6.06.2008

Aneluz -2

La tarde
Después de la comida la niña se durmió un rato. La siesta serrana que tanto reconforta y sobre todo en los días calurosos. Cuando ya caía la tarde vinieron sus amigas y en la puerta de la casa, por debajo de la fuente de los tres caños, se pusieron a jugar. Al escondite, a la comba y a la rayuela, como casi todas las niñas del mundo. Tuvieron que suspender el juego varias veces porque los coches no dejaban de pasar por la calle. Esto no le sucedió nunca a la abuela en aquel amado rincón suyo de Fuente Segura. Cuando ella se criaba, era niña con la edad que ahora tenía la nieta, ni siquiera un coche se veía por aquel nada solitario paraíso. También esta tarde en el pueblo blanco junto al río, la niña y sus amigas tuvieron que suspender sus juegos cada vez que alguna niña o niño se unía a los que ya jugaban. Así hasta que la abuela despertó de su siesta. Subió por la calle, echó de comer a las gallinas y a los conejos y luego dijo a la nieta:
- Vamos a dar un paseo por el pueblo, ahora que ya no hace tanto calor.

Cierran la puerta de la casa y abuela y nieta caminan despacio calle abajo. Ella no había dicho a la niña que iban a entrar a la iglesia a pasar por su puerta para rezar un rato. No se lo había dicho, pero este era uno de los objetivos dentro del paseo. El otro, era acercarse hasta la curva del río, donde hay un vado de arena y se forma una playa pequeña. Dos objetivos o deseos más tenía ella dentro de su corazón que aquella misma tarde, pretendía hacer realidad. El primero era que cuando ya estuvieran sentadas o tomando el fresco bajo la sombra de los álamos del río, iba de nuevo a charlar un ratico con su nieta. ¿Qué cosa quería decirle? ¿Qué cosa necesitaba la nieta oír aquella tarde que, al mismo tiempo que le hiciera feliz y le llenara el corazón de esas fantasías tiernas de las que todos los niños del mundo necesitan alimentarse, también fuera de interés de Aneluz?

Pues ellas dos, llegaron a la plazoleta que hay a la entrada de la iglesia. La abuela miró y como la puerta estaba abierta, tirando con amor de la mano de la nieta, entró. Ni siquiera reparó en la madera vieja del viejo portón que cierra y abre el paso al recinto de la iglesia. Madera que según algunos, se decía en el pueblo, venía de los gruesos y blancos pinos que muchos años antes habían cortado en muchos puntos de estas anchas sierras. De los bosques que rodeaban a las aldeas de Pontones y nacimiento del río Segura, también. Pero aquel hecho histórico, importantísimo aunque ahora ya lejano ¿qué le podía importar aquella tarde a la abuela? Tampoco ella reparó en la descolorida fachada de piedra que esta iglesia conserva todavía. Piedra con tonos ocres que se desmorona con sólo tocarla y que la abuela tampoco sabía quién la había puesto allí ni cuándo.

Pero antes de entrar al reducido espacio de la bonita iglesia del pueblo blanco, sí se apercibió del vuelo de las golondrinas surcando el aire de la tarde. Como suele ocurrir en casi todas las plazas que hay a la entrada de muchas iglesias del mundo. Trazaban círculos ellas en vuelos rasos y los vencejos emitían sus característicos chillidos. En los agujeros de las piedras que dan cuerpo a las paredes de la iglesia, los vencejos tenían su nido. Y en el campanario de una sola campana, de barro y raíces recogidas en el río, las golondrinas habían fabricado los suyos. Como en todos los campanarios e iglesias del mundo y más, en las recogidas iglesias de los pueblos de esta sierra. Todas las torres de estas iglesias sin cigüeñas, adorno que sí tienen muchas otras torres e iglesias del mundo, pero por aquí no.

En las iglesias de los pueblos de esta sierra, casi nunca se han visto cigüeñas y el fenómeno tiene su explicación. Se asientan estos pueblos en terrenos de climas fríos. De alta montaña, muchos de ellos y por eso las nieves se presentan no sólo en los meses de invierno sino en abril y hasta en mayo. Más adelante tendremos ocasión de descubrirlo y quedar metidos en la nieve hasta la cintura. Y claro, con estos fríos ¿cómo van a venir por aquí las cigüeñas para hacer sus nidos en las torres de las iglesias? Se morirían de frío y lo mismo les pasaría a sus polluelos. He dicho esto no para concluir en que las iglesias de los pueblos de la sierra carezcan de belleza. La tienen y en cantidad, pero la suya propia y, como tantas otras cosas, con sello único. Estas iglesias no tendrán sus cigüeñas, pero tienen golondrinas, vencejos, autillos, lechuzas, mochuelos y hasta palomas y otras aves bellas. También tienen campanas que suenan con tañidos alegres y que hacen contraste con los ocres viejos de las piedras añejas de las torres.

Pero en fin, vamos a lo nuestro: la abuela con la nieta entraron a la iglesia y como era por la tarde y sábado, no es que hubiera misa sino que un grupo de jóvenes, con sus guitarras, tocaban y cantaban. Los saludó ella y la nieta también porque muchos de estos jóvenes eran amigos suyos. Se mueven hacia los primeros bancos, los que están más próximos a altar y en uno, pintado en marrón oscuro y también de vieja madera, se sientan. Miran para el sagrario, sin hablar, sólo desde su corazón, quiso decir ella: “Ya me vez aquí, Dios mío y dueño de todo. Estoy triste y tengo preocupación. Las cosas que han ocurrido estos días y pueden ocurrir en los días que están por venir, son duras y duelen. Pero como en tus manos estoy y estamos todos, ha lo que puedas para que vayamos saliendo adelante. Sólo te pido salud y fuerzas”. Y en estos momentos, los jóvenes del coro, hacen sonar sus guitarras y acto seguido cantan la siguiente canción:

QUÉDATE JUNTO A NOSOTROS
QUE LA TARDE ESTA CAYENDO,
PUES SIN TI A NUESTRO LADO
NADA HAY JUSTO,
NADA HAY BUENO.

Caminamos solos por
nuestro camino
cuando vemos a la vera
un peregrino,
nuestros ojos
ciegos de tanto penar
se nos llenan de vida,
se nos llenan de paz.
Buen amigo
quédate a nuestro lado,
pues el día ya sin luz
se ha quedado,
con nosotros quédate
para cenar
y comparte mi mesa
y comparte mi pan.

Abuela y nieta han quedado mudas mientras los jóvenes han ido desgranando las dulces notas de su canto. Y no se sabe si fue quizá por la emoción que esta canción despertó en el corazoncico de la niña por la amistad que con los jóvenes de este grupo tenía, el caso es que ella, miró a la abuela y así, sentadas tal como estaban, le preguntó:
- ¿Me dejas que me vaya con ellos?
- ¿Qué vas hacer tú con ellos?
- El otro día me dijeron que si quería meterme en el coro. Les dije que sí y desde entonces estoy deseando unirme a ellos y cantar las cosas que cantan.
Y la abuela, durante unos segundos guardó silencio. Luego la cogió de la mano. Dejan el banco donde se han sentando e invita a la nieta para salir cuando de pronto, como un susurro amoroso y dulce, dentro del alma oye como una voz que, en un eco casi imperceptible, le dice: “Te he escuchado y te digo que estoy contigo porque te quiero. Tienes la vida rodeada de cosas de la tierra, como tantos, y es natural que al irlas perdiendo, te duelan. No lo entiendes, pero tiene que ser así para que al llegar el día definitivo, sigas existiendo tras la muerte que no es muerte”. Y la abuela, sin saber cómo y sin que el sonido de sus palabras fuera perceptible, dijo: “¡Gracias!”. Y ahora otra vez la nieta le pregunta:
- ¿Qué me responde de lo que te he dicho?
- Vamos a saludarlos.
Le dice la abuela. Se acercan a los jóvenes y al instante, una de las muchachas, de pelo rubio, cara redonda y nariz respingona, saluda a la niña, le ofrece un cuaderno con las pastas color azul claro y le dice:
- Hoy ya hemos terminado el ensayo, pero si quieres te llevas a tu casa este libro. En él están escritas todas las canciones que cantamos en esta iglesia. En tus ratos libres y con la ayuda de tu abuela, puedes irlas repasando. Así te las aprendes para que te cueste menos trabajo cantarlas luego. ¿Quieres?
- Sí que quiero.
Respondió la niña y los despide porque ya la abuela va saliendo del recinto.
- Seguro que vendré al próximo ensayo.
Les dice mientras se retira.

Al pasar por el umbral de la puerta que da entrada a esta iglesia bonita del también bonito pueblo blanco, la nieta le pregunta:
- ¿Qué les has dicho al Señor?
Y la abuela:
- Le he pedido que me dé su mano.
- ¿Cómo da la mano Dios?
Y la abuela le dice que, aunque no se vea con los ojos de la cara, Dios da su mano a todo aquel que se lo pide.
- Abuela ¿cómo es la mano del Señor?
- Así como la mía agarrada a la tuya, pero que transmite otra cosquilla y otro calor.
- Pues a mí me gustaría que Dios me diera su mano. Si tú se lo dices ¿Él lo hará?
Y la abuela le dice que sí. Que lo hará para llevarla de paseo por la orilla del río y sentarse con ella a la sombra de los álamos y también, para ayudarle a coger las patatas del huerto.
- Pero abuela...

Lo que le preocupaba a al abuela era de qué modo iba a decir a su nieta que su padre ya no estaba y que nunca más volvería. ¿Cómo le decía que había muerto y de aquella manera? La niña era pequeña y comprendía que esta realidad le iba a doler mucho. Según tenía oído le dejaría una secuela que ya nunca podría curar. Y una criatura como esta no merecía un golpe tan duro aunque la niña no fuera capaz de comprender un hecho tan grande. Se decía que en cuanto tuviera ocasión tenía que hablar con su hija, la madre de la niña para ver de qué modo, a partir de ahora, enfrentaban a la vida. Porque tampoco tenía ella claro que mantener a la niña en la ignorancia o distraerle con esto o aquello, fuera lo mejor. No estaba segura que esto fuera lo mejor, pero esta tarde, esto era lo que pretendía. No haciendo caso ni siquiera del dolor que ella misma tenía dentro.

Y a partir de este momento y, mientras caminaban por la solitaria calle de su bonito pueblo al caer la tarde, la niña siguió preguntando que si Dios estaba en la corriente del río que pasa, que si estaba en las hojas de los olivos cuando el viento las mece y estás bailan y bailan sin parar todo el día, que si estaba con los hombres que todos los días recorrían los caminos montados en sus burros para ir al campo, que si estaba en la alegría de los niños cuando estos juegan en las calles del pueblo al fresco de la tarde que cae, que si estaba allí, aquí, más allá y más acá y en la nubes, en el viento y hasta en los vuelos de las mariposas que recorren la orilla del río. Y la abuela, como tantas y tantas abuelas del mundo, le decía que sí. Que Dios era grande, dueño, bello, sabio y así hasta no parar de contar una vida entera. Y al final la nieta dijo:
- ¡Pues sí es grande Dios, abuela!
Se produce un breve silencio mientras siguen avanzando por la calle. Y tampoco se sabe por qué sueño, pensamiento u otro hecho interno en la mente de la niña, pero el caso es que de pronto ella le pregunta a la abuela:
- ¿Y este Dios tiene algo que ver con aquello que me contaste el otro día?
- ¿Qué te conté?
- Lo de la hermana de Fuente Segura que salía a los caminos en busca de pobres cuando las nevadas eran grandes. ¿No te acuerdas?
Y la abuela le dice a la nieta que sí, que se acuerda.
- ¿Y por qué hacía aquello la muchacha?
Y entonces la abuela habla y le dice:

- La muchacha aquella era hija de un pastor que vivía en la misma aldea de Fuente Segura. Mi bonita aldea a la que un día te llevaré para que la conozcas. Y tenía aquella muchacha unos doce o trece años. Era buena y cariñosa como todas las personas de esa tierra mía. Por eso y quizá por que la madre así se lo había enseñado, en cuanto llegaba el invierno y aparecían las nevadas, al caer las tardes, salía de su casa y se iba por donde pasan los caminos. Se quedaba allí quieta pasando frío y mirando para un lado y otro esperando ver asomar alguna persona que fuera a otro pueblo, cortijo o simplemente regresara de los campos. En cuanto lo veía venir con su borriquillo, porque muchas de aquellas personas tenían su borriquillo, se le acercaba, lo saludaba y le decía:
- En la casa mía, que es tu casa, madre tiene preparado un plato de sopa calentica, tiene la lumbre encendida y junto al fuego, también preparadas las cabeceras. Así que si quieres aliviarte un poco y quitarte el frío y el hambre, pues vente conmigo.

Y casi siempre, aquellas personas muertas de frío, agotados del camino y sin fuerza por el hambre, se iban con la hermana aquella. Entraban a la casa, se tomaban su sopa, se calentaban en la lumbre y por la noche, dormían junto al fuego liado en el calor de las cabeceras. Y al día siguiente se despedía y se iba. Pero la niña, otra vez al caer la tarde de ese mismo día, se iba a los caminos a buscar más pobres muertos de frío y hambre. Así se pasaba ella todo el invierno. Mientras duraban las nieves y los hielos brillaban en las corrientes de los arroyos. Cuando los demás vecinos y vecinas de la aldea de Fuente Segura le preguntábamos por qué hacía aquello, ella siempre respondía:
- Yo me pongo en el lugar de esta pobre gente que, sin culpa ninguna por su parte, se mueren de frío mientras van por estos caminos. Al caer la noche y con la nieve amontonada por los barrancos y las laderas, si no les ofrecemos casa, comida y cama, se pueden morir en cualquier recodo o cañada.
- Pero tus padres también son pobres. Con las cuatro ovejas que tienen y un poco de huerto, no podéis repartir tanto. Os quedareis vosotros también sin comida y os moriréis un invierno de estos.
Y aquella niña siempre respondía lo que su madre le tenía dicho:
- Hay que ponerse en el lugar de ellos. Porque nosotros, al menos esta noche tenemos casa, lumbre y un platico de sopa calentica, pero ellos ¿qué tienen los pobres?

Y al llegar a este punto del relato, la abuela guardó silencio. Fue interrumpida por la nieta que otra vez le pregunta:
- Abuela, ¿tan grandes eran las nevadas en aquella aldea tuya?
- Las primeras nieves Caían antes de Navidad y había años que hasta final de mayo, todavía seguía nevando. Pero las nevadas grandes se daban en los meses centrales del invierno. Hasta dos metros de nieve se acumulaban por aquellas terreras y caminos. La pobre gente que iba de un lado para otro, porque entonces no había coches, tardaban días enteros en llegar. Donde les cogiera la noche, allí se tenían que parapetar contra una piedra, en alguna covacha o en alguna casa de gente buena que, como aquella hermana de Fuente Segura, les socorría a cambio de nada. La única paga que ella decía esperaba era que Dios le siguiera dando salud y fuerzas para seguir socorriendo a más personas cada día.
- Abuela ¿y se daba el caso que murieran algunas personas por los caminos entre la nieve?
- Se daba el caso, hija mía. A mí me lo han contado mis abuelos. Decían ellos que algunos invierno, especialmente fríos y de nevadas grandes, las personas morían en los caminos o en las montañas. Congelados por el frío y desfallecidos por el hambre. La vida para las personas, en otros tiempos y en estas montañas, era muy dura.
- Pero abuela…


La madre y el paseo
Y van ellas dos surcando la calle hermosa del bonito pueblo que se duerme a orilla del río color chocolate, cuando es invierno o descargan las nubes y espejo de luz, en cualquier otro tiempo, cuando tuercen para la derecha. Es la curva cerrada que en forma de recodo se recoge en el rincón antes de la puerta de la iglesia y ya da paso a la carretera asfaltada. La que desde el valle de los olivos asciende hacia el corazón de la sierra y el pico Yelmo. Pues pisan ellas la carretera y van a cruzar a la otra acera cuando justo ahí mismo y en la marquesina de plástico y cristal que los de la Junta de Andalucía por aquí pusieron, ven al autobús que se para. Mira la niña y al instante exclama:
- ¡Abuela, mi madre!
Mira la abuela y la ve. La madre de la niña, la hija de la abuela, baja del autobús porque regresa.

Y regresa, según luego dijo ella cuando ya, sobre el mismo puente del río, le pregunta la abuela, porque:
- En el pueblo de la loma de los olivos ¿qué iba a hacer yo estos días teniendo mi dolor en esta casa nuestra y en esta niña pequeña?
Y la abuela la anima y dice:
- Pues sí, hija mía ¿qué ibas a hacer tú allí tan lejos en un trance como este? Y además, la gente, la niña, la familia... has vuelto y has hecho bien.
Y la niña, como esta tarde, a pesar de la realidad que aflige a los mayores y de la vida con sus revueltas y más revueltas, tiene lleno el corazón de alegría y ahora se sienta feliz, pregunta a la madre por el padre. Esta le dice que siga en su paseo con la abuela y que luego, cuando ya la tarde caiga del todo y regresen a la casa, le contará un bonito secreto y le descubrirá una agradable sorpresa que guarda para ella.
- Pues mamá, dame un beso y hasta luego.
Responde gozosa la niña al tiempo que ya vuelve a coger la mano de la abuela y tira de ella para que siga llevándosela de paseo.

Para donde el río traza la curva airosa, la que parece una media luna florecida por los muchos rosales silvestres, las muchas zarzas y los muchos álamos, ellas se dirigen. Al otro lado del cauce, se recoge el huerto y en este mismo lado y más arriba, corre la acequia justo ya por donde avanza la carretera y más arriba, corona el cerro de las buitreras. Al este lado, al izquierdo, algo al levante y mirando al pico Yelmo, se encuentra la piscina del pueblo. Por detrás, los olivos y arriba, coronando, el recio monte de este cerro de olivos no muy robustos porque la tierra es colorada y bastante agria, las ásperas floraciones de rocas. Unas paredes rocosas que sobresalían en lo más alto y también por la cara que mira al río y que en verano, sólo mirarlas, contagian desolación. Tan pobre es esa tierra y tan secas las rocas que coronan que ahí sólo crecen unas pocas matas de esparto, rodalillos de maticas de tomillo, hierbas muy bastas, retamas y poco más. Y por este lado, otra cumbre de otro cerro y la atalaya de uno de los viejos castillos perdidos y ahora abandonados por estas tierras. Pegado al río, sube la carretera que arreglaron no hace mucho y que, recorriendo el valle, por el norte del castillo grande, va de pueblo en pueblo para así dar vida y salida a las personas que en ellos habitan.

Y van ellas dos recorriendo la distancia que hay entre las últimas casas del pueblo hasta la curva del río, cuando la niña le recuerda a la abuela:
- ¿Y aquella canción que tú decías?
Y la abuela:
- ¿La de los pueblos blancos en las laderas de los montes y entre los olivos?
- Esa misma, abuela. ¿Por qué no me la cantas ahora que el sol de la tarde reluce sobre los tejados de esos pueblos?
Y la abuela le responde que como es por la tarde y está cansada, se encuentra sin ganas, pero lo que de verdad le pasaba es lo que ya, tú lector amigo y yo, sabemos. Mas, como ella sí quería mucho a su nieta, comiéndose su pena y para sí, se dijo que aunque no tuviera ganas, debía cantar la canción que la niña le estaba pidiendo. “Al fin y al cabo, una nieta como la mía ¿no es el mayor tesoro del mundo?” Se volvió a decir para sus adentros. Y bien que ella tenía razón.

Tengo que decir que la canción de los pueblos, que es como la abuela la llamaba, era creación también de ella y había nacido de la forma más curiosa. Hacía varios años, estaba ella una tarde en su huerto del río. Era plena primavera y de pronto, se nubló el cielo. Toda la gran Sierra de Segura se quedó bañada por un tono oscuro y algo frío y al poco, estallaron los truenos. Se abrieron las nubes y comenzó a llover a cántaros. Una lluvia fría y recia que duró más de una hora.

Se llenaron los arroyos, saltaron por las laderas, salieron las cascadas y al poco, el río color chocolate, bajó repleto. Lleno hasta el mismo borde y con su corriente teñida de color ocre. Chocolate recién hecho que manchaba del mismo color a las florecillas, juncos y tarayes que por aquellos días ya crecían en las riveras. Por unas horas y mientras descargaba la tormenta, los ruiseñores dejaron de cantar, pero en cuanto las nubes se abrieron y paró la lluvia, otra vez volvieron a cantar los alegres ruiseñores.

La abuela, bajo un olivo grande y como pudo, allí en su huerto, se refugió porque como todo fue tan rápido, no le dio tiempo irse al pueblo. Ni siquiera lo intentó porque enseguida se dio cuenta ella que era mejor quedarse allí y empaparse todo lo que fuera necesario hasta que la tormenta pasara. Aguantó la lluvia que le empapó por completo, cosa que a ella no le importaba mucho porque a lo largo de su vida y desde pequeña, la lluvia la había empapado muchas veces. También la nieve la había embadurnado otras tantas y el rocío y el hielo, no digamos. Trabados en sus pelos morenos y en los dedos de las manos los llevaba ella cada vez que recorría los campos de su aldea de Fuente Segura. Cuando ya paró la nube, salió del olivo y como pudo, se puso a recorrer la senda para regresar al pueblo. La tierra se había puesto tan chorreando que era imposible hacer ninguna labor en el huerto.

Pero ella, según ya regresaba y con el cielo ahora casi limpio de nubes, al subir por la cuesta, se paró a descansar. Echó una mirada para el río, al huerto en su misma orilla y de paso, se fue con su vista por las laderas y cerros de la amplia Sierra de Segura. Y ella se encontró con la sorpresa más grande de su vida. El sol había salido y por un roto de las nubes, se escapaban. Limpio iluminaba las casas blancas y recién lavadas de los pueblos de la sierra. Y como la lluvia todavía relucía por los tejados y en los bosques que rodeaban a los pueblos, el espectáculo era grandioso. La visión más bonita que nunca había visto ella. La gozó en silencio y como su amor por la sierra y los pueblos era tan grande, del corazón le brotó lo que después llamó canción de los pueblos.

Pero aquella tarde, aquí no terminó todo. Porque estaba ella embelesada mirando la belleza que manaba de los pueblos que se aplastan por las laderas de esta ancha sierra suya, cuando al volver la cabeza para seguir por su camino, se encontró de lleno con el pueblo blanco que se duerme junto al río color chocolate. Desde la curva del camino por donde regresaba lo tenía a unos quinientos metros y como la curva se elevaba sobre la ladera, se le veía casi por completo. Chorreando desde ambas laderas hacia el corazón del río y recostado sobre la tierra roja de las laderas de estos cerros. Una tierra áspera y con el tono naranja fuerte que cuando se moja parece chocolate o pura sangre que acaba de brotar de la herida. De este terreno es de donde las aguas del río recogen el color que luego se llevan corriente abajo hasta los rincones más alejados de estas sierras. Por toda Andalucía y hasta al mismo mar que rodea a Andalucía por la parte del poniente.

Pues iba diciendo que ella, al mirar y descubrir al pueblo blanco allí tan cerquita y tan recién lavado por la lluvia de la nube, se quedó sin respiración. Sin respiración por lo asombrada ya que descubrió que este pueblo, le parecía el más bello de cuantos pueblos los humanos hayan creado nunca. Allí, descolgándose de las laderas que a su vez estaban pobladas de olivos, derramándose en la misma orilla del río naranja y las casas escalonadas como si estuvieran jugando a pilla, pilla, el pueblo le parecía delicadamente bonito. Nunca antes lo había advertido con la claridad y rotundidad que esta tarde lo descubría. Se dijo que estaba contenta de vivir en este precioso pueblo y luego se dijo que en cuanto pudiera, de la forma que fuera, tenía que contar el descubrimiento que acababa de gozar. Y recordó ella, en aquel momento, que de su madre, más de una vez había oído: “Los pueblos son casas y calles y personas que van por estas calles y viven en estas casas. Y los pueblos son bonitos porque así lo deciden las personas que en ellos han nacido y porque el corazón de estas personas siempre se enamora de su pueblo. Pero los pueblos son anónimos y casi todos iguales mientras que alguien, algún artista o persona de la condición que sea, no les dé brillo y lo saque de este anonimato. Los pueblos permanecen mudos y son unos iguales a otros hasta que en uno de ellos, ocurre lo diferente y, por ello, traspasa la barrera de la vulgar para entrar a la región de lo eterno”

Esta otra tarde de paseo por el río con su nieta, llegan las dos a la piedra redonda que hay a la derecha de la carretera según se sube para la torre vieja del castillo abandonado. La que es un gran peñasco y casi siempre está rodeada de grama. Y como la niña esta tarde, cosa que tenía que haber dicho antes, pero lo digo ahora, estrenaba unos zapatos de deporte que la abuela le había comprado una semana antes, a ésta se le desataron los cordones.
- Espera abuela.
Pidió ella y se sienta en la piedra. Encoge su pierna y se prepara para atarse los cordones de sus flamantes zapatos de deporte. Vio la abuela que este era un buen momento allí y de pie y, mientras dejaba que la nieta se echara su nudo en los cordones de los zapatos, le empezó a cantar la siguiente canción:

Los pueblos blancos
de mi sierra amada,
relucen callados
con el sol y el agua
que las nubes grises
traen y derraman.
Son los pueblos blancos
de mi sierra dorada,
como mariposas
que vuelan y se paran
entre los olivos
y las cumbres largas .
Toman el sol
frente a las mañanas
y relucen tanto
que parecen plata.


La niña escuchaba y con sus dedos blancos, luchaba y luchaba en un deseo loco de atarse los cordones de sus zapatas. Ella, a igual que tantos niños a esta edad, no sabía por qué agujero meter el cordón derecho ni por qué otro meter el cordón izquierdo. Y daba vueltas y más vueltas con sus dedos blancos por los zapatos, los pies, los cordones y otra vez los zapatos sin acertar. Miraba a la abuela y como ésta la esperaba a ella, no tenía prisa y consciente la dejaba en su tarea. Y es que la abuela, en parte quería comprobar si la nieta acertaba a resolver aquel problema y en parte, al descubrirla allí, sentada en su piedra con el sol de la tarde pintándole de rosa la cara, la veía tan guapa que le parecía el más bonito de todos los sueños. “Un minuto más quiero gozarla en este juego de hada”, se decía en su corazón. Y dejaba que pasara el tiempo y que ella siguiera intentando anudar los cordones de sus zapatos. Hasta que de pronto, la niña mirando a la abuela, le dijo:
- No sé, abuela.
Y la abuela se puso de rodillas delante de la nieta y comenzó a sujetarle los cordones de sus zapatos nuevos. Y estando en este gozo y juego, de repente pregunta la niña:
- ¿Qué es lo que le pasa a mi madre?
Y la abuela:
- ¿Por qué me haces esa pregunta?
- Es que abuela...

Otro de los propósitos que la abuela aquella tarde llevaba en su corazón era que, en cuanto estuvieran sentadas a la sombra de los álamos y en la orilla del río, le contaría a su nieta un cuento. Uno de los mil bonitos cuentos que ella conocía desde que era niña y que tanto le habían gustado. Y otro deseo más de esta abuela para con su nieta, era hablarle de su aldea de Fuente Segura. La niña todavía no conocía aquel paraíso, pero la abuela, como tantos y tantos días por aquellos caminos había corrido, no podía olvidarlo de ninguna manera. Pero lo que más deseaba la abuela aquella tarde, era quedarse por allí, en la orilla del río y mientras la noche comenzaba a derramarse por la ancha sierra, dejar que la nieta fuera sintiendo lo que ella tantas veces ya había gustado en su vida. Un secreto, un bonito y delicado secreto que ella tenía descubierto entre el fino silencio de las horas nocturnas y el misterioso brillo de las estrellas por el cielo, pero que no se podía transmitir de ningún modo. Sólo palpándolo con las fibras del alma, como ella lo había palpado tantas veces, se podía descubrir, gustar y conocer, aquel tan delicado secreto. Y claro que esto tenía relación con lo que, de los pueblos, su madre le repetía sin parar,: “Los pueblos son y, antes los ojos de los que vienen de fueran, no muestran ni tienen más uno que el otro hasta que en uno cualquiera, y puede ser en el más humilde, ocurre lo peculiar. Lo que hace que a partir de ese momento y para siempre, el pueblo sea diferenciado de los demás”.

No habían llegado todavía a la orilla del río, por donde los álamos se apiñan verdes y se pasan todo el día temblando en la dirección del viento cuando la niña le vuelve a preguntar:
- ¿Y lo del pastor, abuela?
Se quedó ella como pensando y dos segundo más tarde le pregunta:
- ¿De qué pastor me hablas?
- Del vecino nuestro.
El vecino que la niña mencionaba había sido pastor toda su vida y ahora que ya estaba viejo, vivía solo en la misma parte del pueblo que la niña, la abuela y la madre. Pero no era vecino por completo. Sólo lo era de barrio porque ni siquiera vivía en la misma calle. Él tenía una humilde casica una calle más arriba y en un recodo solitario.
- Pues hija mía ¿qué le pasa a nuestro vecino?
- Lo que quiero es preguntarte si tú lo conociste de joven.
- Claro que lo conocí. Nació, se crió y vivió en la misma aldea de Fuente Segura. Hasta jugamos juntos cuando éramos pequeños así que fíjate si no lo voy a conocer.
- Pero abuela ¿por qué se vino a vivir a este pueblo?

Y entonces la abuela le dijo que:
- Ese vecino nuestro fue uno de los muchos pastores de aquella bonita aldea mía. Toda su vida se la pasó guardando ovejas. Por la orilla de aquel río claro, por las llanuras ásperas y quebradas de los Campos y por los cerros que rodean a los dos Pontones, el de Arriba y el de Abajo. Cuando llegaba el invierno, como casi todos los pastores de las tierras altas de Santiago de la Espada, se bajaba con sus ovejas a las tierras de Sierra Morena. Como allí nieva tanto, es imposible o por lo menos muy duro, aguantar un invierno de nieves y con el ganado encerrado en la tiná y echándole pienso todos los días. Cuando el hombre se ponía de verea con los animales casi siempre se iba por esos lugares que se llaman Hoya Morena, Hornos el Viejo, el Carrascal, Cañada Morales y las Cumbres de Beas hasta el Cornicabral. Pero algunos años, fuera porque le me venía mejor o fuera porque invernaba con sus ovejas por las partes altas de Sierra Morena, el caso es que al regresar y al volver de verea, pasaba por este pueblo blanco.

Al hombre se le metió en la cabeza que este pueblo blanco era lo más bonico que nunca había visto en su vida. Y a sus compañeros siempre les decía:
- Cuando menos lo esperéis, vendo las ovejas y me voy a vivir a ese pueblo blanco.
- ¡Pero hombre!
Le decían sus compañeros.
- Es que tengo yo el gusto de irme a vivir a ese pueblo blanco.
Le respondía él.
Y así lo hizo. Su sueño un día se le convirtió en realidad. Al pasar por aquí cuando un año regresaba de la invernada hacia las tierras altas de Fuente Segura y Santiago de la Espada, se encontró con un marchante. Le vendió todos los borregos que ya los tenía criados y muy gordos y de paso, también le vendió todo el rebaño de ovejas.
- ¡Pero hombre!
Le decía el marchante. Y él le respondía:
- Ya lo tengo decidido.
Y desde aquel día y aquí mismo se quedó sin ovejas. Compró el hombre una casucha en la calle alta y desde entonces ahí lo tienes viviendo. Pero como al hombre les gustaban las tierras y por allí arriba tenía algunos piazos, los vendió y aquí, junto al río y pegado a nuestro huerto, el hombre se compró un terreno. Eso tú ya lo conoces y por eso sabes que, además, de huerta tiene algunos olivicos, álamos, almendros, cerezos, manzanos y hasta un precioso peral. ¿Era esto lo que tú querías saber de ese vecino nuestro?
- Esto era abuela, pero también quería saber más cosas.
Y va la abuela a preguntarle por esas cosas que ella quería saber cuando ya acaban de llegar al rincón que vienen buscando.

Así que se apartan para la orilla del río. Justo donde los álamos se espesan y, cada vez que se mueve el viento, bailan y bailan al son de la música que desgranan las hojas verdes. Buscaron ellas un buen rodalico no bajo la sombra de los árboles, porque con la tarde casi en su final, la sombra no hacía mucha falta, sino en la hierba y lo más cerca posible de la corriente del río. Las aguas de este río serrano, pasaban esta tarde, como recogidas en sí mismas, limpias como no se le habían visto desde hacía mucho tiempo y misteriosas. Dibujando olas transparentes que al romperse contra las piedras, quedaban convertidas en burbujas de espuma destrozada. Y por el aire perfumado de la tarde, desde la parte alta del río, aparece una bandada de abejarucos. Trazan dibujos preciosos con sus alas y mientras suben y bajan como si se estuvieran meciendo en la fina brisa de la tarde, lanzan sus gorgojeos. Unos trinos no muy agudos, pero si corticos que parecen como si les sirvieran de aviso o señales.
- ¿Tú lo sabes, abuela?
Le pregunta la nieta. A lo que la abuela responde:
- De estas preciosas aves de colores yo sé poco. Sé que en cuanto llegan los fríos, se van de estas tierras a otros países más cálidos. Y sé que hacen sus nidos en las torrenteras de los arroyos, perforando un agujero en la tierra y que se alimentan de hormigas, insectos, avispas y abejas. Por eso le llaman abejarucos. Los colores de sus plumas son tan bonitos como los de las oropéndolas, los arrendajos o el martín pescador.

Ya hemos dicho que estaba bien entrado el verano aunque lo que más estaba, era la primavera terminada. Por estas fechas es cuando los días tienen más horas de luz, a la nueve de la tarde todavía alumbra el sol por algunos picos de estas montañas y también por estas fechas es cuando las huertas, a orillas de ríos y arroyos de estas sierras, muestran su mayor esplendor. Las patatas están florecidas, nacidas y bien grandes andan ya las habillas, las matas de calabaza muestran sus flores anaranjadas, el maíz ya se estira vigoroso y verde, los cerezos, los más tardíos y de tierras más húmedas, todavía se engalanan con sus perlas carmesíes, se doblan los albaricoques, relucen las higueras con sus hijos bien gordicos y las que son brevales, se preparan para dar sus primeros frutos y a los almendros se les dobla sus ramas más finas con las almendras ya casi hechas. Por estas fechas, en las riveras de los ríos de estas sierras y más por este valle de Segura, las huertas presentan su mejor aspecto. Una primavera dentro de la otra primavera que, hasta que llegan los meses del otoño, se mantiene fresca y llena de verdor.

Por eso aquella tarde, por la orilla del río color chocolate, cantaban las ranas. No una ni dos ni tres sino casi un ciento y por toda la fresquita rivera del río. Allí mismo, para abajo hasta las mismas casas del pueblo y para arriba, casi hasta las laderas y bosques del majestuoso Yelmo. Y cantaban ellas subidas en lo alto de las piedras, escondidas por entre la hierba, sujetas en las ramas que la corriente había arrastrado y con la cabeza a asomada por entre las algas verdes de algún charco remansado y aislado. Al acercarse las dos al borde de las aguas, muchas de estas ranas se asustaron y se zambulleron en la corriente. Otras también saltaron, pero en lugar de tirarse a las aguas, se fueron por la hierba y el pasto y otras, siguieron tan panchas con su croar monótono y viejo. Y al sentir y ver el espectáculo, la abuela le dijo a la nieta que aquello era una de las cosas más sencillas y bellas que pueden gozar los humanos por esta tierra.
- ¿Y qué cosas son esas, abuela?
Le pregunta la niña.

Se iba a preparar ella para decirle a la nieta que estas cosas son, pues el rocío trabado en las hojas de la hierba al salir el sol en las templadas mañanas de las primaveras, el agua clara que salta y se aleja hermosa por los arroyos, los romeros florecidos en los primeros días de enero y todavía la nieve cubriendo las crestas de las montañas, las nubes formando vellones sobre el intenso cielo azul y así, una lista ta larga que en una vida entera no hay tiempo para contarla. Se estaba preparando la abuela para sacar estas cosas de su corazón y contárselas a la nieta y otras muchas que ella había vivido por su aldea de Fuente Segura, cuando de pronto, las dos se asustaron.

Un poco más arriba de donde se habían parado, estaba el rodalico de huerta del pastor vecino. El que vendió las ovejas junto con los borregos y se vino a vivir al pueblo blanco. Y allí cerca, todavía había más huertas. Y como era por la tarde, los dueños de algunas de estas huertas habían venido a regarlas, a quitarle las malas hierbas, a sembrar algún producto tardío o simplemente a darle una vuelta. Porque como dice el refrán: el ojo del amo engorda al caballo. Todo el que por estas sierras tiene una huertecica junto a los arroyos o por las riveras de los ríos, en cuanto dispone de un ratillo libre, se va a ella aunque sólo sea para darle una vuelta, estar allí y ver si han crecido mucho o poco las patatas, los ajos o los tomates. También para observar si los bichos, cabras monteses, jabalíes, turones o ciervos, han entrado y se han comido las plantas o los árboles.

Pues por allí, había unos pocos perros y al sentirlas a ellas o quizá a olerlas, arrancaron a ladrar escandalosamente. Y es que, bajo un cerezo joven que todavía estaba cargado de redondas y rojas cerezas, el amo de algunos de aquellos perros había dejado la barja, la chaqueta y algunas cosillas más. Los animales, al darle el olor de las que acababan de llegar, pues pensarían ellos que venían a robar cerezas o a llevarse las pertenencias de sus amos. Al oír los ladridos de los perros primeros, los otros, los que estaban un poco más arriba y un poco más abajo, también se animaron y en sólo tres minutos, la orilla del río y por entre las huertas, se convirtió en una descontrolada algarabía.

Recordó la abuela que este fenómeno ocurría muchas veces tanto en el pueblo blanco como en su bonita aldea de Fuente Segura. Allí arriba más que aquí abajo porque en los tiempos que ella fue niña, en cada casa, en cada familia y con cada pastor por los campos, había e iba un par de perros o tres. Principalmente perros ovejeros y mastines que fueron y son los más útiles para los serranos y, desde siempre, en estas sierras.

Y ya que estamos con este tema, quiero yo ahora hacer aquí un breve paréntesis. Lo necesito para aclarar o contar esto de los perros amigos sinceros de los pastores por los Campos de Hernán Pelea. No son estos perros ni se comportan como los que en el mundo moderno de ahora, hay en las casas y pisos de las ciudades y pueblos grandes. Los de estos campos siempre están al aire libre y por las noches, haga fría o calor, duermen fuera de las casas. Detrás de cualquier piedra o acurrucados en unas matas o rincón. Nunca son ni cogidos por sus amos ni acariciados y mucho menos besados o duchados y peinados. Se las apañan ellos como pueden y también comen lo que pillan o los resto de la comida que sobra en la casa.

Los perros y también los gatos que dan compañía y ayudan a muchas de las personas que vivieron y viven en estas sierras, son animales nobles donde los haya. Bonicos ellos como los primeros y fuertes y sanos como Dios manda. Aguantan el frío en las noches de nieve e hielo y soportan el hambre, porque de mimando y sobre alimentados, nada.
- Como toda la vida de Dios han estado los cortijos y campos de estas tierras nuestras.
Decía la abuela una vez y otra cuando era oportuno y se hablaba del tema. Y cuando a la abuela le preguntaban por las cosas modernas de ahora, perros, gatos y otros animales dentro de las casas, ella siempre respondía:
- Será porque las personas de ahora son más cultas y ellos ven que esto debe ser así, pero los perros, gatos y otros bichos, por aquí siempre ha sido como ya se ha dicho. Lo que Dios manda es que estén en su libertad pasando frío, sed, y calor y comiendo lo que se presente. Lo contrario, los perros en las casas y lamiendo caras y manos, será cosa moderna de estos tiempos y de las personas que tienen estudios.

Pues al sentir ellas los espesos ladridos de los perros, como tenían sus pensamientos e ilusión ocupados en las ranas y las riveras del río, se asustaron. Dejaron a un lado el plan que iban a realizar y se pusieron a mirar paras las huertas más próximas. Las que les quedaban por el lado del Yelmo y un poco hacia el lado por donde sale el sol. Miraron ellas con el deseo de averiguar qué era lo que por allí ocurría y al ver a los perros, llamaron a su amigo el pastor. Este contestó un poco más arriba y por entre los árboles de la huerta.
- ¡Tuba, callaros ya!
Gritó ordenando a los perros que desistieran de sus escándalos. Por unos segundos estos dejaron de ladrar sin parar en su empeño de no recibir con agrado a las que llegaban. Pero éstas, en lugar de pararse en la primera orilla del río que habían elegido un poco antes, siguieron andando y al poco ya estaban pisando las tierras de la huerta de su amigo el pastor.

Antes de acercarse y saludarlo más relajadamente, la abuela comprobó que en las otras huertas que había entre los álamos, por donde el río llegaba, jugaban varios niños. Tres de ellos, amigos de la nieta y uno, vecino cercano. Y había advertido ella que por donde jugaban los niños, cinco o seis perros se movían con el rabo alzado y las orejas tiesas. También observó la abuela que el cerezo donde su amigo tenía la barja colgada, estaba cargadito de cerezas ya todas bien rojas. El granado estaba florecido y sus preciosas flores rojas sangre, temblaban graciosas en las puntas de las ramas y entre un espeso bosque de hojas verdes. El albaricoque también mostraba su abundante cosecha igual que todos los almendros y el redondo manzano.

Al aproximarse la abuela, volvió a saludar con el saludo del encuentro amistoso y el viejo pastor le responde:
- ¿Qué tal van las cosas?
Pregunta él sin referirse a nada concreto sino como abriendo una puerta al diálogo.
- Con la nieta dando un paseo para que salga un ratico de la casa y le dé el sol de la tarde.
Miró él a la nieta y le dijo:
- Si te gustan las cerezas coge de ese árbol las que quieras.
Y luego le dijo a la abuela:
- Nunca vi yo por estas sierras una chiquilla tan bonica como esta tuya. Y te lo digo porque esa nariz respingona, ese pelo de oro nuevo, esos ojos negros y su cara redondica, le regalan una belleza que no es corriente por estas sierras. Tu nieta, para ti, será un ángel, como tanto repites una vez y otra, pero para muchos de los vecinos de este pueblo, es una muñeca.
La abuela calla. Y la niña, como las cerezas se le colaban por los ojos, con su rojo brillante y su fina piel suave, se fue para el árbol. Al verla los otros niños, se vinieron con ella y allí se pusieron a coger y comer cerezas al tiempo que contaban aventuras y reían como persiguiendo la caricia que le regala el beso de la clara tarde.

Y pasó un rato. No mucho. Quince minutos o así. Todavía la abuela estaba charlando con el pastor y éste ahora le decía:
- ¿Te acuerdas de aquellos cerezos que, cuando niños nosotros, crecían en la aldea de las Espumaredas?
Y la abuela:
- ¡Madre mía que si me acuerdo! ¡No he cogido yo de allí cerezas! Y luego, ya que estábamos en Fuente Segura, no he ido yo allí veces montada en la burra blanca a por estas cerezas.
- Ea, como echaron a los vecinos de allí, pues cuando se fueron, abandonados y sin dueños se quedaron los cerezos, los granados, las nogueras, las parras y los manzanos.
- ¡Qué lástima de aquella aldea tan bonica ella y lo que sufrió la pobre gente cuando de allí salieron!
Y el Pastor viejo:
- Lo mismo que ocurrió en las Canalejas, los Centenares y las Huelgas.

Y en la tarde que va cayendo sobre las blancas casas del bonito pueblo junto al río color chocolate, la abuela siente la añoranza y sin que su amigo el pastor se lo pida, se arranca ella y dice:
- Me acuerdo yo ahora de una amiga mía que nació en las Canalejas que derribaron. Sus padres también nacieron allí. En aquel ahora desapareció paraíso, se criaron todos. Fueron cinco hermanos. Dos hombres murieron ya y quedan dos varones y mi amiga. Y así, con problemas de penar mucho.
- Pero lo que a mí me han dicho es que las Canalejas eran muy bonitas. Háblame de ellas si es que todavía recuerdas algo.

- ¿Recordar? ¡Madre mía del alma! Aquello tenía su iglesia, su cementerio que está todavía, su fuente de aguas limpias, sus tierras para sembrar tomates, sus viejos nogales, sus grandes hatos de ganado... en fin: aquello era un paraíso que nos rompieron para siempre. La iglesia no la derribaron, pero todo lo demás, sí. La casa donde ella vivió, era bonita. Muy bonita era aquella aldea de pocos vecinos, pero casi todos nacidos y con raíces en las altas tierras de las cumbres nevadas.
- ¿Por qué no hacemos una cosa?
- ¿Qué quieres que hagamos?
- Desde la casa de tu amiga, trazamos un recorrido y desde este rincón tan lejos y después de tanto tiempo y aunque sea sólo con el pensamiento y para alimentar los recuerdos, nos vamos por entre aquellas callejuelas hoy ya rotas. ¿Te acordarás?
- ¿No me voy a acordar? Es que vivo, sueño y hasta muero en aquel rincón aunque ahora esté en este otro.

Donde vivía ella le decíamos las Casas de Abajo. Así había un arroyo y tenías que colarlo y se llegaban a las Casas de Enmedio. Ya tenemos dos aldeas. Luego estaban las Casas de Arriba y aunque parezca sencillo, con estos nombres nos apañábamos nosotros. En las casas de arriba era donde vivía el correo y donde estaba la iglesia. Recorriendo de casa en casa, puede que me acuerde los nombres de los que en ellas vivían. Salgo de la casa de mi amiga y como decíamos antes, la tía fulana y el tío mengano. Decíamos esa frase así y de eso modo te lo voy a contar. Primero el tío Francisco que era un matrimonio sin hijos. Antonino, Juliana, el tío Rogelio y la tía Sebera que estos sí tenían hijos. Que nosotros así hablábamos. Luego el tío Perico y la tía Antonia. Tenía seis hijos: Francisco, Manolo, Manuela, Rafaela, Elisa y Antonio.

También vivía allí una prima hermana mía: Fortunata, Pedro y cuatro hijos: Isabel, Francisca, Atilano y Eladio. ¡Madre mía, un montón! ¿Cómo sabré yo de todo eso? Pero claro, si casi he nacido en las Canalejas. Seguimos con la tía Lorenza y el tío Venancio. Tuvieron tres hijos que se llamaban Mercedes, Gonzalo y Ramón. Por la parte esta de acá, la tía Antonia, el tío Estefania con sus hijos Alejandra, Francisca, Estefania, Eugenia, Magdalena y Virginia. Esto todo una familia. Aquí por arriba la tía Ramona y el tío Juan y sus dos hijas, Isabel y Teodora. Seguimos con el tío Feliciano, la tía Antonia y cuatro hijas: Marcela, Juana, Pastora y Concepción.

A lo que se dedicaba cada uno de ellos era a la poquilla tierra que tenían. Con animaluchos, ovejas, cabras y así. Para buscarse la vida mal buscada. Allí vivía también el tío Cazagrillos, motes de aquellos que ponían. La mujer que era María de la Cruz, con hijos también: Lucía, Rosario, Pepa y Paco. Al otro lado del royo, le decíamos la “Bolea”. Había vecinos a los dos lados y en medio estaba la bolea. Ahora ya cuelo el royo a las casas de en medio porque aquí no me he dejado ningún vecino. Pues el tío Benito, la tía Pastora con los hijos Adolfina y Gonzala. Ahora voy allí para allá, para los Triperos. Esto era un mote. Pero ya metían toda la familia. No los mentaban por su nombre. El se llamaba José María y ya los hijos, no se le mentaban por su nombre, nada más que los Triperos.

Para ir de una aldea a otra se decía así: el Zurrión para ir a las Casas de Arriba. La Hoyica, eso otro nombre para ir a la hoyica aquella detrás de la escuela. Los sitios donde cada uno tenía sus huertos, tenían sus nombres también. El Juncalillo, las Erillas, aquellas nogueras viejas que cortaron. Aquello era todo las Canalejas, pero lo que resulta es que aquí a lo mejor había un grupo de diez casas y en la de en medio, a lo mejor lo había de veinte y ya en el último, otras veinte o veinticinco, pero que era todo unido.

La fuente que tiene, que aquello es una maravilla, de siempre ha sido la Fuente de las Canalejas. En la aldea de abajo, estaba el Chorrete. Era una fuente que había allí donde íbamos a por agua. En la misma fuente teníamos nuestras pilas y una losicas que tenían unas rayas para “traspuñar” los trapos y allí lavábamos. A la noguera se le decía la Noguera de la tía Gabina, una noguera que hay en la aldea de abajo. ¡Aquello un montón de huertos! La Puente, Los Poyallatos, el Collao de los Aguaciles, las Perchas. Todo eso era de las Canalejas.

Hay un montón de aldeas por aquellos barrancos. Los Centenares, el Poyo de la Higuera, el Miravete, la Tiná de tío Silvestre, las Huelgas, los Praos, yendo para Poyo Salío, la Fuente de los Berros, yendo para la cañá. Ya desde Las Canalejas a los Centenares se gastaba pues unos veinte minutos. Los Centenares están, conforme estamos aquí, Canalejas se queda un poco más bajas y los Centenares en lo alto, pero al volcar. Si vamos desde Coto Ríos para allá lo primero que se encuentra son Canalejas.

Para de hablar la abuela porque por sus ojos ruedan unas lágrimas y en estos momentos, el pastor le dice:
- A ellos lo echaron igual que esta tarde el sol cae, pero los arroyos siguen corriendo y por entre las madroñeras, el rocío temblando. La presencia de lo que es eterno se adivina tanto que casi se palpa y de ahí que se toque también la otra realidad humana. Ya sabemos que aquello fue una lucha silenciosa contra los pequeños y que un día será patente y el dolor de los que han aguantado firmes en la sincera realidad que también será patente, un día, para gloria de ellos y el Dios de la verdad suprema.

Aquella tarde se puso el sol. Nieta y abuela regresan a su casa, en la calle vieja y empinada donde corre la fuente de los tres caños y cuando ya terminan de cenar, la niña se acuesta. Como otros tantos días la abuela la besa y al rozarle la cara con sus labios, para su corazón se dijo: “¿Qué será de ti, alma mía, dentro de unos días?”. Nadie se enteró de estas palabras y poco después, todos dormían en la casa de Aneluz. También dormía el pueblo y casi todos sus vecinos, tenían sus vidas concentradas en las cuatro cosas, problemas gordos, que en todas las familias y personas del mundo, siempre hay. Por eso pocos prestaban mucha atención ni a la niña de la casa en la calle empinada ni a la abuela ni a la madre. Tampoco las tenían olvidadas, pero nada más. Como sucede en casi todos los pueblos y ciudades de la tierra. Así amaneció otro día, llegó otra noche, siguió corriendo el tiempo y Aneluz no dejaba de crecer.


Cumpleaños pequeño
Cumplió diez años y se puede decir que todo iba bien, excepto que en el pueblo blanco, lo único importante que pasaba es que todo seguía siendo igual que antes. Los niños jugaban por las calles, las personas mayores iban al trabajo de los olivos, las madres lavaban la ropa y charlaban en las esquinas cuando se encontraban con las vecinas, el cielo se cubría de nubes al caer las tardes y luego llovía y hasta nevaba cuando era invierno y hacía mucho frío y los gorriones revoloteaban sin parar todo el día. Y la niña cumplió diez años, sin que sucediera nada importante sino lo que ya hemos dicho. También volvían al pueblo algunos que se habían ido de estas tierras buscando trabajo y otros que, decían, venían de turismo.

Una semana antes había nevado mucho sobre las altas cumbres de la Sierra de Segura. Por el Yelmo, la Cumbre, los Campos de Hernán Pelea y todos esos grandiosos paraísos que sólo los pastores conocen bien. Por el pueblo blanco del río color chocolate sólo habían caído tres copos y medio. Por eso en cuanto salió el sol se derritieron. Sin embargo, por arriba, el pueblo de Santiago de la Espada, Pontones, Fuente Segura y otras aldeas bonitas que parecen dormir un sueño eterno entre los bosques espesos, la nieve duró casi veinte días.

Diez días después de la gran nevada y una semana antes del cumpleaños de Aneluz, sus amigos se presentaron en la casa.
- Hoy tenemos que subir al Yelmo. Pronto va a ser mi cumpleaños y quiero, para ese día, contar a mis amigas que he estado en lo más alto de la cumbre más alta de estas sierras mías.
Dijo la niña. A lo que los amigos respondieron:
- Pues hoy nos vamos al Yelmo.
Y a las dos y media de la tarde llegaban al otro pueblo blanco que se derrama por la llanura donde crecen olivos y sementeras relucientes. Siguieron y no tardaron en remonta hasta lo más alto del pueblo de la roca. El que mira al sol de la tarde y es tan bello que parece un reflejo de luna que se hubiera parado a descansar cobre la roca de la ladera. Desde este pueblo que se mira en las azules aguas del gran pantano del Tranco, subieron y llegaron hasta lo más alto. Al punto que por aquí todo el mundo conoce con el nombre de la Cumbre y es donde la carretera tuerce para irse al nacimiento del río Segura y para el río Madera.

Sin embargo, cuando llegaron al pueblo de la roca grande, se pararon. El muchacho regordete de pelo moreno dijo:
- Asomémonos al gran balcón y contemplemos el valle que cubrieron las aguas del pantano.
Al oír la propuesta estuvieron conformes todos los miembros del grupo. Pero antes de seguir, el autor de este escrito, tiene que aclarar que el pueblo de Hornos, que así es como le llaman al puñado de casas blancas que los niños estaban visitando, se encuentra en lo más alto de un monte casi redondo. Tiene un castillo viejo y por la parte de atrás, en la muralla y casas de este pueblo, hay un balcón que cuelga en el vacío. Abajo, en lo que fue una gran vega en otros tiempos, se extiende el Pantano del Tranco que se alimenta del río Guadalquivir y otros arroyos largos que caen desde las sierras de Segura. Desde este balcón se ve medio mundo y en ese medio mundo, están los rincones más bonicos de este parque natural. Se ve un buen trozo de la cuenca del río Guadalquivir, la del río Hornos, algo de la del río Trujala y muchas cumbres con montes espesos y nombres preciosos.

Así que al asomarse los niños exclamaron:
- ¡Oh qué bonito!
Y agarrados a los hierros de la baranda que sujeta para que las personas no se caigan al vacío, siguieron mirando. Y están ellos en sus juegos cuando de pronto, la niña amiga, siente un beso en su cara. Una caricia suave con sabor a dulce. Y ella se vuelve a los amigos y le pregunta:
- ¿Quién me ha besado?
Sus amigos dijeron:
- De nosotros nadie ha sido.
- Pues yo he sentido la caricia de un beso pequeño.
Y de pronto una voz resuena y dice:
- He sido yo.
- ¿Quién eres tú?
- Soy el viento de la tarde.
- ¿Y por qué me has besado?
- Para felicitarte. Pronto será tu cumpleaños y quería ser el primero en darte mi cariño. ¿Te has enfadado?

Y Aneluz dijo que no se había enfadado, pero que como le había cogido así tan de sorpresa, pues se había asustado algo. Y en estos momentos otra voz algo más clara, dice:
- Qué el primero en felicitar a la niña he sido yo.
Era el sol que estaba a media altura en el cielo y brillaba limpio sobre las aguas del pantano.
- En cuanto se asomó al gran balcón yo acaricié su carita con mis rayos de oro. He sido el primero en felicitarla.
Volvió a decir el sol pidiendo que se le reconociera que había sido el primero. Y ahora otra voz un poco temblona, dice:
- Pues el primero he sido yo.
Era el frío que bajaba desde las cumbres blancas de Yelmo y venía agarrado a la cola del viento.
- Tú no has sido el primero.
Le increpó el sol.
- Pues tú tampoco.
Gritó el viento.
- Entonces ¿quién ha sido el primero?
Preguntó el frío.
- Que lo diga ella.
Propuso el sol.
- Eso es, que lo diga la niña que va a cumplir años.
Seguía pidiendo el viento.
- Sí, sí. Que ella diga quién le ha felicitado primero.

Y ella, la que estaba a punto de cumplir años y se iba por la sierra con sus amigos para celebrarlo, se puso la mano en la frente como si intentara recordar. Mira hacia la gran masa de aguas azules y luego pregunta:
- ¿Tengo que decirlo?
- Tienes que decirlo para que así se aclaren las cosas. No es lo mismo ser el primero que el segundo, el tercero o el último.
Y la niña dijo:
- Pues para mí es lo mismo. La intención que hay en el corazón es lo que vale, creo yo.
Y dijo el sol:
- Vale la intención y es igual ser el primero o el último, pero en este caso, las cosas son distintas. Dinos tú quién ha sido el primero en felicitarte.
Para dejarlos satisfechos ella habló y dijo:
- Voy a decirlo, pero aquí no.
- ¿Dónde entonces?
Sigue preguntando nervioso el sol que brilla en el cielo.
- Allá arriba. En la cumbre del Yelmo. En presencia de la nieve.
A lo que el viento contestó sin perder un segundo:
- Te esperamos en ese lugar dentro de media hora.
Y sin aguardar más salió soplando ladera arriba chocando contra los árboles, doblándolos y gritando:
- ¡Paso, paso, tengo prisa porque ahora sí quiero ser el primero en esperar sobre la cumbre!

Tal como se había dicho media hora más tarde Aneluz llegaba a donde se amontonaba la nieve blanca y en compañía de sus amigos. Y allí mismo, sobre la hierba, el sol, por entre las copas de los pinos, el viento y recostado en la nieve reluciente, el frío, estaban los tres luchadores. Al llegar el grupo se dirigieron a la niña y le dijeron:
- Venga habla que estamos impacientes. ¿Quién ha sido el primero en felicitarte en este día de tu cumpleaños?
El viento se mecía complacido en la copa de un gran pino laricio. Sobre las alturas de la Cumbre, crecen los pinos más bellos y altos del mundo. La niña se sienta sobre una roca y acariciando a la nieve le dice:
- Lo que yo necesito deciros es que a los tres os quiero por igual.
Y el sol enfadado:
- Eso no vale.
Acarició al sol que jugaba enfadado por la piel de su cara y con amistad le dijo:
- Tú sol, llenas mis campos cada día con tu luz y das vidas a las plantas.
Al oír esto celoso el viento preguntó:
- ¿Y yo qué?
- Tú viento renuevas de oxígeno cada hora estas montañas y siempre traes y llevas a las nubes en tus brazos.

Y claro, como la nieve estaba allí mismo y en ella se escondía el frío, se enfadó un poco y dijo al sol que calentara fuerte para derretirse pronto y así irse de estas sierras para siempre.
- Porque no hay derecho. Siempre tengo que ser el último como si yo no sirviera para nada.
La niña volvió a acariciar otra vez a la blanca nieve y con cariño le dijo:
- Te he dejado la última para decirte lo mejor. Tú nieve, cuna del frío, además de tu hermosura blanca sobre los montes para que estos celebren el invierno, también sé que te haces agua y te vas por los manantiales y los arroyos para dar de beber a las ovejas de las montañas y regar las huertas de los pueblos. ¿Te parece poco?
Y la nieve dijo:
- Poco no es, pero...

La niña le cortó la voz diciendo:
- Por lo que ya he dicho podéis comprender que a los tres os quiero mucho. Por parejo y exactamente igual. Así que no es importante que uno u otro me haya felicitado el primero. Siempre los tres estáis con migo y formáis parte de mis juegos. Sin vosotros estas tierras mías, sus grandes montañas, sus profundos ríos, los bosques, pastores y labradores de huertas y olivos ¿qué harían? Ninguno de ellos tendrían vida y yo, si no tuviera al sol, al viento y al frío ¿cómo podría jugar? Así que ya lo sabéis: formáis parte importante de mis juegos y esto vale más que todo lo otro. ¿Estáis de acuerdo?
El viento cayó, la nieve se hizo la distraída y el sol, se ocultó tras una gran nube blanca. Una de esas nubes algodonosas que muchas veces se pasean por el cielo azul que arropa a las Sierras de Segura. Y como ninguno quiso hablar, Aneluz pregunto de nuevo:
- ¿Estáis de cuerdo o no?
Y ahora el viento dijo:
- Por mi parte sí estoy de acuerdo.
- Yo también me conformo, pero...
Dijo el sol asomándose un poquito por el borde la nube que se tornó dorada al quemarse con los rayos de luz.
- Pues yo también digo que sí, aunque también tengo que aclarar que el juego no era así.
Funfurruñó por fin el frío.

Una ardilla que por allí cerca saltaba de una rama a otra y de vez en cuando se paraba para escuchar y curiosear lo que por el rincón pasaba, se sentó sobre una piña y mirando a la niña, se dirigió al viento, a la nieve y al sol diciendo:
- Pero es que sois tontos. Ella os ha dicho que a los tres os quiere por igual. ¿No estáis descubriendo que es buena y por eso quiere jugar con vosotros?
- Bueno, pues siendo así.
Dijeron los tres a la vez ya algo conformados. La niña les volvió a decir:
- Pues ahora os invito a jugar conmigo. Es la mejor manera de celebrar mi cumpleaños. ¿Queréis?
Y los tres a coro dijeron:
- De acuerdo, juguemos contigo.

Y en cuanto se pusieron a jugar, la niña dijo:
- Para que la tarde sea más divertida y nuestro juego más emocionante ¿queréis que os cante una canción que un día me enseñó mi abuela?
Y los tres elementos:
- Pues cántala para que así no olvidemos nunca este encuentro.
Y mientras reía, saltaban y corrían por aquella llanura llena de hierba verde y bañada de luz por los cálidos rayos del sol, Aneluz cantó la siguiente canción:

Sol que prestas tu calor
a la tierra que da la vida,
gracias por besar a la flor
y perfumarla de color
en las mañanas fresquitas.
Y tú viento, gran señor
que tanto andas con prisa,
gracias por ser portador
de esencias de margaritas.
Y a ti frío que no eres menor
aunque seas el que más tiritas,
gracias por ser en la nieve amor
y en el hielo blanca sonrisa
y gracias viento, frío y sol
por venir a jugar conmigo
en esta tarde bonita.

Y Aneluz con sus amigos estuvo toda la tarde allí, sobre la cumbre del monte Yelmo, jugando y riendo en compañía de sus amigos. De este modo celebró ella sus diez cumpleaños. Un cumpleaños pequeño, pero bonito y en compañía de los amigos más importantes del mundo.

Cuando se hizo de noche regresaron al pueblo blanco junto al río color chocolate. Y cuando estuvo en su casa le contó a la madre y también a la abuela todo lo que a lo largo del día había vivido y hecho. Al rato se durmió y cuando amaneció al otro día, en cuanto estuvo al lado de la abuela, le preguntó:
- ¿Tú conoces todos los rincones de estas sierras nuestras?
La abuela la miró algo extrañada por la pregunta así tan repente y al rato le contesta diciendo:
- La sierra es muy grande. Conozco yo muchos parajes, fuentes, ríos y montañas. Pero la sierra es tan grande que una vida entera andando por ella no sería suficiente para conocerla bien.
- ¿Entonces la sierra es como ese collado que yo sé?
- ¿Cómo es el collado que tú sabes?
Y la niña le dice:

- Mira abuela, yo lo he visto y es como redondico, de tierra llana y en ella crece mucha hierba. Por su centro pasa una senda que se pierde en la espesura del bosque y eso es lo que más me intriga.
- ¿El bosque?
- No, la senda. ¿Tú sabes a dónde lleva?
- Es que no sé dónde está ese collado que me dices.
- Se encuentra por encima del valle grande, en mitad de una ladera y como te decía, es tan bonito que yo creo que aquello es una puerta a otro rincón de la sierra que nadie ha visto nunca.
- ¿Por qué lo sabes?
- Es que al pasar por allí e irse con la vereda que vuelca para el barranco es tan bonito que hasta entra alegría. Como si la sierra entera fuera una llanura donde conviven las plantas, los ríos, los bosques y las nubes. ¿No es así la sierra, abuela?

Y la abuela le dice que en algunas cosas sí es la sierra muy parecida a lo que ella cuenta. Pero en otras cosas y lugares, ni se parece.
- Pero es verdad que tiene mucha belleza y hasta transmite la alegría que tú dices, aunque también depende.
- ¿De qué depende?
- De los ojos con que se le mire y el corazón que dentro se lleve. Un corazón limpio y amante de Dios ve en la sierra muchas más cosas que aquellas personas violentas, llenas de soberbia y autosuficientes. ¿Lo entiendes, hija mía?
- Lo que yo te digo abuela es que aquel collado creo yo que es una puerta que lleva a sitios que nadie conoce todavía.
Y ahora la abuela guarda silencio. Sabe que Aneluz está creciendo, entrando al mundo de las cosas y la luz y por eso todavía le queda mucho que aprender y conocer. Esto tiene que ser así como siempre lo fue en todas las personas de la tierra. Pero ella hoy, se queda un poco inquieta. Las preguntas y respuestas que la niña le ha hecho ¿de dónde las ha sacado y por qué las conoces?


Las nubes negras
Otro día, Aneluz y sus primos, se fueron por el bosque. Era invierno y hacía mucho frío. El cielo estaba lleno de grandes nubes negras.
- Subamos a las cumbres y llamemos a las nubes para que vengan y rieguen los campos.
Propuso la niña y así comenzó la aventura de las nubes negras. Hacía mucho tiempo que no llovía como lo había hecho en otras épocas y por esto, muchas encinas, muchas sementeras y muchos manantiales, se estaban secando. También se habían secado ya muchos olivos y aceite, es una de mejores riquezas de estas sierras. Además, en los pueblos y aldeas de la comarca donde había nacido y vivía Aneluz los grifos de las casas ya no corrían y las personas se abastecían de camiones cisternas que repartían agua por las calles y botellas que compraban en las tiendas.

Desde lo alto del monte dieron grandes voces.
- Nubes, venid, queremos jugar con vosotras.
- Nos da miedo.
Contestaron las nubes.
- ¿Por qué?
Le preguntaron los niños.
- Porque vosotros sois hijos de los humanos y ellos siempre nos tratan mal. Nos asfixian con sus humos, nos ensucian con sus desechos y nos impregnan de sus malos olores. Por eso estamos enfadadas con ellos. No queremos regar sus campos porque son malos con nosotras.
- Pero no temáis, nosotros somos buenos. Venid y juguemos y luego haremos un pacto.

Sopló el viento. Avanzaron las nubes y al poco estuvieron junto a la niña y sus compañeros.
- Bajad y jugad con ellos.
Les decía el viento a las nubes empujándolas.
- No queremos. Nos da miedo. Ellos también van a reírse de nosotras.
Y se fueron volando por lo más alto de las cumbres. Aneluz subió aun más alto y desde una roca extendió su mano y las acarició al tiempo que le cantaba la canción que le había enseñado su abuela.

Nubes de algodón mullido
que voláis por mis anchas sierras
como vuelan las mariposas
al llegar la primavera,
venid y regad los campos
y empapad a fondo la tierra
para que los pueblos vivan
y sean buenas las cosechas.

- ¡Ay que gustico!
Exclamaron las nubes y entonces empezaron a deshacerse en pequeñas goticas de agua.
- ¡Gracias, muchas gracias!
Dijo un pequeño pino que estaba medio seco.
- ¡Gracias, gracias!
Dijeron también varias matitas de hierba que se marchitaban junto al arroyuelo.
- ¡Mil millones de gracias!
Van proclamando uno tras otro todas las madroñeras del bosque.
- ¡Ay que gustico!
Seguían diciendo las nubes cada vez que sentían la manita de la niña acariciando su panza blanca y oían la melodiosa canción del algodón mullido.

Poco después el viento se fue. Se hace de noche y sobre los campos las goticas de lluvia siguen cayendo. Pasa todo el otoño. Al llegar la Navidad los olivos dan sus cosechas. Una buenísima cosecha de aceitunas gordas como ciruelas que a su vez dan un aceite tan rico que, al comérselo untado en rebanadas de pan tostadas en la lumbre, sabían a gloria bendita.

Y al llegar la primavera, la niña con sus amigos, vuelven al bosque.
- Mirad que verdes están todas las praderas.
Y los amigos les contestan:
- Es verdad, nunca antes vimos tan verdes las laderas de estas sierras. Y fijaos cómo relucen de verdes las sementeras y los huertos que hay junto a los ríos, los pueblos y los cortijos.
- Gracias a ti, niña buena.
Exclama de pronto un viejo pino.
- ¿Por qué gracias a mí?
Pregunta ella.
- Cuando tú te fuiste, aquel día las nubes se quedaron y nos dijeron que tu caricia fue para ellas la mejor prueba de amor que habían recibido nunca de los humanos. En honor a ti decidieron quedarse para siempre y morir en estos campos a fin de que la hierba, los árboles y las flores, crezcamos llenos de vida para que tú nos puedas gozar y seas feliz.
- ¿Volverán más?
- Dijeron que volverán todos los años cargadas de aguas limpias y copos tiernos para regarnos a nosotros y para que tú tengas muchos arroyuelos donde poder jugar, beber y lavar tu cara y manos.

Y lo que dijeron las nubes sigue siendo verdad. En aquellos lugares del mundo, donde las montañas son tan bonitas y los bosques se espesan hermosos, las nubes vuelven todos los años. Durante muchos días se detienen sobre los montes de la Sierras de Segura y con amor, allí dejan caer sus tiernas gotas cristalinas.
- Para ti niña que fuiste tan amiga nuestra.
Dicen y así cada año los pinos están más verdes, son más abundantes los prados y se llenan de flores y más flores las riveras de los arroyos.
- Para ti porque tú siempre fuiste la más buena con nosotras. Para que tengas los campos más bonicos y los arroyos más claros que nunca nadie soñó en esta tierra.

Y esto, hoy todo el mundo lo puede comprobar. Por las montañas y campos de la Sierra de Segura los pinos son grandes como castillos, verdes como espejos de esmeraldas y las praderas parecen mares pintados con la sangre de estas misma esmeraldas. Pastan por allí los rebaños de ovejas y retozan los corderos mientras el sol las acaricia y los arroyos, llevan el agua más limpia que nunca se ha podido ver en este planeta.

Aquel día, cuando los niños regresaron al pueblo blanco del río color chocolate, durante un rato más todavía se quedaron en la casa de Aneluz. La abuela los invitó a comer. Siempre tenía ella estos detalles con cualquier persona que llegara a su casa porque era una virtud que lo había aprendido de pequeña. En su casa, siendo ella todavía niña, cualquier persona que llegara, era recibida como al mejor de los amigos, como a uno más de la familia. Y esta costumbre de siempre ha sido moneda corriente en las sierras donde ella vino a nacer y lo sigue siendo. Las personas se tratan entre sí como si fueran hermanos de verdad. Los niños se sentían agasajados y felices por todos aquellos detalles que la abuela tenía con ellos y por eso, después de compartir los manjares que la abuela le había preparado, todos juntos se fueron con ella al corral de las gallinas y le echaron de comer. En los pueblos de la sierra, todavía muchas personas tienen gallinas en sus patios o corrales. Son los animales que siempre tuvieron los serranos en sus cortijos porque de este modo, les era fácil tener huevos frescos en las casas. La leche la obtenían de las cabras, la carne de los corderos y las frutas y hortalizas de los huertos, el pan del trigo que ellos sembraban y molían en los molinos y el pescado, pues casi nunca comían porque a la sierra en muy contadas ocasiones llegaba pescado. En aquellos tiempos, porque ahora las cosas son diferentes. Las personas que pueden, aunque ahora vivan en pueblos como la abuela, todavía siguen con el cariño a sus gallinas y huertos.

Pues cuando los amigos de Aneluz se fueron, antes de acostarse ésta, le preguntó a su abuela:
- Y el río que corre por allí ¿de dónde viene?
Miró la abuela a la niña porque le había cogido de sorpresa la pregunta y a su vez le pregunta a ella:
- ¿A qué río te refieres?
- Abuela, cuando la senda baja un poco del collado y cruza la llanura que te decía se topa con un río. Hay allí una bonita cerrada por donde el agua salta y luego el río se pierde por lo hondo del gran barranco.
- Pero hija mía, en estas sierras nuestras hay muchos ríos.
- Como el río que yo te digo no hay otro. ¿De dónde viene?
- Todos los ríos vienen de las montañas que es donde caen las lluvias que luego manan por las fuentes. De estas fuentes se van formando los arroyos que al juntarse, ya son ríos. Y claro, los ríos que surcan estas sierras van y vienen por donde pueden porque saltan por despeñaderos, cruzan llanuras, se hunden en barrancos y hasta se remansan en azules y grandes charcos.

La niña guardó silencio, mirando con sus ojos como a algo concreto que sólo ella estuviera viendo y mientras dejaba que la abuela estuviera un rato más allí a su lado, en espera de que el sueño llegara, dijo otra vez:
- Pero abuela, ese río es muy bonito. Canta como si fuera una gran orquesta con muchos instrumentos, tiene tonos más brillantes que los rayos del sol y juega como si entre sus aguas llevara toda la alegría que en el mundo hay.
- Es que así son las cosas que Dios ha dejado echas por estas sierras. Un día te pediré que me lleves contigo a ese río que conoces y cuando yo lo vea quizá pueda decirte cómo se llama, de dónde viene y a dónde va.
- Pero abuela...
Y la niña se durmió.


El pino verde
Al salir el sol, el pino verde saludó a sus compañeros.
- ¡Buenos días queridos amigos!
- Buenos días.
Le contestan todos los árboles que crecen junto al arroyo.
- Quiero anunciaros que hoy estoy muy contento.
Les dice el pino verde.
- ¿Es que te ha salido una nueva piña?
Le preguntas los demás árboles.
- No, no es eso. A los pinos nunca nos salen nuevas piñas por estas fechas. Estoy contento porque ya estamos en Navidad.
- ¡Tú eres tonto! Tampoco los pinos celebramos la Navidad. En todo caso lo único que nos puede pasar es que algún señor de la ciudad venga por aquí y nos corte para ponernos de adorno en su casa.
- Por esto es por lo que estoy contento. He oído decir que a mí me van a cortar.
- ¿Y por eso estás contento?
- Es que a mí no me va a cortar un señor de la ciudad.
- ¿Quién te cortará entonces?
- Va a venir por aquí una niña que dicen es amiga de todos los pinos, los robles y los bosques de estas sierras.
- Pues qué suerte tienes tú.
- ¿Cómo se llama?
- Me han dicho que su nombre es Aneluz, que significa Ciudad Nueva. Y también la Nueva Ciudad que se abre al final del valle por el lado en que se pone el sol. La que como un sueño de luz explota desde el corazón de las montañas cuando estas se abren y, como una flor gigante, se muestra resplandeciente de belleza. ¿La conocéis vosotros?
- Nosotros no, pero sí hemos oído hablar mucho de ella.
- Pues yo, como va a venir a verme, estoy contento.

Y en estos momentos, por la carretera que va desde el valle hacia las altas montañas, sube un coche blanco. Se para en una curva y de él bajan dos muchachos. Uno es alto y rubio y el otro algo más regordete y moreno.
- Nosotros vamos a escalar el cerro ese que tenemos enfrente.
Dice el muchacho alto y sin más se ponen en marcha subiendo por la pendiente. La niña pequeña dice:
- Yo mientras tanto voy a buscar un bonito pino para el árbol de Navidad.
Se mueve para el arroyo y de pronto oye voces:
- ¡Niña rubia, niña rubia!
- ¿Quién me llama?
- Soy yo, el pino verde del arroyo.
- ¿Qué te pasa?
- Ven, acércate a mí, tócame con tus manos, acaríciame y luego llévame contigo a tu casa.
- ¿Quieres que te corte?
- Sí. Dolerá un poco, pero ya lo he aceptado.
- ¿Por qué quieres que te lleve a mi casa?
- En los bosques de estas Sierras de Segura, todo el mundo te conocemos. Dicen que eres buena y por eso te queremos mucho. Hoy tengo el gusto de premiarte con el sacrificio de mi vida por ti.
- ¿Y los otros niños y niñas de los pueblos y ciudades?
- Esos hombres y niños nunca nos dieron cariño ni nos cuidaron. Sólo vienen por aquí para hacernos daño. Tú nos has amado y respetado desde siempre. Por eso ahora no me importa morir por ti.
Y la niña pregunta:
- ¿Quieres que te cante una canción que me enseñó mi abuela?
Y le dice el pinto:
- Sí, por favor. Mientras me cortas, para que me duela menos, cántame esa canción tuya.

Aneluz se acercó al pino y mientras lo iba cortando le cantó la siguiente canción:

Pino verde de los campos
que alegras mi bella sierra
y eres bandera ligera
donde el viento se hace canto,
gracias por ser primavera
por las cumbres y barrancos
y en lo alto de las peñas,
pino hermoso de los campos
que alegras mi bella sierra.

Y lo cortó con mucho cuidado. Luego se lo llevó a su casa. Lo puso junto a la televisión, lo adorna y por la noche cuando ya está todo el mundo durmiendo el pino la llama y le dice:
- Quiero contarte una cosa para que tú se lo digas a los otros niños que conoces.
- ¿Qué es?
- Dile a todos ellos que pueden tener pinos en sus casas en Navidad, pero que primero cada uno de ellos debe amar a los bosques, mimar a los árboles, cuidarlos y respetarlos. Si hacen esto a nosotros los pinos no nos importa, en estas fechas, morir por ellos. ¿Se lo dirás?
Y Aneluz contestó:
- Se lo diré.

Cuando al otro día por la mañana salió el sol, el cielo se presentaba cubierto de nubes entre negras y blancas. Como si de un momento a otro se pusiera a llover y, en lo más alto de las cumbres, a nevar. Corría el viento y era frío y aunque el sol alumbraba llenando de alegría los paisajes que rodean al pueblo blanco del río color chocolate, las personas tiritaban de tanto frío como hacía. Por eso al ir por las calles, al encontrarse, al llegar a las casas y saludarse, yendo por los caminos hacia los olivares o en las tiendas mientras compraban alimentos u otras cosas, casi todos exclamaban:
- ¡Qué frío hace!
Y se restregaban las manos o se encogían de hombros como si con estos gestos acentuaran más el frío que hacía.
- ¡Es que no es normal!
Repetían también aunque ellos sabían que sí era normal que en estas tierras y por estas épocas del año hiciera el frío que estaba haciendo.

En su casa, aquella mañana, la madre bordaba encargos de las vecinas para ganar algún dinero y la abuela estaba allí junto a ellas al calor del brasero. Y aquella mañana, en aquel rincón junto a la abuela y la madre, Aneluz dijo:
- Pero cuando la senda baja del collado, antes de llegar al río y al charco azul, al frente se ve un monte muy alto. Un cerro casi redondo por arriba, con las laderas muy inclinadas por donde se apiñan los cortados rocosos y luego ya termina en el llano que decía. A la izquierda de este llano y en lo hondo es por donde corre el río. Pero lo más bonito del monte que estoy diciendo son las nubes. Las nieblas se paran en la mitad de la ladera y luego suben hasta forma como la visera de una gorra que va de un monte a otro monte. Cuando sale el sol y le da a estas nubes, aquel cerro con su ladera, sus cortados rocosos y sus bosques, es bonito de verdad. ¿Sabes tú, abuela, cómo se llama ese monte?
- Será el Yelmo.
- Ni se parece siquiera al Yelmo, porque hasta es mucho más grande.

Y la abuela le responde que montes como el que ella describe hay muchos en la sierra. La niña guarda silencio y al rato expone:
- Y el río, por el lado de abajo de la llanura y donde el charco azul se remansa, es tan misterioso que parece un sueño. Sentí yo, abuela, como si allí mismo, una persona querida y buena, estuviera durmiendo y con su cuerpo ocupara todo el río. Desde la curva grande y la cerrada, la vega, el charco azul y se alargaba hasta las fuentes donde nace el río. ¿Tú sabes quién es?
- No lo sé, hija mía, porque no lo he visto.
- Pues yo sí vi que cuando pasó un tiempo, como que se levantara de su sueño y de espaldas a mí, por eso no puede verle la cara, se fue para el charco. Se paró en su orilla y luego se sentó en el peñasco. Dejó que le colgarán los pies y como con la punta de los dedos rozaba el agua, allí se quedó todo el rato jugando y mirando al azul charco y a la corriente del río. ¿De verdad no sabes quién es?
Y la abuela repitió que no lo sabía.

Pero en estos momentos se acordó de algo. Se levantó de la silla donde en la mesa de camilla estaba sentada, entró a su habitación, de su mesita de noche cogió una pequeña carpeta azul que estaba llena de hojas de libretas escritas y de ella tomó una. Se volvió otra vez para la estancia y cuando ya estuvo de nuevo junto a la nieta, leyó lo que sigue:

Se le ve, en la mañana fresquita
del mes de marzo que pasa,
sentado en la hermosa orilla
del río de las dulces aguas.

Juega con sus pies en el líquido
que en el charco se remansa
y mientras juega y casi reza
mira y goza la abundancia
de la luz sobre la hierba
en las montañas hermanas
de donde el río cristalino
viene saltando en cascadas
y a la vez que trae la vida
alegra a la vida que mana
por riveras y laderas
y canta canciones doradas
que alimentan al corazón
y sanan de herida el alma.

Se le ve, en la mañana fresquita
como dueño y esencia clara
del valle y el río que corre
y se le ve como si le amara
la pura brisa del paisaje,
el viento que está y no pasa,
la luz del sol y los bosques
y la presencia inmaculada
de Dios, Creador del mundo
que con él juega en el agua.

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