de padres, siempre acudían mozuelos de aldeas más distantes y se juntaban bastantes más hombres que mujeres, por lo que a los que mejor bailaban o eran más del agrado de las chicas, no les faltaba pareja para el baile, pero los menos agraciados a veces se pasaban la noche sin estrenarse bailando con una mozuela. Porque en la mayoría de los casos llegaban a reunirse más del doble de mozos que de chavalas. Ellos se desplazaban aunque el baile estuviese lejos, a una hora y más de camino, aprovechando la luz de la luna cuando nuestro satélite estaba presente y en las noches oscuras se alumbraban con linternas o dando tropezones bajo el fulgor de las estrellas, por caminos algunas veces desconocidos, con el apoyo de una cayada, que era muy usual y las vendían muy pintorescas para los jóvenes y así se evitaban caídas. Algunos jóvenes llegaban de sitios lejanos y eran desconocidos y las chicas no querían bailar con ellos y había algunos que hacían travesuras cuando no podían bailar y armaban el jaleo. Como el alumbrado corriente era de candiles de aceite, había veces que los apagaban dejando el baile en completa oscuridad; dando motivo a riñas con los moños de la localidad, terminando a bofetadas o apaleados.

Otras veces, en verano y otoño, se lanzaban a los huertos donde hubiese árboles frutales y a los melonares y hacían verdaderos destrozos, entre lo que se comían y la fruta que después de cogerla la arrojaban porque no estuviese madura o no les gustara, causando a veces daños considerables que en ocasiones les costaba ser denunciados y pagar los destrozos, así como obligados a repara daños por otras brutas gamberradas.


FIESTECILLAS DE MAYO
Al entrar la primavera y principalmente el mes de mayo, así como empieza a moverse la savia de las plantas, circulando por las ramas y tallos y reventando por las yemas para la formación de las flores y nuevas hojas llenas de vida, así parece que sucede con la savia del cuerpo humano en la juventud, cojo si en la dicha estación primaveral comenzase a moverse con más fuerza y a brotar la sensación del amor pasional, que parece confirmar lo del conocido refrán de “la primavera, la sangre altera”. Quizá por este motivo se cantaba esta coplilla:

Cuando la higuera engorrona
y el pino mueve sus savias
es tiempo de buscar novias
que están las mozas que rabian.

Al llegar el verde y florido mayo, parecían manifestarse los impulsos amorosos en los jóvenes de ambos sexos y se celebraban varias fiestecillas al respecto. La primera celebración era un juego, la noche anterior al día primero de mayo o bien la noche del mismo día, uno que se denominaba”: Los Mayos”. Consistía en reunirse en una casa los jóvenes mozos de ambos sexos que hubiera en la localidad y de algún cortijo próximo y se escribía en un papelito individual para cada uno, el nombre de cada uno de los presentes y de los amigos y conocidos aunque por alguna circunstancia faltasen al acontecimiento. Tenía que haber igual número de hombres que de mujeres y se introducían en una bolsa los papeles con el nombre de las chicas y en otra bolsa los papeles con el nombre de cada uno de los mozuelos.

Entre los más ingeniosos se inventaban o recordaban unas frases que se les llamaba “adagios”, dirigidos, unos de mujer a hombre y otros de hombre a mujer; tantos como nombres de persona se hubiesen escrito e igualmente se introducían en otras bolsas por separado. Los adagios, normalmente eran unos versos, una coplilla un pareado o simplemente una frase que resultase un tanto graciosa aunque no rimara. Veamos unos ejemplos: “Eres un tipo elegante, pero flojito de alante”. “Cuando te veo, me mareo”,

Tiene tu cuerpo serrano
tanta gracia y tanto arte
que hasta el Sol y los luceros
se paran para mirarte.
Quién te pillara en un prao
tú trabá y yo destrabao.

Y otras cosas por el estilo de mejor o peor gusto. Luego se iban sacando de las bolsas los papelitos doblado para no poder leer lo escrito; sacaban primero los papeles con los nombres, uno de mujer y otro de hombre y así se iban apareando chico con chica. Para sacar los papeles de las bolsas se buscaba la mano que se consideraba la más inocente. Seguidamente se procedía a sacar los papeles con los adagios, igualmente uno de hombre y otro de mujer y se leían en voz alta, lo que en tono de alegre piropo se decían uno al otro pasando así una divertidísima velada. ¡Lástima que se hayan abandonado y perdido tan alegres y sanas costumbres!.

A esta celebración le seguía muy de cerca la del día de la Cruz, 3 de mayo. Se vestían cruces en la mayoría de las aldeas y en algunos cortijos, así como en estos pequeños pueblos serranos; a veces vestían mas de una cruz en la misma aldea, cumpliendo promesas que hacían pidiendo o agradeciendo favores al Altísimo o a la Virgen de su devoción o a cualquier otro santo que venerasen. Pero más que dar culto al misterio de la Santa Cruz, lo que se hacía era adornarla mucho con figuritas y con ropas primorosamente bordadas por mujeres expertas en la bella artesanía del bastidor. Sobre todo, el interés se centraba en organizar los típicos bailes que comenzaban el mismo día 3 y se continuaban todos los domingos y demás días festivos, hasta pasar el día del Corpus Cristi (día del Señor), dando así buenas ocasiones para que los mozos enamorados pudieran manifestar su amor cada cual a la mocita de sus sueños.

Otros días muy apropiados para los amoríos, eran San Isidro y Santa Quiteria, 15 y 22 del mismo radiante mes de mayo, en los que salía la juventud por las tardes, tanto varones como hembras y se instalaban mecedores con sogas nuevas y resistentes en árboles grandes, preferentemente en nogales o nogueras, que es como aquí se las llama. Si no había una buena noguera en el sitio de la reunión se recurría a las encinas. Las chicas se sentaban sobre la cuerda (en el doblez de la soga) y bien cogidas a ella se dejaban mecer alegremente por los arrogantes chavales, que tras tirar de ellas hacia atrás todo lo posible para dar mayor inercia, cogiendo la soga por junto el cuerpo de la chavala, les empujaban con toda su fuerza y ellas volaban por el aire colgadas del árbol, elevándose hasta quedar la cuerda casi horizontal, repitiendo una y otra vez; y luego se turnaban tanto las chicas en sus deleitables viajes volantes, como los mozuelos en el grato y siempre placentero ejercicio de mecerlas empujando con sus manos sobre las caderas de ellas. Todos disfrutaban de lo lindo de la manera más inocente y saludable y muy grata al mismo tiempo.

El día de Santa Quiteria se llevaban al campo los típicos hornazos caseros que previamente elaboraban las mujeres con su probada maestría y cocían en sus hornos particulares, para llevarlos de merienda ese día de tan grata fiesta campesina junto a alguna copiosa fuente de las tantas que brotan del vientre de nuestra adorable sierra de Segura, ofreciendo el prodigioso regalo de sus cristalinas y fresquísimas aguas. Se buscaba la fuente en que hubiera árboles cerca, que además de servir para los mecedores, ofrecieran buenas sombras.

La fiesta que se iniciaba por la tarde, no podía terminar sin el siempre apetecido baile por la noche, aunque solo se contase con una guitarra que se acompañaba con canciones populares de los asistentes.


LOS BAILES DE ÁNIMAS
En tiempos ya algo remotos existían en los pueblos serranos que eran cabeceras de municipio, hermandades de Ánimas, formadas por vecinos que se les denominaba “los hermanos”, capitaneados por el Hermano Mayor. Todos o la mayoría tocaban algún instrumento musical, de cuerda lo más corriente... Estos hermanos ofrecían gratuitamente bailes al pueblo y en las aldeas. Se desplazaban al menos una vez al año por cada una de las cortijadas del municipio, donde les daban de comer y alojamiento. Pernoctaban una o dos noches en cada aldea después de pasar una velada de varias horas, hasta la madrugada tocando sus instrumentos para que bailasen los habitantes de la localidad y los que acudían de cortijos inmediatos. De ahí debe proceder la vieja expresión de “costeados como la música”. Además, la gente les ofrecía algún donativo en dinero o en cualquier producto del terruño que se llevaban en una bestia y luego ellos realizaban a metálico.

En todo baile, como es lógico, el hombre pedía que bailase con él a la mujer que le apetecía y la mujer aceptaba o no si el solicitante no le gustaba, lo rechazaba diciéndole que ya estaba comprometida o cualquier otro pretexto y cuando había alguna mujer u hombre que porque no le apeteciera no bailaba con un hombre o mujer de los concurrentes y alguien quería verlos hace pareja en el baile, hacían como una subasta y ofrecían quizás más para que no bailaran; y al que más dinero ofrecían tenían que atender. O sea, que si uno daba cinco duros para que bailaran y otra persona no superaba tal cantidad para que no tuvieran que bailar si no querían, por ley o por tradición, no tenían mas remedio que bailar juntos aunque ellos no quisieran.

En Santiago de la Espada, que según mis informes fue la última hermandad que desapareció, mi padre contaba que había presenciado varios de estos casos de subastas.


LOS DESFARFOLLOS
En los valles y cañadas dentro y en las laderas de la sierra, como había agua abundante para poder regar, entonces cuando las lluvias eran generosas y no se presentaban tantos años de extremada sequía como después hemos experimentado, se sembraba mucho maíz, además de otros cultivos en las tierras de regadío, por ser el maíz o “panizo” de gran interés por buen aprovechamiento; tanto el grano para harina y pienso, como el forraje de las matas para el ganado vacuno, del que no faltaba al menos una yunta y sus crías en todos los hogares labriegos. Y cuando en otoño se cogían las mazorcas o “panochas” como se les llama en esta tierra, se hacían grandes montones en las casas de labranza y se invitaban a muchachas y muchachos, tanto adolescentes como mayores, para quitarle las farfollas que cubren el grano en la panocha, dejándole una pequeña parte a cada mazorca para enristrarlas.

Se reunía la juventud de ambos sexos y para hacer más grata y divertida la faena, se sentaban intercalados, mujeres y hombres haciendo corro alrededor del montón; y había la simpática costumbre, de que cuando al desfarfollar salía una panocha con los granos rojos, si era varón el que la encontraba salía con la mazorca en la mano y daba medio abrazo, pero un poquito apretado, cálido y afectuoso a cada una de las demás que hubiera en el corro. Los granos de maíz suelen ser de color blanco o rubio; muy pocas pachochas salían rojas y todos estábamos deseando encontrar una para salir a abrazar a las chavalas, cosa que siempre resultaba muy agradable.

Algunos chavales con cierta picardía, cuando les salía la deseada mazorca roja, después del placentero abrazo, en vez de soltarla en la espuerta para retirarla, se la guardaba con disimulo y enseguida la cogía nuevamente fingiendo haber encontrado otra y con la misma salía otra vez a abrazar a las mozuelas, ya que a ellas también les apetecía el picaresco abrazo de los arrogantes mozalbetes.

Otras mazorcas, aún siendo blancas o rubias, tenían algunos granos salpicados de un color más oscuro; a estas se les llamaba “repizcosas” y el que encontraba una de estas panochas repizcosas, daba un acariciador pellizco en los muslos a cada una de las chicas que tenía al lado; y si la encontraba una chica, igual pellizcaba a los varones que estuviese sentados a su lado; por eso existía la costumbre de sentarse intercalados hombres y mujeres. El pellizcado o pellizcada, pellizcaba seguidamente al siguiente del otro lado y así continuaban hasta pellizcarse todos unos a otros; hombres a mujeres y mujeres a hombres.

Al terminar el “esfarfollo” (hablando en términos populares), se concluía la velada bailando amigablemente, aunque fuera sin música, porque no siempre había instrumento ni quien lo supiera tocar. Se bailaba al ritmo y compás de alguna tonadilla que canturreaban animadamente los de genio más vivaz; cooperando en esto también las personas de más edad.


JUEGOS JUVENILES
Durante el otoño e invierno se reunían los jóvenes muchas veces a pasar las veladas en cualquier casa de la aldea y jugaban a varias cosas: con las cartas de la baraja se hacían diversos juegos bastante divertidos o al menos, entretenidos para pasar de la manera más grata posible las largas trasnochadas. Uno de los juegos que ha quedado sepultado en el abismo de la historia, en el que antes la juventud pasaba ratos placenteros, era el que llamaban el juego de “los cuernos”. Se repartían todas las cartas de la baraja entre todos los reunidos alrededor de una mesa; comenzaban echando carta y cotando desde el uno hasta el 12, que coincide con el número que llevaba la carta del rey y volviendo otra vez al uno. Si al soltar la carta coincidía el número que se contaba con el número de la carga, el jugador siguiente se detenía sin echar carta y le avisaba al que había echado la anterior, quien tenía que recoger todas las cartas de la mesa de juego y así seguía el juego hasta que los jugadores se iban quedando sin cartas hasta quedar uno solo con cartas en las manos.

Entonces continuaba él solo contando y soltando cartas sin haber coincidencia del número contado con el número de la carta jugada, quedaba libre de cuernos, pero al coincidir el número de la última carta echada con el que había contado, entonces, todas las cartas que le quedaran en las manos, eran los cuernos que se le atribuían. Es decir: que suponiendo que tuviese todas las cartas en las manos un jugador porque todos los demás se hubieran descartado, si al empezar a contar la primera carta era un As, tendría 39 cuernos; el número de cartas que le quedaban.


EL JUEGO DEL ANILLO
Otro juego muy ameno y significativo era “El Juego del Anillo”. Se sentaban los participantes formando corro y salía uno, chica o chico, con un anillo entre las manos juntas como en actitud de oración, e iba introduciendo sus manos entre las manos de todos los del corro y, disimuladamente, sin que se viera ni los demás pudieran notar nada, dejaba caer el anillo entre las manos de uno cualquiera; y al terminar de pasar por el último, decía: “Por aquí se me fui, por aquí me vino, pide el anillo, dirigiéndose a otro, al que mejor le parecía de los del corro, nunca al que se lo había dejado. Si el que se le decía que pidiese el anillo acertaba pidiéndolo al que lo tenía, este hacía igual que el anterior; pasar sus manos por las de los demás y si no acertaba, que sería lo más normal, al ser varios, tenía que dejar una prenda en depósito; un pequeño objeto que introducían en una bolsa. Seguía el juego hasta que todos hubieran dejado mas o menos prendas y cuando ya había bastantes objetos en la bolsa, se procedía a ir sacando las prendas por la mano más inocente de la reunión, pero antes habían acordado que el propietario o propietaria de la prenda extraída de la bolsa, aclarando si era de hombre o de mujer, había de realizar o interpretar alguna brevísima actuación que resultase graciosa y propia de su sexo. Se decía: “si es de hombre, que haga esto y si es de mujer, que haga lo otro, aportando siempre la máxima dosis de humor. A las mujeres alguna vez se les pedía que imitasen a las gallinas en la puesta del huevo y salir cacareando del ponedor y a los zagales, una de las cosas que se les pedía con más frecuencia era que imitasen la meada del perro, levantando la pierna y otras variadas cosas por el estilo, que siempre provocaban sonoras y prolongadas risas y diversión entre todos los concurrentes.


LAS LLAMARÁS
También jugaban los mozalbetes generalmente por las noches a lo que llamaban “las llamarás”. Por llamará se entendía a un guantazo en la palma de la mano de un jugador que se ponía de pie y con una mano se cubría un ojo y la otra mano la pasaba por debajo del otro brazo con cuya mano se tapaba el ojo y la tendía estirada con la palma hacia fuera en el lado del ojo tapado. El grupo de participantes en el juego quedaba detrás y uno cualquiera le pegaba la llamará; y con cierta exclamación de júbilo le interrogaban que quién le había pegado; si contestaba acertando, entonces el que había dado la llamará se ponía en la misma posición que el anterior a recibir las llamarás y si se equivocaba diciendo que qué había sido otro, continuaba recibiendo nuevas llamarás hasta que acertara. El caso es que entre dando y recibiendo tortazos terminaban con las manos bien calientes.


LOS BOLOS
El juego de los bolos que se sigue practicando actualmente e incluso dándole mas importancia organizando campeonatos o competiciones, antes se jugaba en todas las cortijadas los días festivos por las tardes y siempre que los hombres más jóvenes disponían de un rato libre. No había copas ni campeones; se reunían los aficionados, que eran casi todos los hombres, normalmente se llevaban una bota de vino a la bolera, que se iban bebiendo durante el juego y luego lo pagaban los perdedores. Algunas veces en núcleos pequeños donde no había tabernas para comprar el vino jugaban al palo seco, así pasaban la tarde y se divertían amistosamente jugando solo por el honor de vencer un grupo a otro, que tal como se hace ahora se formaba dos grupos más o menos numerosos, dependiendo de los jugadores que se juntaban.


LAS LUCHADAS
Una cosa que se practicaba mucho entre niños y algunos jóvenes mayores, eran las luchadas; algo así como una pelea en broma, en que dos porfiaban o apostaban a ver quién podía derribar al otro, normalmente caían al suelo los dos luchadores abrazados uno encima del otro y el que caía arriba era el vencedor.

Los padres de hijos pequeños, ellos mismos los estimulaban ofreciéndoles algún premio y los engatusaban a la luchada cuando se juntaban con otros de la misma edad o aproximadamente y el padre del victorioso, porque su hijo derribaba al adversario se enorgullecía y a veces gratificaba a su niño con alguna propinilla.

En cierta ocasión ya próxima a la feria de La Puerta, un hombre prometió a su niño llevarlo a ver la feria si vencía en una luchada a otro chavalillo dos o tres años mayor, pero menos diestro y menos valiente que el pequeño y el chiquillo tomó tanto ánimo que derrochando coraje derribó al mayor, por lo que el padre muy satisfecho cumplió su promesa llevándolo a la feria. No siempre vencía el más fuerte, sino el más experto y el que mejor maña se daba para luchar.

Algunos jóvenes ya adultos se jugaban o apostaban cosas de valor que el vencido había de pagar al vencedor. En los pueblecillos y aldeas luchaban unos con otros y en cada lugar había uno que se le consideraba el campeón o líder y en una ocasión concertaron una luchada entre dos campeones; uno del término de Hornos y el otro del municipio de Beas. Como cuando se disputa un combate de boxeo. Se jugaban una vaca en el combate y perdió el que luchó en su aldea. El visitante ganó el honor y la vaca. Le fue bien recompensado el viaje de más de 10 horas de camino sobre su mula, entre ida y vuelta.

A los propietarios o cuidadores de animales también les gustaba ver pelear a sus irracionales, los más apropiados y dados a las peleas eran los perros, los carneros, las vacas y los toros. Los dueños de estos animales peleadores, cuando se juntaban con otros que tenían animales de la misma especie y condición, enseguida promovían la pelea y disfrutaban de lo lindo viéndolos pelear.

Los carneros son muy testarudos y tenaces peleando y no salta fácilmente el que menos puede y resistían a veces hasta la muerte. Se daba algún caso de matarse un carnero peleador en riña con otro antes de darse por vencido, a consecuencia de los fuertes topazos que se pegaban en la encarnizada lucha.

Las peleas de las vacas también ofrecían peligro para la más débil por el riesgo de recibir una cornada que le profundizase hasta el vientre.

Los dueños de perros fuertes y peleadores estaban deseando encontrarse con otro perro de las mismas características para engancharlos y solían protegerles el cuello a sus animales de las feroces dentelladas de sus enemigos; les ponían un collar de cuero o metálico rodeado de pinchos fuertes hacia fuera como un erizo, para que el otro peleador no pudiera morder en el cuello que es el sitio más delicado y si lo hacía, enseguida tenía que ceder con la boca herida y perdía la pelea.


CARNAVALES Y SERENATAS
Al llegar el carnaval, todos los años, desde el domingo que comienza hasta el miércoles de ceniza, los jóvenes de ambos sexos se disfrazaban, aquí se decía vestirse de máscara, se ponía los hombres ropas de mujer y las mujeres ropas de hombre y con las caras tapadas con una tela de gasa clarita para poder ver salían de unas cortijadas a otras en comparsa cantando y pronunciando chirigotas y representando actos cómicos, divertidos y muy placenteros. Estas celebraciones se hacían por las tardes, concluyendo por las noches con los ya descritos bailes familiares.

Cuando terminaban los bailes, en cualquier época del año ya de madrugada, los mozos que se sentían enamorados o simplemente atraídos por una chica, acostumbraban a salir en pequeños grupos con guitarras y les cantaban coplillas amorosas que llamaban “serenatas” delante de la ventana donde suponían que ellas tuvieran el dormitorio, acompañando a sus cantos y requiebros las notas melódicas de sus instrumentos. Eran populares y repetían letrillas como estas:

Gracias a Dios que he llegado
a tu puerta, bella aurora,
me parece que he tardado
en cada paso una hora.
Aquí me pongo a cantar
a la sombra de la luna
a ver si puedo alcanzar
de las dos hermanas, una.
La mayor ya tiene novio
si no tiene le vendrá,
la que quiero es la pequeña
si sus padres me la dan.

Ya sé que estás acostada
ya sé que dormida no,
ya sé que estarás diciendo
este que canta es mi amor.
Asómate a la ventana
y dale luz a la vega
que digan los hortelanos:
ya tenemos luna nueva.

Y muchas otras coplillas por el mismo estilo. Si a la mozuela que le cantaban le caía bien el pretendiente o rondador, a veces se levantaba y se asomaba a la ventana placenteramente para corresponder los madrugadores cantos.

ENAMORAMIENTOS
El amor ha nacido siempre de manera misteriosa, sintiendo tal sensación desde la adolescencia, como yo supongo que ocurre ahora. Lo que no era igual, eran las ocasiones de manifestarlo y declararse un muchacho a una chica. ¡Qué diferentes eran las cosas en este sentido!. En el ambiente rural y más cuando ambos jóvenes no residían en la misma localidad, estas ocasiones eran bien difíciles de alcanzar. La mocita que se sentía enamorada de un chico o que le gustaban simplemente, por su condición femenina, no podía hacer otra cosa que manifestársele amablemente cuando se veían; pues el recato del que debían hacer gala las muchachas decentes para mantener su buena fama y honor, les impedía provocarle y mucho menos declarársele, que moralmente les estaba prohibido por tradición. Siempre había de ser el varón quien tomara la iniciativa y le declarase su amor a la mujer y esto no era fácil en muchos casos. Los mozos tropezaban con ciertas y duras barreras difíciles de vencer.

Como la inmensa mayoría de la población rural habitaba en pequeñas aldeas y cortijos dispersos, cuando un joven se enamoraba de una mocita que viviera en un cortijo solariego o pequeño núcleo distante de su residencia, lo tenía bastante mal para iniciar sus contactos verbales con ella; agravándose aún más, cuando, como en mi propio caso, le dominaba una extrema timidez, sobre todo al principio cuando se carecía de experiencia.

Había que procurar que nadie se enterara antes que la chica de que el mozo la quería, porque si ella se enteraba por una tercera persona y a ella no la había manifestado nada todavía se veía como una vergonzosa cobardía. No había la costumbre de alternar los jóvenes de distinto sexo y los jovencitos, cuando empezaban a sentir los excitantes impulsos del amor y se sentían atraídos hacia una mozuela, nos encontrábamos tan carentes de una experiencia en el trato con las muchachas, que nos poníamos rojos de vergüenza y no encontrábamos la manera de acercarnos y entablar conversación con la joven de la que estábamos platónicamente enamorados; y cuanto más intenso era el enamoramiento, mayor era el miedo y la vergüenza, hasta el punto de enmudecer la lengua dejando pasar las escasas ocasiones que se presentaran, por falta de atrevimiento, por cortedad.

A veces, nos decidíamos a escribirle una carta solicitándole una entrevista y declarándonos así; actitud que solía resultar ridícula. En tal caso ya no quedaba otra salida que presentarse en su casa una tarde de domingo u otro día de fiesta y si a la chica no le caía bien el pretendiente, tal vez se iba a otro sitio o se quedaba en su habitación sin salir a dar la cara y sólo se podía hablar con la madre, que se encargaba de decir en breves palabras, que su hija era todavía joven para ponerse novia o cualquier otra excusa para despedir pronto al tímido y avergonzado joven. En resumen, que como antes la gente se pasaba la juventud y hasta la vida entera en el lugar donde había nacido, se topaba con una inquebrantable barrera para relacionarse con quienes residían en otros lugares. Pienso que este sería el principal motivo, por el que una gran mayoría de jóvenes se casaban con personas de su misma localidad y de su familia. Las bodas entre primos eran de lo más normal y corrientes, aunque no estuviesen muy enamorados, sino por cierta conveniencia o porque eran las únicas personas que encontraban a su alcance. Con el tiempo se irían tomando cariño y vivirían gozando de relativa felicidad, aunque en un principio no existiera un amor profundo; y a pesar de todo, los matrimonios, no se rompían, eran para toda la vida.

LOS NOVIAZGOS
Cuando una pareja de jóvenes formalizaba sus relaciones amorosas, que ya la chica manifestaba su aceptación al pretendiente, lo que no haría nunca en la primera entrevista, ni quizás en la segunda después de declarársele, aunque lo estuviese deseando, como no existía la costumbre de salir, ni sitio apropiado donde verse y charlar, sobre todo en aldeas y cortijos, el muchacho se veía obligado a pedir a los padres de ella, su conformidad y e permiso para entrar en su casa para ver y hablar con su prometida; hablar íntimamente, que es lo único que antes hacían las parejas de novios.

Si los padres daban su consentimiento, que era lo más normal, entonces ya con el beneplácito de la familia, el flamante prometido iba a ver a su amada periódicamente con la frecuencia que le permitiera la distancia; si residían en la misma localidad, la visitaba casi todas las noches después de cenar y si residían en distintos lugares o alejados, lo normal era visitar el novio a la novia una vez por semana, los domingos por la tarde y noche, quedándonos generalmente a cenar en casa de la familia de la novia. En el caso menos frecuente de que los prometidos vivieran muy alejados, que se tardase varias horas o una jornada en el camino, las visitas, forzosamente, tenían que ser mas espaciadas; hasta un mes o más de visita a visita, aprovechando los principales días de fiesta. En estos casos, los hijos de labradores que disponían de buenas caballerías, el novio viajaba en cabalgadura bien enjaezada y se estaba dos o tres días en casa de la novia; dependiendo de la época del año y de las ocupaciones. En verano, siempre había más faena y no podía estarse tanto tiempo en invierno.

El tiempo que una pareja de novios podían estar juntos, era bajo la perenne vigilancia de la madre de ella o alguna hermana si salían a la calle a la fuente a por un cántaro de agua.

No siempre eran conformes los padres con los noviazgos de los hijos, en aquellos pasados tiempos se contemplaba mucho la posición social y más la economía de los que se comprometían para unir sus vidas. Los padres y demás familiares calculaban los bienes materiales de cada uno y exigían cierta igualdad entre las personas con quienes iban a emparentar; y si eran de condición más humilde, no los aceptaban aunque fueran muy buenas personas. Se daban casos de que en una familia tenían sirvientes, una “criada” para el servicio o hija de los dueños se enamoraban de la moza o mozo, la familia los rechazaba rotundamente, les parecía una bajeza. La primera determinación que tomarían, era despedir al sirviente solo por ese motivo, oponiéndose enérgicamente a los sentimientos de los hijos. Cuando era la familia del varón la que no aceptaba a la futura nuera, no eran tan graves los obstáculos, si el joven se negaba a complacer a los padres y vencía su amor, los padres no tenían mas remedio ceder y dejar que se casaran, aunque estuviesen tan rebeldes que no lo acompañaran a la boda. Muy diferente era cuando no aceptaban al pretendiente de la hija, entonces no le permitían la entrada en su casa y en algunos casos no dejaban salir a la muchacha a ningún sitio donde pudiera verse con el novio, de manera que a los jóvenes enamorados se les hacía muy difícil el mantener sus relaciones amorosas y más si ella residía en un cortijo o aldea pequeñita; tenían que verse a escondidas en algunas escapadas de la chica burlando la vigilancia paterna o en casa de alguna vecina que admitiera en su casa la entrada a ambos enamorados, sirviendo de tapadera.

En estos casos un tanto aislados, sí que podía quedar embarazada la chica en algún encuentro clandestino, para forzar a los padres a que diesen su conformidad, su consentimiento y hasta reclamar la presencia del novio para acelerar los trámites del casamiento con la máxima urgencia posible.


VIRGINIDAD FEMENINA
Siempre hubo excepciones y quizás ahora también las haya en sentido contrario; es decir, que en los ya caducos tiempos que nos ocupan, las mujeres habían de llegar vírgenes al matrimonio; y no consistía la castidad sólo en las relaciones sexuales, lo que hoy mal se denomina “hacer el amor”, porque el amor se nace y no se puede hacer. A las mocitas las vigilaban las madres hasta el día de la boda y por la educación que recibían, la mayoría no se dejaban siquiera besar ni acariciar; era como pisar un terreno vedado. Y es que la joven que se dejaba besar y hacer ciertas caricias por su novio, si se rompía la relación y no llegaban a casarse y tal conducta se llegaba a saber porque alguien los hubiera visto o porque el ex novio insensato lo decía por hacerse como más hombre ya tenía dificultad para que le salieran otros pretendientes, porque muchos hombres indignos de tal nombre común, eran jactanciosos que alardeaban exagerando de haber hecho una u otra acción voluptuosa con su ex novia; a veces por presumir de machos o por envidia y hacerle daño a ella, si es que era la chica quien lo había despedido, sin reparar en el daño que le hacía, perdiendo fama y méritos ante la opinión de los demás, aunque solamente fuera por besos o tocamientos sin llegar al acto sexual, que se consideraba como una cosa sobrada y no se pensaba que pudiera haber ocurrido.

Las mocitas guardaban su virginidad como su tesoro más valioso; era su honor y su honra. En el caso excepcional de que una mocita tuviera la debilidad de perderla con su novio, después, arrepentida lloraba amargamente, a la que le ocurriera para su desgracia, se le consideraba como una “perdida”. Lo decían con esa misma expresión: “a esa la perdió el novio o fulano de tal”, lo que suponía haber perdido la honradez. Hasta el alternar en bares o tabernas con varones desprestigiaba a las damas como si tales actos les estuvieran vedados.


LAS BODAS
Siempre era y es todavía en la mayoría de los casos la costumbre general de celebrar las bodas en el lugar de residencia de las novias, en cuyos domicilios se reunían los invitados el día de la boda por la mañana. Tanto para los novios y padrinos como para todos los acompañantes, se preparaban caballerías, enjaezándolas lo más elegantemente posible; principalmente la que destinaba para que se montase la novia en el desplazamiento desde la aldea o cortijo hasta el pueblo, en cuya iglesia iba a tener lugar la celebración nupcial. En los casos de familias con unas posibilidades, se preparaba cabalgadura individual en primer lugar para la novia, colocando sobre la albarda unas jamugas, que era una silla de montar las damas, con palos torneados en forma de tijera, donde podían cogerse para ir más seguras y evitar una posible caída.

Si no disponía de bastantes bestias, se cogían las más fuertes y de mas confianza por su mansedumbre, para las parejas de novios y padrinos. Cuando iban hacia la iglesia, se montaba la novia con el padrino encabezando la comitiva, seguidos del novio con la madrina. Al regreso ya desposados, viajaban los novios recién casados en la misma cabalgadura, previamente adornada; engalanada con el máximo esmero; cubriendo el aparejo con una manta nueva de las que se tejían en los viejos telares serranos, encima, una colcha blanca de ganchillo o bordada primorosamente a mano por las sabias y hacendosas mujeres serranas, que sabían hacer trabajos de artesanía con exquisitez admirable.

Según la distancia que separaba el lugar de los contrayentes a la Iglesia, así habría que madrugar para regresar a buena hora de la primera comida de la boda al medio día que sería en el domicilio familiar. Las bodas duraban dos días; boda y torna boda, que así se denominaba al día siguiente del acontecimiento.

Si la vivienda de los padres de la novia no era suficientemente amplia para la entrañable fiesta, a veces se celebraba en la casa de un familiar o vecino o entre ambas casas. Las comidas eran preparadas por una mujer experta en el arte culinario y servidas por familiares de los contrayentes.

Previamente se juntaban sillas, mesas y menaje de cocina para atender y acompañar a los invitados. Si la boda era en un cortijo donde no hubiera vecinos, habría que llevar el mobiliario y vajilla que faltase desde otros cortijos o aldea cercana.

El menú siempre era base de carne; de cabrito, cordero o pollo magníficamente guisadas por la cocinera especialista y regado todo con el mejor vino de la tierra o manchego.

Al desayuno del día de la tornaboda se le denominaba “el refresco” y consistía en un exquisito chocolate a la taza con buñuelos caseros y la sabrosa mistela elaborada en las casas como se sigue haciendo, con aguardiente fuerte, café y azúcar. Se concluía el refresco saboreando los no menos apetitosos bizcochos y roscos igualmente elaborados por las habilidosas y hacendosas manos de las abnegadas mujeres campesinas, que aún siendo analfabetas la mayoría de ellas en las letras, puede decirse que poseían la más extensa cultura en cuanto al bien hacer de las múltiples faenas que realizaban.

Como es lógico, en las bodas no podía faltar el típico baile familiar, a excepción de que en alguna familia de los desposados hubiera luto, cosa que antes se guardaba en rigor. Lo que se hacía, salvo urgente necesidad, era aplazar tales celebraciones hasta que pasara el periodo de luto más riguroso.

Para las bodas se procuraba tener la música mejor posible; nunca una guitarra en solitario, sino acompañada de laúd, bandurria, acordeón o violín; estos dos últimos instrumentos, rara vez se podía contar con ellos. El baile comenzaba al terminar la primera comida y continuaba hasta la cena, para la que se interrumpía, volviendo a continuar durante toda la noche, porque no había alojamiento para poder acostarse todos los concurrentes.

Para los mayores sí que se procuraba buscar donde puedan acostarse en los pajares, porque en las viviendas rurales solo había las habitaciones precisas para la familia y cuando se juntaba mas gente, tendían jergones y cabeceras en el suelo mientras había espacio y ropas.

Sobre la media noche se iban los recién casados a la habitación con la cama que iban a estrenar. La madrina que solía ser una mujer casada, acompañaba a la novia donde la dejaba con el que ya era su marido, en el nido que sería testigo de sus primeras experiencias sexuales como pareja.

Por la mañana del día siguiente continuaba la música y normalmente se echaba la serenata a los novios en la puerta de su habitación para que se levantaran. El novio sería el primero en salir de su aposento y agradecía la música y cantos que les dirigían, ofreciendo a los presentes alguna botella de buena bebida. Después se tomaba el referido refresco con lógico alborozo y al terminar, continuaba la música desgranando sus melodías bailables, a cuyo ritmo y compás bailaban todos alegremente.

Algunos jóvenes iniciaban en las bodas sus relaciones amorosas, que era la mejor ocasión que se les podía presentar para alternar y expresar ellos a ellas sus sentimientos. Los más viejos decían que de cada boda surgían otras siete. No siempre sucedería así, ni que fueran tantas, pero muchos noviazgos sí tenían su principio en bodas.

Pasado ya el medio día de la tornaboda, se consumía la última comida del acontecimiento y como suele decirse, “Cada mochuelo a su olivo”.

Los recién casados no disfrutaban de viaje de luna de miel; los primeros días se quedaban con la familia. La primera salida que harían juntos era a la casa de los padres del esposo, que en muchos casos como en el mío propio, sería la primera vez que la joven esposa pisaba los umbrales de la casa de sus suegros; pues antes de la boda no era normal que la novia visitara la casa del que iba a ser su marido.

No quiero dejar de hacer mención de que en el corazón de la Sierra de Segura, en los términos de Santiago y Pontones, se añadía a los desayunos o refrescos, gran cantidad de garbanzos tostados. Se tostaban con ceniza o yeso, hasta una fanega de garbanzos, según los invitados que había y la situación económica de las familias. Siempre había mas garbanzos que se podían comer y acostumbraban a terminar tirándose garbanzos lo jóvenes, unos a otros.

Recuerdo una boda a la que asistí siendo muy joven, en una pequeñisima cortijada del municipio de Santiago de la Espada, en la que conocí, alterné y hice pareja de baile con una preciosa mocita también jovencísima, de la que sentí enamorado platónicamente, (creo que por primeva vez en mi vida), que aquella mañana durante el desayuno, aquella guapa jovencita vestía un elegante traje negro que hacía realzar mas su belleza y ostentaba una atractiva cabellera de pelo negro y rizado; y, de los garbanzos que topaban en su maravilloso cuerpo, le quedó el vestido como estampado desordenadamente con lunares cenicientos de los garbanzos y entre los rizos de su deliciosa melena, le quedaron cantidad, quedándole la cabeza salpicada como de embellecedoras perlas.

Recordando aquella inolvidable fiesta rural, compuse el romance autobiográfico, “Mi Aventurilla primera”...


ROMANCE AUTOBIOGRÁFICO
“MI AVENTURILLA PRIMERA.”

En mis hondas soledades
aún con pena, me deleita
el recuerdo inextinguible
de la memorable gesta.

Aunque impulsos amorosos
desde chaval los sintiera,
ya era todo un hombrecito
careciendo de experiencia,
cuando inesperadamente
el amor golpea las puertas
de mi corazón dormido
que aletargado en su celda
dócilmente reposaba
sumergido en la inocencia,
y un ardiente latigazo
me lo zarandea y despierta.

El año cuarenta y tres
del siglo veinte, en escena,
y el día tres de septiembre
brilló con magnificencia.
Feliz y espléndida tarde,
el baile en una amplia era,
tarde de gratos recuerdos,
tarde inolvidable aquella
de celebración de bodas
en serranilla aldehuela
de la madre del Segura
sobre elevada meseta.

De quien nos acompañaba
en la campesina fiesta,
no se quedó en mi memoria,
solo la recuerdo a ella;
deslumbrante, arrolladora,
sorprendentemente bella
alegre, jovial, afable,
toda encanto y gentiliza.

La que yo no conocía
ni sabía de su existencia,
y el azar vino a ponernos
codo a codo en una mesa,
que sería el vientre gestante
de la amistad más sincera.

Preciosísima criatura
dejando la adolescencia,
con rostro Inmaculada
como Celestial Princesa;
ojos con brillo de soles
le dio la Naturaleza.
Piel de armiño y pelo negro
contrastaban en su esencia.

Su cuerpo era la escultura
que Dios hozo más perfecta;
ni el gran artista, Murillo
pintaría imagen más bella
con sus mágicos pinceles
en sus obras sempiternas.

Yo quedaría deslumbrado
ante tan brillante estrella.
¡Qué encantadora mocita!
¡Qué porte y delicadeza!
¡Qué atractivo, qué donaire!
¡Qué elegancia tan estema!

El candor de su mirada,
su sonrisa dulce y tierna
y su angelical semblante
que ami cautivo me hiciera,
eran reflejo de un alma
limpia, inocente y sincera.
Gracia, simpatía y ternura
se desbordaban en ella.

Mi alma, como hechizada,
embobada y prisionera,
saturábase de dicha
adorando aquella estrella.

Yo, atónito contemplaba
su fascinante belleza,
su mirar de enamorada
con infinita elocuencia.

De aquella rosa fragante,
blanca flor de primavera,
el aroma que exhalara
mi corazón lo condensa,
como así llevo grabadas
aquellas palabras tiernas
que brotaban de sus labios
como flores de su lengua.

Sus ojos maravillosos,
(su recuerdo me embelesa)
chocaban contra los míos
dejando imborrables huellas.
El vientecillo movía
su sedosa cabellera
acariciándole el rostro
encendido, de azucena.

Atraídos mutuamente,
compartido dicha inmensa,
bailábamos complacidos
al son de vibrantes cuerdas
de una guitarra andaluza,
bravucona y altanera
que en manos enardecidas
desgranaba sus cadencias.

Una humana voz alegre
con letrillas de la tierra,
se unía arrogante a los tonos
de la sonora flamenca.
Música sin armonía,
la pista, de áspera tierra,
mas todo era delicioso
con mi excepcional pareja.

Doble y profundo flechazo;
_quién no le sorprendiera
dos vidas ya inseparables
que ayer no se conocieran?
Mi placer era tan grande,
mi dicha tan manifiesta,
que haría brotar ciertos celos
en la viril concurrencia.

Iniciamos un paseo
por accidentada senda
aprovechando el descanso
de la peculiar orquesta.
Procuramos soledad,
que a veces resulta bella
separándonos del grupo
de la tropa bullanguera.

Avanzamos silenciosos
hasta una fría fuentezuela
que chorreaba tarareando
su balada predilecta,
de la que se abastecían
las buenas gentes aquellas,
aquellas gentes sencillas,
trabajadoras, honestas,
quien no sabían de vicios
ni de holganza ni de juergas,
que allí moraban gozando
de pura naturaleza,
donde el sosiego es perenne
y la paz de Cristo, reina,
causando la sensación
de estar del Cielo más cerca.

Lejos de preocupaciones
y olvidados de la fiesta,
tomamos plácido asiento
sobre unas peladas peñas.


Nuestras almas se inundaban
en un mar de complacencia;
de amor joven, vigoroso,
todas las medidas llenas.
Nos lo decían nuestros ojos,
en el mirar se demuestra;
las palabras se ahogarían
ante emoción tan intensa.
¿Por qué mi voz se cortaba?
¿Por qué se ataba mi lengua
quedándose a veces muda,
y en otros casos tan suelta?

Al fin... mi pasión de fuego
pudo quebrantar berreras;
le dije que la quería
con timidez y voz trémula.
Inútil declaración,
si menester ya no era
porque mi amor era claro
aunque sin palabras bellas.

No sé... con timbre de miel
lo que ella me respondiera,
con ojos mirando al suelo
como sintiendo vergüenza.
Creí leer en sus ojos
la dulce ansiada respuesta.

El gorjeo de pajarillos
en arbustos y praderas,
fina brisa de Occidente
suave, perfumada y fresca,
y el zumbido melodioso
de laboriosas abejas
que revolaban activas
buscando en la flor el néctar,
amenizaban la tarde,
tarde de venturas plena,
tarde gran regocijo,
de alegrías y sana gresca.

A los lejos, un riachuelo
surcando una fértil vega,
galantemente escoltado
por altiva alamedas,
quería arrullar nuestro oído
con sus melodías eternas,
con su rumor quejumbroso
retumbando en las laderas.

Todo el campo engalanado
don tan singular de belleza,
que si el Cielo fuese verde
y grisáceas las estrellas,
yo diría que era el reflejo
de aquellas feraces tierras
de fértil vegetación,
de duras riscas repletas.

La vida nos sonreía
de indescriptible manera.
¡Qué colmo en felicidad!
¡Qué deleitable vivencia!
¡Cómo se ensanchan las almas
cuando por la dicha ruedan,
y que bonito el amor
en su aparición primera!

Un beso tímido y tierno
cuyo calor aún me quema,
dentro de mi corazón
pugnaba por salir fuera
buscando ardorosos labios
por sellar fieles promesas.

Ya buscaba el sol caída,
sus rayos perdiendo fuerza,
aceleraba la marcha
por concluir su tarea.

Tendría miedo a ser testigo
de alguna amorosa escena,
o mi gozo le dio envidia
y huyó por no padecerla
tras las crestas empinadas
de la sierra gigantesca,
cediendo campos azules
a las confusas tinieblas.

¿Por qué aquel sol fugitivo
no detuvo su carrera
y haría perpetuar el día
más feliz de mi existencia?

La tarde cara al abismo,
se hacía parda la floresta,
un sello rojo-sangriento
en la calva de la sierra
del sol viejo, agonizante
anunciaba la presencia
de la noche tentadora
con su manto gris acuestas,
una veces, desafiante,
otras, romántica y tierna.

Medio pelotón de luna
entraba de centinela.

Muerto ya el Rey del espacio,
de luto nuestro planeta,
el Firmamento encendía
faroles para la vela,
cuando ella, sabios consejos,
entonces me los recuerda.
Y escondiendo entre sonrisas
dos enmascaradas penas,
hubimos de separarnos.
¡¡Qué corta la fiesta aquella!!


LAS CENCERRADAS
Los viudos que volvían contraer matrimonio o simplemente unirse en pareja, pasaban por un trance verdaderamente espinoso. La primera noche que pasaban juntos les daban una brutal cencerrada. Pesar de que procuraban unirse de la manera mas secreta posible y sin celebrar boda, salvo en algún caso excepcional de que uno de los dos fuese soltero y el otro también joven y sin hijos y tuvieran viva la ilusión del lucimiento.

Por mucho que cuidaran de que nadie se enterara cuando se iban casar o unirse, de una forma u otra, se filtraba la noticia; unos se lo comunicaban otros y en poco tiempo se convocaba la cencerrada, la que acudían, por supuesto los más brutos e insensatos de los alrededores, provistos de grandes cencerros y otros objetos ruidosos y les armaban la sonada algarabía, acompañando los bruscos sonidos de los cacharros, las voces escandalosas del gentío con groseras coplillas que improvisaban los asistentes más ingeniosos. Entre una cosa y otra, el estruendoso ruido era de tal magnitud que se oía más de una legua en contorno; una descomunal salvajada.

Algunas parejas concertaban con el Cura la fecha del sacramento para celebrarlo de noche, cuando todo el mundo estuviera recogido en sus casas, silenciando la noticia del acontecimiento y hasta algunos reclamaban la protección de la Guardia Civil para evitar la odiosa cencerrada, pero a pesar de todo, rara era la pareja que se libraba del salvaje acontecimiento. Otros se juntaban sin casarse en un principio para no dar publicidad y tampoco se libraban; si no la primera noche, la segunda les sonaban los cencerros, aunque ya con menos intensidad, porque por costumbre, la cencerrada debía ser la primera noche que pasaran juntos.


FIESTAS PATRONALES
Las Fiestas Patronales se celebraban antes como ahora, en todos los pueblos que contaban con iglesia parroquial en honor al santo que se tenía por el actual, es que entonces solo se celebraban fiestas en los pueblos con municipio e iglesia o al menos que tuvieran su parroquia, pero no en las aldeas dependientes de la parroquia que radicase en otro lugar. El personal residente en cortijos y pequeñas aldeas, que era la mayoría de la población serrana, si querían ver las fiestas del pueblo, tenían que desplazarse andando, como para todos los viajes y acudían el día del patrón la función religiosa y después, los más jóvenes, volvían alguna noche la verbena, que generalmente organizaban en una plaza pública con banda de música de aire que contrataban de otro pueblo, porque la inmensa mayoría de los pueblos pequeños no la tenían.


Las Vaquillas tampoco podían faltar en las fiestas de los pueblos serranos. Llevaban vacas de los vecinos de su término municipal; enclave de las yuntas que tenían para la labranza, aunque no fuesen bravas y los chavales más atrevidos les daban cuatro carreras de un lado otro en una plaza del pueblo hasta que se cansaban y les daban suelta para que se fueran sus lugares de origen; esto ya última hora de la tarde.

Después seguían las verbenas hasta la madrugada, hora en que los que vivíamos en los cortijos, emprendíamos el regreso casa rendidos por el sueño y el cansancio, después de haber madrugado bien para dar primero la jornada de trabajo seguida de la caminata la fiesta y volver dando tropezones por el camino, sin casi poder tenernos de pie y sin apenas descansar nada, iniciar la nueva jornada con la yunta la azada o la hoz, porque las faenas no se hacían esperar, sobre todo en verano que es el tiempo cuando se celebran las fiestas en casi todos los pueblos.


LAS LUMINARIAS
Durante el tiempo de frío más riguroso, en otoño e invierno, existía la bella costumbre (que al recordarla me produce cierta nostalgia), de encender fogatas que llamábamos: “luminarias”, por las noches, la víspera de la festividad de algunos santos, los más significativos; de los que actualmente solo San Antón se sigue honrado con tal honor.

El primer santo de la temporada que se veneraba y se distinguía con la tradicional luminaria, era San Andrés, la noche anterior su día, 30 de noviembre. Por la tarde salíamos los niños y las jovencitas menos ocupadas al monte buscar el romero, que era el combustible con que se alimentaba la fogata. Todos sabemos que el romero son matas silvestres cuyas ramas y tronco arden muy bien aunque estén verdes, recién cortados. Cada uno contaba las matas o ramitas con las que hacía su haz más o menos grande, medida de sus fuerzas, se lo cargaba las espaldas o bajo el brazo, llevándolo al sitio elegido para encender la luminaria.

Luego, después de cenar se reunían los vecinos, principalmente la juventud, en la calle o plazuela donde habían dejado el romero, le prendían fuego para que ardiera en honor al santo, al que se vitoreaba y contemplando las llamas se pasaba una velada muy grata. Esta era otra ocasión que aprovechaban los jóvenes enamorados para acercarse la chica de sus sueños, dirigirle requiebros o tirarle los tejos como se suele decir.

La luminaria de San Andrés le seguía la de la Inmaculada Concepción. y después se le encendía Santa Lucía, 13 de diciembre, la que se aclamaba pidiéndole y agradeciéndole favores sobre las enfermedades de los ojos, de los que se consideraba abogada y protectora.

En la hoguera de San Antón, además del romero se quemaba leña; se hacían como un castillete de 1'5 2 metros de alto, con palos o ramitas que se colocaban cruzándolos dos en paralelo atravesados unos con otros por los extremos y lo denominábamos así: El Castillo de Santón. En dicho castillete se introducían ramitas de tea para que ardiese mejor y se le prendía el fuego por la parte alta para que tardara mas tiempo en derribarse y quemarse. Durante el tiempo que duraba la hoguera se le proferían entusiastas Vivas al Santo para que guardara y protegiera los animales domésticos como fiel patrón de los mismos. Se comían los tradicionales tostones y “rosas” (palomitas de maíz) bien remojados con vino que los ganaderos regalaban, casi siempre cumpliendo promesas que habrían hecho al Santo. Se oía repetidas veces la voz jubilosa de ¡Viva San Antón! Y otros contestaban con la emoción y alegría que el vino suele producir: “Tostonero y borrachón”.

Concluía el ciclo de las luminarias con la de La Candelaria y San Blas; los días 2 y 3 de febrero. Este último santo se le pedía que nos librase de las enfermedades de la garganta: anginas, faringitis o el cáncer, que lógicamente era lo más temido como lo sigue siendo siempre; el odioso cáncer de garganta, la enfermedad más horrorosa de las que atacan la faringe y laringe; y se tenía San Blas como buen abogado y defensor.

LAS MATANZAS
Se oye un viejo refrán que dice que “ cada cerdo le llega su San Martín”; es decir, que para el día de dicho santo, 11 de noviembre, llega el tiempo de las matanzas que antes se hacían en todos los hogares del medio rural, excepción de alguna pobre familia que no dispusiera del indispensable cerdo, ni dinero para comprarlo. Se sacrificaban los cerdos cebados para el fin y en algunas casas acompañaba con cabrito o cordero para aumentar los embutidos y que resultasen menos grasos. Así tenían el arreglo una de parte importante de la alimentación campesina para todo el año.

Las matanzas se realizaban cuando empezaban los fríos invernales; durante la segunda mitad de noviembre y en diciembre hasta Navidad; fecha en que debían estar terminadas para comenzar la recolección de la aceituna.

Estas faenas carniceras duraban dos o tres días en cada domicilio, en las que habían de ocuparse las mujeres activamente y sin descanso ayudándose unas otras porque las damas son las que más trabajaban en dicho quehacer de preparar las carnes y hacer los embutidos, que es lo más laborioso; elaborando distintos tipos y clases; las morcillas, chorizos, salchichones, etc. esta obligada faena se convertía en una fiestecilla familiar la que se invitaban todos los miembros de las familias que residían cerca, aunque algunos no trabajasen en la faena, como los viejos y los niños.

Señalaban las fechas con cierta antelación para que no coincidieran los días en una casa con las otras de los parientes que necesitaban ayudarse.

Para la matanza, lógicamente, lo primero que había que tener era el “marrano” como aquí se dice. Lo normal era matar varios animales según las necesidades y posibilidades de la familia. Se compraban lo que se decía, “los avíos”, que son los diversos ingredientes necesarios: sal, especias, tripas, algodón morcillero y las herramientas necesarias en perfecto estado, así como las máquinas de picar las carnes y embutir.

Se reunían los hombres primera hora de la mañana para matar y pelar los cerdos, remojando la tez con agua hirviendo o quemándosela con fuego apropiado. En primer lugar se tomaba un desayuno base de ricas tortas de manteca que hacían las mujeres y cocían en sus hornos caseros, regadas con mistela o aguardiente dulce.

Sin perder tiempo se iniciaba la faena. El matarife nunca era un profesional, en todas las familias, algún hombre sabía hacerlo más o menos bien y se encargaba de matar los animales ayudado por todos los demás, sacarles las vísceras, dejando las canales abiertas y la mañana siguiente, trocearlas, separando cada pieza y las carnes para la salazón y embutidos.

Las mujeres se encargaban de lavar las tripas en algún arroyo cercano, el primer día y el segundo, hacían las masas con la sangre y carnes, adobándolas todas con las especias. las morcillas más corrientes y populares se les añadía también arroz, miga de pan y la típica cebolla. Después de preparar los bodrios y masas de carne y condimentarlas, se procedía embutirlo todo en las tripas de cerdo para los chorizos y con las que se compraban para las clásicas morcillas.


La comida del segundo día de la matanza era siempre el típico “ajo de pringue” que hacían con hígado de cerdo y moya de pan; y para la cena, la “olla de matanza”, de garbanzos y morcilla fresca; y era esa noche cuando se manifestaba lo que tenía de fiesta; reuniéndose celebrando alegremente el acontecimiento y haciendo votos para seguir con salud hasta el año siguiente volver reunirse con alegría.

A veces, también estaban presentes las supersticiones; alguien creía que si en una comida se juntaban 13 personas en el corro, moriría uno de ellos antes de un año, por lo que se contaban y así eran 13 los comensales, habían quien se retiraba del corro para que no ocurriera tal desgracia.

LAS FERIAS
Hasta pasada la primera mitad de los años 1.900, había gran cantidad de animales de todas las especies en todos los rincones de nuestra geografía rural. Cuando todavía no estaba hecho el gigantesco pantano de El Tranco, era impresionante la cantidad de vacas de labor que cencerreaban en todos los cortijos hoy cubiertos por las aguas del pantano y en toda la vega de Hornos y sus laderas. Igual que en todos los municipios de estos alrededores.

Y para la compra y venta de los animales; principalmente vacas y bestias y en menos proporción, cerdos, se llevaban las ferias, que tenían lugar anualmente en días señalados en algunos pueblos de la zona, la feria de La Puerta de Segura era la principal, seguida de la de Siles, donde acudían vendedores y compradores; unos comprar y los otros con sus animales para realizar su venta.

Los días 21 y 23 de septiembre, en la feria de La Puerta y del 27 al 29, la de Siles. La feria de La Puerta entraban con su ganado, no solo de los pueblos de alrededor, sino de las Provincias de Albacete y Cuidad Real. Las ferias venían tratantes de ganado vacuno buscando los becerros por su apreciada carne y los compraban ojo, sin pesarlos, porque ellos eran más expertos que los rústicos y sencillos vendedores y así tenían más facilidad para adquirir las reses más bajo precio. La mayoría del ganado de carne de esta comarca se lo llevaban las ciudades del Levante.


Al recinto ferial de La Puerta llegaban ininterrumpidamente los labriegos con sus ganados, predominando las vacas con sus crías, desde la noche del día 20 hasta el día 28 por la mañana, e iban cogiendo sitio donde permanecían al cuidado de sus animales y esperando los compradores interesados por ellos. De cada hogar solían ir con el ganado al menos dos personas para relevarse en la vigilancia del hato y del ganado.

Los jóvenes aprovechaban las ferias para ver teatro, circo y otros espectáculos, que aquí nos eran casi desconocidos.


LA NAVIDAD
En las aldeas y cortijos se celebraba la Navidad de manera muy entrañable y divertida. No se conocía el hoy popular árbol de Navidad que preside los hogares españoles durante las fiestas navideñas y casi nadie instalaba tampoco el tradicional Belén. Puede decirse que la Navidad se celebraba con la alegría en el alma por el nacimiento del Niño-Dios. Para manifestar la alegría interior en la Noche Buena, se hacían las típicas zambombas con las pellejas, las que están adheridas las mantecas de los cerdos. Se ataba la pelleja por el centro una especie de cañita delgada que se le denominaba “el carrizo” por un extremo y dejando la caña hacia fuera, se ponía la pelleja bien estirada sobre el borde de un recipiente; una olla de porcelana era lo más corriente y atándola por el borde con una hebra de bramante u otra cuerdecita muy delgada, quedaba hecho el navideño instrumento, que se tocaba accionando el carrizo con una mano de arriba abajo, emitía un sonido muy peculiar un tanto ronco. Se cantaban villancicos populares y salían por las calles celebrando el divino acontecimiento con la música de las zambombas y pidiendo el aguinaldo, “aguilando”, como aquí se entiende. El aguilando consistía en las sabrosas tortas de manteca, higos secos y en algunos casos se iba introduciendo la costumbre de añadir los ricos roscos y mantecados caseros, que ya últimamente aparecían de manera más general. Todo bañado con aguardiente dulce y mistela de la misma que se tomaba en bodas y matanzas.

Además de los alegres villancicos, cantaban coplillas graciosas que algunos aunque fueran analfabetos, componían con admirable ingenio y buen sentido del humor, como esta:

El aguilando pedimos,
no lo pedimos por falta,
lo pedimos de alegría,
porque estamos en la pascua.

Los higos y nueces,
todo lo tomamos,
pero las bellotas,
son pa los marranos.

Si piensas en darnos higos,
no les quites los pezones,
que tenemos Perico,
que se los come a serrones.

La zambomba pide pan,
el carrizo pide vino
y la mano que la toca,
pide tajás de tocino.
Que vayan y vengan
los vasitos llenos
hasta que digamos,
bueno está lo bueno.

Y muchas coplilas por el mismo estilo. En cada grupo de aguilanderos cantores iba una persona con una cesta grande para echar los aguilandos que les daban las amas de casa, esta persona se le llamaba el “mochilero”, quien le dirigían la última coplilla en estos términos:

Entra mochilero, entra
con la mochila en la mano,
hinca la rodilla en tierra,
que te den el aguilando.

Y cuando habían recorrido todas las casas de la aldea, entraban en la vivienda donde más confianza tenían o les parecía mejor, casi siempre la casa de una familia de cualquiera de los del grupo y allí terminaban de celebrar el nacimiento del Hijo de Dios cantando con desbordante regocijo y consumían lo que había recogido en la cesta del mochilero.

Era admirable la sana alegría y calidez con que se celebraba las frías Pascuas de Navidad por la normal temperatura exterior, pero ¡qué calientes en el corazón de los curtidos y sencillos moradores esparcidos por todos los rincones de la rústica geografía serrana! Otra coplilla que se cantaba era:

Dame el aguilando
si me lo has de dar,
que es la Noche Buena
y hay mucho que andar.

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